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OLIVER TWIST

Bienvenido

L

IBROdot. com

Charles Dickens

OLIVER TWIST

CAPÍTULO UNO

LOS PRIMEROS AÑOS

DE OLIVER TWIST

Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad

de Inglaterra, unos transeúntes hallaron a una joven y

bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y

pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la

llevaron al hospicio, una institución regentada por la

junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los

necesitados. AE día siguiente nació su hijo y, poco

después, murió ella sin que nadie supiera quién era ni

de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.

En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros

meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta

parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la

ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más.

Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la

señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a

apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a

cada niño para su manutención. De modo, que

aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre,

y la mayoría enfermaba de privación y frío.

El día de su noveno cumpleaños, Oliver se

encontraba encerrado en la carbonera con otros dos

compañeros. Los tres habían sido castigados por

haber cometido el imperdonable pecado de decir que

tenían hambre. El señor Blumble, celador de la

parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho

que sobresaltó a la señora Mann. El hombre tenía por

costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo

que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa

y asear a los niños, ocultando así las malas

condiciones en las que vivían los pobres muchachos.

-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó

horrorizada la señora Mann.

Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:

-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y

lávalos inmediatamente.

-Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-.

Hoy cumple nueve años y ya es mayor para

permanecer aquí.

-Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo

de la habitación.

Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado;

nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que

poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato,

el celador y el niño abandonaban juntos el miserable

lugar

Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que

allí nunca había recibido un gesto cariñoso ni una

palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de

él. "¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he

tenido nunca?", se preguntó. Y, por primera vez en su

vida, sintió el niño la sensación de su soledad.

Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado

ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que

era el director, se dirigió a él.

-¿Cómo te llamas, muchacho?

Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un

fuerte pescozón que le hizo echarse a llorar, había

sido el celador que se encontraba detrás de él.

-Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.

-¡Chist! -ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver,

dijo-: Hasta ahora, la parroquia te ha criado y

mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que

hagas algo útil. Estás aquí para aprender un oficio.

¿Entendido?

-Sí. Sí, señor-contestó Oliver entre sollozos.

En el hospicio, el hambre seguía atormentando a

Oliver y a sus compañeros: sólo les daban un cacillo

de gachas al día, excepto los días de fiesta en que

recibían, además de las gachas, un trocito de pan. Al

cabo de tres meses, los chicos decidieron cometer la

osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suertes,

le tocó a Oliver hacerlo. Aquella noche, después de

cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al

director y dijo:

-Por favor, señor, quiero un poco más.

-¿Qué? -preguntó el señor Limbkins muy enfadado.

-Por favor, señor, quiero un poco más -repitió el

muchacho.

El chico fue encerrado durante una semana en un

cuarto frío y oscuro; allí pasó los días y las noches

llorando amargamente. Sólo se le permitía salir para

ser azotado en el comedor delante de todos sus

compañeros. El caso del "insolente muchacho" fue

llevado a la junta parroquial; ésta decidió poner un

cartel en la puerta del hospicio ofreciend c¡nco libras a

quien aceptara hacerse cargo de Oliver.

El señor Gamfield era un hombre de rasgos groseros

y gestos rudos, deshollinador de profesión. Una

mañana iba paseando por la calle, pensaba cómo

podría pagar sus deudas; al pasar frente al hospicio,

sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.

-¡Sooo! -ordenó el señor Gamfield azotando a su

burro.

El hombre del chaleco blanco estaba en la puerta, y

al momento entendió que Gamfield era el tipo de amo

que le hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al

señor Limbkins. Éste salió inmediatamente y, al ver el

interés que manifestaba el deshollinador por el

muchacho, se frotó las manos y dijo con aire

apesadumbrado:

-Usted quiere al chico para realizar un oficio

peligroso; así que cinco libras nos parece mucho

dinero.

-Entonces, ¿cuánto me darán si me lo quedo?

-preguntó Gamfield.

-Tres libras y diez chelines -contestó el director.

-No seas tonto -dijo el señor del chaleco blanco-,

llévatelo. Es exactamente el muchacho que necesitas.

Unos cuantos palos le vendrán bien y no te preocupes

por su manutención: no está acostumbrado a llenar su

estómago, ¡ja, ja, ja!

El trato quedó inmediatamente cerrado. A

continuación, se ordenó al señor Bumble que llevara

aquella misma tarde a OI¡ver ante el juez para que

aprobara y firmara el contrato. El magistrado se

encontraba en una estancia enorme sentado detrás de

un escitorio. Bumble colocó a Oliver frente a él y dijo:

-Éste es el muchacho, señoría.

El anciano se puso las gafas y sus ojos toparon con el

rostro pálido y aterrorizado de Oliver.

-¡Muchachito! -dijo el anciano-. ¿Por qué estás

asustado?

Oliver, desconcertado por el tono suave y benévolo

del juez, cayó de rodillas y, juntando las manos,

suplicó:

-¡Por favor, señor! Mándeme al cuarto oscuro...

máteme de hambre si quiere...; pero no me obligue a

it con este hombre.

Tras unos instantes de silencio, el juez dijo en tono

solemne:

-Me niego a firmar este contrato. Llévese al

muchacho de nuevo al hospicio, y trátelo bien. Creo

que lo necesita.

A la mañana siguiente, el cartel en el que se ofrecían

cinco libras a quien quisiera llevarse a Oliver, estaba

otra vez colocado en la puerta del hospicio. El primero

en interesarse por el negocio fue el señor Sowerberry,

encargado de la funeraria parroquial. Era un hombre

escuálido que siempre vestía un traje negro y raído.

Después de revisar minuciosamente al muchacho,

decidió quedárselo.

La junta parroquial decidió que Oliver se fuera con él

aquella misma noche. Pero de camino a casa de su

nuevo amo, el chico no pudo reprimir las lágrimas.

-Eres el muchacho más desagradecido que he visto

en mi vida -le dijo el señor Bumble.

-No, no señor No soy desagradecido; pero es que me

siento tan solo -contestó Oliver entre sollozos-. Por

favor, señor, no se enfade conmigo.

Cuando llegaron a la funeraria del señor Sowerberry,

Bumble ordenó a Oliver que se secara las lágrimas.

-Aquí estoy con el muchacho.

-¡Dios mío! -exclamó la señora Sowerberry-. s muy

pequeño.

-Sí, es bastante pequeño, pero no se preocupe,

señora -dijo el señor Bumble-, ya crecerá.

-¡Claro que crecerá! -contestó la mujer

malhumorada-. ¿Y quién lo va a pagar? Mantener a los

niños de la parroquia cuesta más de lo que se obtiene

de ellos. ¡Menudo ahorro!

Y dirigiéndose a Oliver añadió:

-¡Venga, talego de huesos.

La mujer del dueño de la funeraria abrió una

pequeña puerta y empujó a Oliver por una empinada

escalera. Al final de ella, se encontraba la cocina, que

era un sótano de piedra húmeda y oscura. Allí sentada

estaba una muchacha sucia y desastrada.

-Charlotte -ordenó la señora Sowerberry-, dale a este

muchacho algunas de las sobras que hemos apartado

para Trip.

Los ojos de Oliver se iluminaron al ver llegar el

cuenco de comida y se lanzó sobre unos restos que

hasta el perro habná desdeñado, Cuando hubo

acabado de comer, la señora Sowerberry llevó a Oliver

hasta la tienda bajo cuyo mostrador había puesto un

viejo colchón.

-Dormirás aquí. Supongo que no te molestará estar

entre ataúdes. Y si te molesta, te aguantas. No hay

otro sitio.

Solo ya en la funeraria, Oliver sintió un escalofrío, el

hueco donde estaba el colchón también parecía un

sepulcro. Oliver lo miró y, por un momento, deseó que

aquélla fuera de verdad su tumba; así podría dormir

eternamente y descansar en el camposanto, con la

hierba acariciando su cabeza.

CAPÍTULO DOS

EN LA FUNERARIA

Por la mañana, unas violentas patadas en la puerta

de la tienda despertaron a Oliver

-¡Abre de una vez! -gritó una voz detrás de la puerta.

-Ya voy, señor -contestó Oliver vistiéndose a toda

prisa.

-Supongo que eres el mocoso del hospicio -siguió la

voz-. ¿Cuántos años tienes?

-Tengo diez, señor

Oliver abrió la puerta con manos temblorosas, pero

sólo vio a un muchacho de la inclusa que estaba

sentado en un mojón comiendo una rebanada de pan

con mantequilla.

-Perdone -dijo sliver-, ¿es usted el que ha llamado?

-Soy el que ha dado patadas -rectificó el muchacho-.

Veo que no sabes con quién estás hablando. Soy el

señor Noah Claypole, y tú eres mi subordinado.

Diciendo esto, propinó a Oliver una patada, y entró

en la tienda pavoneándose. Y es que, Noah era un

acogido de la inclusa, pero tenía padre y madre

conocidos. Llevaba años aguantando sin replicar los

insultos de los muchachos del barrio, y ahora que la

fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin

nombre, pensaba tomarse la revancha.

Llevaba Oliver casi un mes en la funeraria, cuando al

señor Sowerberry se le ocurrió una idea:

-Querida -le dijo a su mujer-, he pensado que Oliver

sería perfecto para acompañar los entierros de los

niños. Con la edad aproximada del muerto, causará

una gran sensación.

A la mañana siguiente, el señor Bumble entró en la

tienda.

Vengo a encargar un ataúd y un funeral para una

pobre mujer de la parroquia. Aquí tiene la dirección.

-Ahora mismo voy -contestó el de la funeraria-.

Oliver, ponte la gorra y ven conmigo.

Caminaron por calles sucias y miserables. Cuando

llegaron a la casa indicada, subieron hasta el primer

piso y el señor Sowerberry llamó con los nudillos. Una

muchacha de unos trece años abrió la puerta y ambos

entraron. Dentro de la casa, el espectáculo era

estremecedor: agachado frente a una chimenea sin

lumbre, había un hombre flaco y pálido; a su lado, una

vieja sentada en un taburete; más allá, unos niños

harapientos mirando hacia el cadáver que yacía en el

suelo cubierto con una manta. Cuando el señor

Sowerberry hizo intención de acercarse al cuerpo sin

vida para realizar su trabajo, el hombre flaco se

levantó como una centella gritando:

-¡Que nadie se acerque a mi esposa!

No obstante, el encargado de la funeraria sacó de su

bolsillo una cinta métrica y se arrodilló junto al cuerpo

sin vida.

-¡Ah! -gimió el hombre hincándose de rodillas junto a

la difunta-. ¡La han matado de hambre! Fui a mendigar

para ella y me metieron en la cárcel.

Al día siguiente, se celebró el entierro. Cuando el

señor Sowerberry y Oliver, volvían a la funeraria, el

hombre preguntó:

-Bueno, muchacho, ¿te gusta este oficio?

-La verdad es que no mucho, señor-contestó.

-Ya verás, todo es cuestión de acostumbrarse.

Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a ser

aprendiz oficialmente. A Noah le corroía la envidia de

ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se

propuso hacerle la vida imposible. Cierto día en que

ambos se encontraban en la cocina, el jovenzuelo

empezó a tirarle del pelo y, al no conseguir sacarle

una sola lágrima, recurrió al insulto.

-Hospiciano -dijo Noah-, ¿y tu madre?

-Murió -contestó Oliver un poco crispado-. Preferiná

que no hablaras de ella delante. de mí.

-¿De qué murió?

-De pena -respondió Oliver con los ojos cargados de

lágrimas-. No me hables más de ella, será mejor para

ti.

-¿Mejor para m? Seguro que tu madre era una

cualquiera.

Rojo de furia, Oliver agarró a Noah por el cuello, lo

zarandeó violentamente y le asestó un puñetazo con

tanta fuerza que lo derribó al suelo.

-¡Charlotte! ¡Ama! -se puso a gritar Noah-. ¡El nuevo

me está matando! ¡Socorro!

Las dos mujeres acudieron inmediatamente a la

cocina. Entre los tres propinaron a Oliver una buena

paliza: Noah lo inmmovilizó, la criada lo golpeó y el

ama le arañó la cara. Luego lo encerraron en el

sotanillo de la basura.

-Noah -ordenó la señora Sowerberry-, corre a buscar

al señor Bumble y dile que venga de inmediato.

Obedeciendo las órdenes de su ama, Noah echó a

correr y no paró hasta llegar a la puerta del hospicio.

-¡Señor Bumble! ¡De prisa, venga a la tienda! Oliver

Twist se ha vuelto loco. Intentó matarme, y luego

intentó matar a Charlotte y también a la señora

Sowerberry.

-Me ocuparé de ello -dijo el señor Bumble.

Cuando él y Noah llegaron a la funeraria, Oliver

seguía dando patadas a la puerta del sotanillo.

-¡Oliver! -llamó el celador en voz baja.

-¡Sáquenme de aquiil -gritó Oliver.

-Soy el señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi

voz?

-No -respondió Oliver valientemente.

-Debe haberse vuelto loco -intervino la señora

Sowerberry-. Ningún muchacho en su sano juicio se

atrevená a contestarle de ese modo.

-No es locura, señora-dijo el celador-, es comida.

-¿Cómo? -exclamó la señora Sowerberry.

-Comida, señora, comida. Usted le ha dado

demasiado de comer, y ahora tiene fuerza y energía.

-Esto me pasa por ser tan generosa -dijo

hipócritamente.

Cuando llegó el señor Sowerberry, le contaron lo

ocurrido con tantas exageraciones, que el hombre,

indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a

rastras a su rebelde aprendiz agarrándole por el cuello

de la camisa. Oliver tenía las ropas desgarradas, el

pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a

pesar de todo, seguía mostrando indignación en su

rostro, y miró valientemente a Noah.

-Dijo cosas de mi madre -explicó Oliver a su amo.

-¿Y qué, si lo que dijo es cierto? -repuso la señora

Sowerberry.

-No lo es -contestó Oliver rabioso.

-Sí, sí lo es.

El niño pasó todo el día arrinconado, sin más comida

que una rebanada de pan. Al llegar la noche, lo

mandaron subir a su cama; entonces Oliver rompió a

llorar Cuando se calmó, envolvió lo poco que poseía en

un pañuelo y se sentó a esperar el amanecer

Con los primeros rayos de sol, escapó calle arriba.

Pasó por delante del hospicio y vio a uno de sus

antiguos compañeros trabajando en el jardín.

-¡Hola, Dick! -susurró Oliver-. ¿Hay alguien

levantado?

-Sólo yo -contestó el niño.

-No digas que me has visto. Me he escapado porque

me odian y me maltratan. ¡Y tú qué pálido estás,

amigo!

-He oído decir al médico que me voy a morir, Oliver

-dijo el niño con una leve sonrisa-. Estoy muy

contento de verte, pero no te entretengas. ¡Vete ya!

-Quería decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!

-Cuando muera, lo seré. Dame un beso -pidió el niño

trepando sobre la puerta y echando a Oliver los brazos

alrededor del cuello-. ¡Que Dios te bendiga!

CAPÍTULO TRES

FAGIN Y COMPAÑÍA

Oliver decidió ir Londres, aunque la gran ciudad se

encontraba a más de setenta millas. Anduvo una

semana sin comer apenas, al cabo de la cual, llegó al

pequeño pueblo de Barnet, cubierto de polvo y con los

pies ensangrentados. Agotado, se sentó a descansar

en un portal, y allí permaneció inmóvil y silencioso. De

pronto se fijó en muchacho de su misma edad, sucio y

desaseado, que no paraba de mirarle desde el otro

lado de la calle. El desconocido, con las manos

metidas en los bolsillos de su pantalón, cruzó y,

plantándose delante de Oliver, le dijo:

-¿Qué haces aquí,

coleguilla? ¿Tienes problemas?

-Tengo hambre y estoy muy cansado -contestó Oliver

sin poder contener el llanto-. Llevo siete días

andando.

-¡Siete días

o pata! -exclamó el jovencito-. ¡Madre

mía! Tú lo que necesitas es una buena jola. Yo

también ando

pelao pero algo conseguiré.

El muchacho compró jamón y pan en una tienducha y

Oliver hizo una larga y abundante comida.

-Me llamo Jack Dawkins, pero todos me llaman et

P¡llastre. Seguro que vas a Londres, ¿a que sí?

-Eso pretendo -contestó Oliver-, pero no tengo

dinero, ni sé dónde me podré alojar.

-No te comas el coco con eso, sé dónde te darán

alojamiento gratis. Si te parece, haremos el resto del

camino juntos.

-¡Sería estupendo! -exclamó Oliver sorprendido-.

Llevo sin dormir bajo techo desde que salí de la casa

de mi amo.

Jack y Oliver llegaron a Londres avanzada la noche.

Caminaron por calles sucias y miserables hasta una

casa donde el P¡llastre entró con decisión..

-¿Quién es? -gritó una voz desde el interior.

Jack dijo algo parecido a una contraseña. En ese

momento, la cabeza de un hombre asomó por la

barandilla.

-Vengo con un nuevo compinche -anunció.

-¡Sube, anda! Dime, ¿de dónde lo has sacado?

-De la inopia -contestó Jack mientras subían la

escalera.

Los dos entraron en una habitación de paredes

negras y sucias donde un viejo judío de aspecto

repugnante estaba friendo salchichas. Alrededor de la

mesa estaban sentados varios muchachos que

tendrían más o menos la edad del P¡llastre. Todos

fumaban en pipa y bebían cerveza,

-Este es Fagin -dijo Jack Dawkins señalando al

anciano-; y éste, mi amigo Oliver Twist.

-Espero que seamos amigos -dijo el hombre

estrechándole la mano-. Siéntate a cenar con

nosotros.

Oliver no salió de aquella habitación durante varios

días. Observaba lo que sucedía a su alrededor con

gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no

lograba comprender cómo se ganaban la vida aquellos

chicos; por qué salían por la mañana y regresaban por

la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que

entregaban a su protector. Tampoco entendía por qué

Fagin los mandaba a la cama sin cenar cuando volvían

a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el

motivo por el cual vivía en aquel antro sucio y

desolado un hombre tan rico.

Un día, el señor Fagin reunió al P¡llastre, a uno de los

chicos llamado Charley Bates y a Oliver, y les dijo:

-Este jovencito saldrá hoy a trabajar con vosotros. Es

hora de que vaya aprendiendo el oficio.

Iban los tres caminando por la calle cuando, de

pronto, el P¡llastre se paró en seco y dijo en voz baja:

-¿Veis al viejo que está en el puesto de libros? ¡A por

él!

Oliver observó horrorizado cómo sus compañeros se

colocaban detrás del respetable anciano; luego, el

P¡llastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un

pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y

cerrar de ojos. Fue entonces cuando Oliver entendió

que había estado viviendo con una pandilla de

ladrones. El terror y la confusión se apoderaron de él y

no supo hacer otra cosa que echar a correr. La mala

suerte quiso que, en aquel momento, el anciano se

diera cuenta del hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo

tomó por el ratero. Así es que salió en su persecución

gritando: "¡Al ladrón! ¡Al ladrón!" Pronto, decenas de

personas empezaron a perseguirlo y, aunque OI¡ver

corrió y corrió, finalmente lograron alcanzarlo.

-¿Es éste el muchacho? -preguntaron al caballero.

-Sí, me temo que sí -contestó el anciano.

En aquel momento, llegó un agente y agarró a Oliver

por e¡ cuello de la camisa.

-¡No he sido yo! ¡Se lo prometo! -dijo Oliver juntando

las manos en tono suplicante.

-¡Levántate de una vez, demonio! -ordenó el agente.

Oliver se incorporó a duras penas a inmediatamente

se vio arrastrado por el policía.

-Aquí traigo a un joven cazapañuelos -dijo el agente

al entrar a la comisaría.

-Señores -dijo el caballero víctima del robo-, no estoy

seguro de que este muchacho haya sido el ladrón. Yo

prefiriría dejar este asunto...

Sin hacer caso de sus argumentos, el anciano fue

conducido a una sala donde se encontraba el juez

Fang. Tenía aspecto de hombre autoritario y estaba

sentado detrás de una mesa situada sobre un estrado.

Al lado de la puerta, había una jaula de madera y, en

ella, estaba encerrado Oliver.

-¿Quién es usted? -preguntó el señor Fang.

-Mi nombre es Brownlow, señor -contestó el

anciano-. Y antes de prestarjuramento roganá a su

señoná que me permitiera decir algo...

-¡Cállese! -ordenó bruscamente el juez.

-¿Cómo? -preguntó el señor Brownlow rojo de ira.

Pero comprendió que se tenía que dominar para no

perjudicar al pobre Oliver Cuando llegó su turno,

expuso su caso y concluyó diciendo:

-Ruego a su señoría que traten a este muchacho con

indulgencia. Me temo que se encuentra muy mal.

-¿Cómo te llamas, pequeño ratero? -preguntó el juez

Fang.

Oliver se sentía incapaz de responder porque todo le

daba vueltas y más vueltas. Entonces, Fang se dirigió

a un anciano que estaba de pie junto al estrado y

preguntó:

-Oficial, ¿cómo se llama este pilluelo?

Éste, al ver que iba a ser imposible sacarle una

palabra al muchacho, improvisó un nombre:

-Se llama Tom White.

En aquel punto del interrogatorio, Oliver, con un hilo

de voz, suplicó que le dieran un poco de agua.

-¡Cuidado, se va a caer! -gritó el señor Brownlow al

ver a Olivertambalearse. Al instante, Oliver cayó al

suelo.

-Ya se levantará cuando se canse -dijo el juez-.

Queda condenado a tres meses de trabajos forzados.

¡Despejen la sala!

De repente, un anciano, de digna aunque pobre

apariencia, irrumpió en la sala y avanzó hasta el

estrado.

-¡No se lleven al muchacho! -gritó-. Yo soy el dueño

del puesto de libros donde sucedió el robo. Lo vi todo

y juro que él no es el ladrón.

El juez miró con cara de desconfianza a todos los que

se encontraban en la sala y dijo con indiferencia:

-El muchacho queda absuelto.

El señor Brownlow, ayudado por el librero, montó a

OI¡ver en su coche y lo llevó a su casa; allí, por

primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y

bondad.

CAPÍTULO CUATRO

EN LA CASA DEL SEÑOR BROWNLOW

Mientras Oliver era llevado a casa del señor

Brownlow, el Pillastre y Charley Bates regresaban a

casa de Fagin.

-¿Dónde está Oliver? -preguntó el hombre.

Como no recibió respuesta, cogió al P¡llastre por el

cuello de la camisa y, zarandeándolo, gritó:

-¡Habla o te ahorco!

-La

pasmo lo ha trincao -contestó el P¡llastre

asustado.

En aquel momento, entró gruñendo un hombre

corpulento, mal vestido y de sucia apariencia, llamado

Bill Sikes.

-¿Qué mosca te ha picado? -gritó dirigiéndose a

Fagin-. ¿Qué es eso de maltratar a los muchachos,

bellaco avaricioso?

Los chicos le contaron el relato de la captura de

Oliver Entonces, Sikes dijo con aire preocupado:

-Alguien debería averiguar lo que ha pasado en esa

comisaría.

Entre todos decidieron encargarle la misión a Nancy,

una de las muchachas que vivía también bajo la

"protección" de Fagin.

Nancy salió de la casa y, al rato, regresó diciendo:

-Se lo ha llevado un viejales a su

queli de Petonville.

-Hay que encontrarlo como sea -dijo Fagin

preocupado.

Mientras tanto, en otra zona de la ciudad, Oliver se

reponía al cuidado de una viejecita maternal y muy

dulce, la señora Bedwin, que era el ama de llaves del

señor Brownlow. A los tres días, Oliver, aunque seguía

muy débil, pudo levantarse de la cama y pasar un rato

en un sillón junto al fuego. Fue entonces cuando los

ojos del chico se clavaron en un retrato que estaba

colgado en la pared.

-¡Qué cara más bonita y más dulce tiene esa señora!

-exclamó el muchacho!-. ¿Quién es?

-No lo sé, querido -contestó la viejecita-. Nadie que

tú y yo conozcamos.

-¡Es tan hermosa! Parece que me está mirando. Al

mirarla, siento cómo mi corazón palpita más rápido.

-¡Dios mío! No hables así, querido. Deja que le dé la

vuelta al sillón para que no la veas. No te conviene

nada alterarte en tu estado.

En aquel momento, entró el señor Brownlow.

-¡Pobre muchachito! -dijo mirando a Oliver con

ternura-. ¿Cómo te encuentras hoy?

-Muy feliz, señor -contestó Oliver-. Nunca nadie me

había tratado tan bien. Le estoy de veras muy

agradecido, señor

-¡Buen chico, Tom!

-No me llamo Tom, señor, me llamo Oliver, Oliver

Twist.

-¿Por qué dijiste entonces que te llamabas Tom

White?

-Yo nunca dije tal cosa, señor-contestó Oliver

perplejo.

-Bueno, habrá sido algún error... ¡Dios mío! ¡Mire

eso, señora Bedwin! -exclamó muy agitado el señor

Brownlow señalando el retrato y luego, la cara del

muchacho.

Y es que, el parecido entre la señora del retrato y

Oliver era impresionante. Pero Oliver no llegó a saber

la causa de aquella súbita exclamación porque,

segundos antes, se había desmayado.

A la mañana siguiente, el muchacho se despertó,

restablecido de su desvanecimiento. Después de

desayunar, se sentó de nuevo en el sillón y vio,

decepcionado, que se habían llevado el cuadro.

-¿Dónde está el retrato? -preguntó a la señora

Bedwin.

-El señor Brownlow se lo llevó para que no te

alteraras, Pero te prometo que en cuanto te pongas

bien lo volveremos a colgar

Los días de su recuperación fueron para Oliver los

más felices de su vida. Se encontraba rodeado de

atenciones, dulzura y buenas palabras. Aquella casa le

parecía el paraíso. Una tarde, el señor Brownlow lo

llamó a su despacho.

-Acércate a la mesa y siéntate -pidió el caballero-.

Quiero que prestes mucha atención a lo que te voy a

decir

-¡Por favor, señor Brownlow! -exclamó horrorizado

Oliver-. No me diga que me va a echar de su casa. Le

suplico que no me envíe de nuevo a vagabundear por

las calles. Déjeme ser su criado.

-¡Querido chiquillo! -dijo el señor Brownlow

enternecido por el pánico que advertía en el

muchacho-. No te vamos a abandonar; sólo quiero que

me cuentes la verdadera historia de tu vida; te

aseguro que no te faltará mi amistad.

Cuando el chico estaba a punto de empezar su relato,

llegó el señor Grimwig, un viejo amigo del señor

Brownlow. Era un anciano de gestos duros pero de

corazón muy noble.

-¿Quién es este jovencito? -preguntó mirando a

Oliver

-Es Oliver Twist, el muchacho del que estuvimos

hablando -contestó el señor Brownlow-. Es muy

guapo, ¿no te parece?

-¿Qué sabes tú de él? ¿De dónde ha salido? ¿Quién

es?

El señor Grimwig estaba dispuesto a admitir que la

apariencia y las maneras de Oliver eran enormemente

atractivas, pero a él le gustaba llevar la contraria, y

había decidido desde un principio no dar la razón a su

amigo.

La fortuna quiso que la señora Bedwin apareciera en

aquel momento. Traía un paquetito de libros

encargados por el señor Brownlow al librero que había

salvado a Oliver de tres meses de trabajos forzados.

-¡Llame al chico que ha traído los libros! -ordenó el

señor Brownlow-. Hay que pagarle éstos y devolverle

los que nos dejó la semana pasada.

-¡Oh! Ya se ha marchado --contestó la señora

Bedwin.

-Si usted quiere -intervino Oliver-, se los puedo llevar

yo mismo. Iré corriendo, señor Me gustaría mucho ser

útil.

-Está bien, amiguito. Tienes que devolverle estos

libros -contestó el señor Brownlow tendiéndole un

paquete- y pagarle las cuatro libras y diez chelines

que le debo. Aquí tienes cinco libras.

-Confíe en mí. No tardaré ni diez minutos, se lo

prometo.

Mientras tanto, en un tugurio llamado Los Tres

Patacones, que estaba en la zona más sucia de la

ciudad, Fagin entregaba a Bill Sikes un puñado de

monedas envuettas en un viejo pañuelo.

-Esto es más de lo que te debo -le dijo-, pero sé que

me devolverás el favor en otra ocasión...

-Corto el rollo -replicó el ladrón- y llama al camarero.

Fagin obedeció la orden de Sikes, a inmediatamente

apareció el tabernero, un judío llamado Barney, más

joven que Fagin pero con un aspecto igual de

repugnante y ruin. Sikes se limitó a señalar su jarra

vacía, y el joven la llenó de inmediato. Al poco rato,

Nancy llegó a la taberna, se sentó con los dos

hombres y los tres bebieron unos tragos. Después,

Nancy salió a la calle acompañada de Sikes.

Muy cerca de allí, Oliver caminaba sin imaginar que

se encontraba a dos pasos de toda aquella gente. De

pronto, a pocos metros, escuchó unos gritos que lo

sobresaltaron:

-¡Ay, hermanito mío! ¡Por fin te encuentro!

Inmediatamente dos brazos lo agarraron por el

cuello.

-¿Qué ocurre? -preguntó Oliver-. ¿Por qué me

detienen?

-¡Bendito sea Dios! -siguió diciendo la joven entre

lágrimas-. ¿Dónde te habías metido, granuja?

-No sé quién es usted. Yo no tengo hermanas, ni

padre, ni madre -gritaba Oliver debatiéndose

torpemente.

Entonces, reconoció a Nancy, y vio cómo Sikes

intervenía en su secuestro.

-¡Socorro! ¡Ayúdenme! -gritaba Oliver haciendo

grandes esfuerzos por soltarse de las poderosas

garras de aquel hombre.

-¡Yo sí que te voy a ayudar! -dijo Sikes-. ¿Qué son

estos libros? ¡Dámelos! -ordenó, arrancándoselos y

pegándole un fuerte golpe en la cabeza.

Débil por la reciente enfermedad y atontado por los

golpes, Oliver comprendió que era inútil resistirse, y

un momento después se vio arrastrado por un

laberinto de callejuelas estrechas y oscuras.

CAPÍTULO CINCO

DE NUEVO ENTRE LADRONES

edia hora después, Oliver y los dos delincuentes

entra- - ron en una casa en ruinas. El P¡llastre los

recibió con una vela de sebo en la mano y los condujo

hasta un cuarto bajo que olía a tierra, donde se

encontraban Charley Bates y Fagin.

-¡Buenas noches, amiguito -dijo éste a Oliver,

haciendo una serie de reverencias a modo de burla.

-¡Caramba! -exclamó el P¡llastre sacando del bolsillo

de OI¡ver el billete de cinco libras-. ¡Si hasta trae

pasta a casa!

-Eso es mío -dijo Fagin cogiendo el dinero.

-¡Que te lo has creído! -contestó Bill Sikes

arrancándole el billete de las manos.

-Ese dinero es del anciano que me cuidó -se atrevió a

decir Oliver retorciéndose las manos con

nerviosismo-. Déjenme aquí encerrado toda la vida si

quieren, pero, por favor, devuélvanle el dinero y los

libros. No me gustaría que pensara que yo se los he

robado.

-Eso es exactamente lo que va a pensar todo el

mundo -dijo el anciano judío.

Al oír aquellas palabras, Oliver se puso de pie de un

salto, miró como enloquecido a derecha a izquierda, y

salió disparado de la habitación lanzando gritos de

socorro. Al instante, el perro de Sikes, llamado

Certero, echó a correr detrás de Oliver

-¡Sujeta a ese perro, B¡ll! -gritó Nancy, cerrando el

paso a Sikes y al chucho-. ¡Va a despedazar al

muchacho!

-Le estaría bien empleado -contestó él-. ¡Quítate de

en medio, maldita, si no quieres que te rompa el

cráneo!

-Pues tendrás que matarme si quieres que tu perro

acabe con el muchacho.

El ladrón mandó de un empujón a Nancy al otro lado

de la habitación, justo cuando el judío y los dos

muchachos volvían arrastrando a Oliver

-De modo que quenías escaparte, ¿eh? -dijo el judío

agarrando un garrote de la chimenea-. Si no me

equivoco, hasta llamabas a la policía, ¿no es cierto?

Y en ese momento, le asestó un garrotazo en la

espalda que hizo desplomarse a Oliver Nancy arrancó

al judío el garrote de la mano cuando estaba a punto

de lanzar el segundo golpe.

-Ya tenéis al chico. ¿Qué más queréis? -gritó la

joven-. ¡Ojalá que me hubiera caído muerta esta

noche antes de traerlo de nuevo aquil A partir de

ahora, el pobre está condenado a ser un ladrón y un

mentiroso. ¿No te basta, Fagin? Yo he robado para ti

cuando no era la mitad de pequeña que Oliver y llevo

doce años a tus órdenes. Tú me arrojaste a las calles

frías y miserables, y tú me vas a mantener en ellas día

y noche hasta que me muera. Esto mismo es lo que le

espera al chico. ¿No tienes bastante?

La muchacha, en un arrebato de cólera, se lanzó

contra el judío. Sikes la agarró las muñecas y ella,

agotada por la tensión, se desmayó.

-Es lo malo de tener que tratar con mujeres -dijo

Fagin-. En fin, Charley, enséñale a Oliver su cama.

Charley Bates condujo a Oliver a una cocina contigua,

le quitó la ropa nueva y se la cambió por unos viejos

harapos. Al rato, Oliver se quedó dormido,

terriblemente triste, no tanto por verse otra vez

atrapado entre indeseables, como por la idea que el

señor Brownlow se estaría forjando de él.

Oliver no podía imaginar siquiera lo que estaba

sucediendo en casa de su protector. El señor Bumble

había tenido que venir a la capital para arreglar unos

asuntos de la parroquia y el destino había querido

que, al abrir un periódico, sus ojos toparan con el

siguiente anuncio:

"CINCO GUINEAS DE RECOMPENSA."

"Se ofrecen cinco guineas a quien ofrezca noticias

acerca de Oliver Twist, en paradero desconocido

desde

el pasado jueves, así como a quienquiera que facilite

datos sobre su pasado, por el que el anunciante

siente

gran interés."

El señor Bumble, movido por posibilidad de ganarse

las cinco guineas, se presentó en casa del señor

Brownlow.

-¿Qué sabe usted de él? -le preguntó sin más

introducción el anciano caballero.

-No sé qué interés tiene usted en ese muchacho,

pero sí le quiero advertir que tenga cuidado con él.

Ese chico nació en el hospicio de la parroquia del que

yo soy celador; es hijo de unos padres ruines y

despreciables, como se puede usted figurar Durante

los años que pasó con nosotros, no tuvo ni un gesto

de agradecimiento, y sólo demostró maldad y

falsedad. Más tarde se le dio la oportunidad de

aprender un oficio en una casa de pompas fúnebres,

pero no se le ocurrió nada mejor que atacar

violentamente a toda la familia que amablemente le

había acogido. Tras lo cual, desapareció sin más ni

más, y no hemos vuelto a tener noticias suyas.

-Me temo que lo que dice es verdad -dijo

apesadumbrado el señor Brownlow.

Cuando el señor Bumble se hubo marchado con su

recompensa en el bolsillo, el señor Brownlow llamó a

la señora Bedwin y le contó todo lo que le había dicho

el celador

-No puede ser -dijo la viejecita-, nunca lo creeré. Yo

sé mucho de niños, y le puedo asegurar que Oliver

Twist es un muchacho agradecido y cariñoso.

-No vuelva a pronunciar nunca más su nombre

delante de mí, ¿me oye? No quiero volver a saber de

él.

Hubo muchos corazones tristes aquella noche, y

entre ellos el de Oliver que, en la otra punta de la

ciudad, dormía en su miserable cuartucho. Allí

permaneció encerrado durante una semana, al cabo

de la cual Fagin le permitió salir y hablar con los

demás muchachos.

A ti te han criado mal, colega -le dijo un día el

Pillastre-. Deja que lo eduque Fagin. Lo quieras o no,

terminarás siendo ladrón.

-¡Muy cierto! -lijo el judío, que entraba en aquel

preciso momento. Iba acompañado de Nancy y de un

muchacho de unos dieciocho años llamado Tom

Chitling, recién salido de la cárcel y al que Oliver no

había visto nunca.

Los siguientes días, los ocuparon todos los miembros

de la banda en aleccionar a Oliver, dándole

instrucciones sobre su futuro trabajo a intentando que

se familiarizara con su nueva condición. Una noche

estaban reunidos Nancy, Fagin y Bill Sikes en casa de

éste, discutiendo de negocios.

-¿Qué pasa con esa queli de Chertsey? -dijo el

anciano judio-. ¿Cuándo será el robo? Una vajilla como

la que hay en esa casa no se encuentra todos los días.

-Toby Crackit lleva quince días intentando camelar al

mayordomo y a la criada -respondió Sikes-, pero no

hay nada que hacer, no se quieren pringar O sea, que

desde dentro es imposible. Pero podríamos hacerlo

desde fuera...

-¡Trato hecho! -concluyó él judío.

-Pero necesitamos un muchacho que sea pequeño.

-¿Qué te parece Oliver Twist? -propuso Fagin.

-¿Ése? -preguntó Sikes sorprendido.

-Acéptalo, Bill -intervino Nancy-. Para abrir una

puerta no necesitas a un experto, y ese muchacho es

de fiar.

-Está bien. Pero como haga algo

chungo durante el

robo, no volverás a verlo vivo. ¿Entendido?

-No te preocupes, Bill: en cuanto consigamos

convencerlo de que es un ladrón, será nuestro.

¡Nuestro para siempre!

En aquella reunión, decidieron que el robo se haría

dos días más tarde.

CAPÍTULO SEIS

EL ROBO

Cuando Oliver se despertó a la mañana siguiente,

vio, sorprendido, que sus viejos zapatos habían

desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros

nuevos y lustrosos. No tardó mucho en entender tal

cambio.

-Esta noche irás a casa de Sikes -le dijo Fagin.

No le dio ninguna explicación más y Olivertampoco

se atrevió a hacer preguntas. Pero antes de marcharse

dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le

dijo:

-Ahí tienes un libro para que lo leas mientras vienen

a buscarte.

Oliver cogió el libro; en él se contaban las vidas de

grandes malhechores; eran relatos de espantosos

crímenes que helaban la sangre, de asesinatos

secretos y cadáveres escondidos. En un ataque de

pavor, arrojó el libro lejos de él, se hincó de rodillas y

empezó a rezar

-¡Oh, Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de

crímenes tan espantosos!

Estaba todavía en aquella postura, con la cabeza

hundida entre las manos, cuando se sobresaltó al oír

un leve ruido.

-Tranquilo, Oli, soy yo, Nancy -dijo la muchacha con

un susurro.

-¿Qué te pasa, Nancy? Estás muy pálida.

-¡Esta habitación es tan húmeda! -disimuló la

muchacha, abrigándose con su manto-. Vamos. Te

tengo que llevar a casa de B¡ll.

Sin decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y,

tras un breve pero profundo silencio, Nancy respiró

hondo y dijo:

-Mina, Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha

sido en vano. Ahora no es el momento de escapar Te

libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer

pero esta vez debes portarte bien. Si no, sólo

conseguirás perjudicarte a ti mismo, y también a mí.

Luego, enseñándole unos cardenales que tenía en el

cuello y en los brazos, añadió en voz muy baja:

-¡Mira, Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si

pudiera ayudarte, lo haría, pero no tengo los medios.

Nancy apretó con fuerza la mano de Oliver y salieron

juntos. Se subieron a un coche de alquiler y pronto

llegaron a casa de Sikes.

-¡Buenas noches! -saludó Sikes, que había salido a

recibirles con una vela en la mano.

Una vez dentro de la casa, el hombre se acercó a

Oliver y, apoyándose en el hombro del muchacho

como si estuviera muy cansado, tomó una silla y se

sentó. A continuación, atrajo al muchacho hacia sí y,

mostrándole una pistola, le preguntó:

-iSabes qué es esto?

-Sí, señor-contestó Oliver.

-Bien -dijo el ladrón, apoyando el cañón de la pistola

en la sien del muchacho-. Pues si dices una sola

palabra, una bala entrará en tu cabeza sin previo

aviso. ¿Entendido?

-Sí, señor-contestó Olivertemblando como una hoja.

A las cinco y media de la mañana, Sikes despertó a

Oliver

-¡Arriba! -le gritó el ladrón-. Es tarde y no hay tiempo

que perder O espabilas o te quedas sin desayunar

¡Elige!

Oliver se arregló y desayunó en un momento. Luego,

se agarró de la mano del ladrón y juntos salieron a la

calle.

Las calles estaban desiertas y las ventanas de las

casas permanecían cerradas. Pero conforme se

acercaban al centro de la ciudad, el bullicio se iba

haciendo cada vez mayor. Era día de mercado:

campesinos, carniceros, verduleros, charlatanes,

mirones, ladrones y maleantes se mezclaban en aquel

lugar Sikes fue abriéndose paso a codazos entre la

gente, hasta que dejaron atrás aquel tumulto. Poco

después, habían salido de la ciudad.

Caminaron durante casi todo el día. A veces, un

carretero amable les subía en su carro y les ahorraba

un buen trecho. Cayó la noche y, cuando dieron las

siete, Oliver divisó las luces de un pueblo cercano;

pero no llegaron a entrar en él y se detuvieron frente

a una casa en ruinas que estaba aparentemente

deshabitada. Oliver y Sikes avanzaron sigilosamente

haste el portal; el hombre levantó el picaporte y la

puerta cedió.

En el interior, los recibió Barney, el camarero judío

de Los Tres Patacones, que los condujo a una

habitación baja, oscura y destartalada. Sobre un sofá

estaba tumbado un hombre alto y pelirrojo llamado

Crackit que llevaba un montón de vulgares sortijas en

sus mugrientos dedos.

-¿Quién es éste? -preguntó sorprendido al ver a

Oliver.

-Es uno de los muchachos de Fagin.

-¡Pues menuda facha tiene!- exclamó Crackit.

Descansaron un poco y, a la una y media de la

madrugada, los hombres empezaron a prepararse: se

cubrieron con grandes bufandas oscuras y enormes

abrigos.

-¿Lo lleváis todo? -preguntó Sikes-. ¿Las pipas, los

verdugos, las llaves, los taladros, los garrotes?

-Está todo -contestó Barney.

Salieron de la casa y, en poco tiempo, atravesaron el

pueblo que habían visto antes. A esas horas y con la

niebla espesa que lo invadía todo, la aldea estaba

completamente desierta. Tan sólo algún ladrido

rompía de cuando en cuando el silencio de la noche.

Subieron por un camino y se detuvieron frente a una

casa aislada rodeada por una gran tapia. Toby Crackit

trepó a ella en un abrir y cerrar de ojos.

-Ahora, que suba el muchacho -dijo desde lo alto.

Sikes aupó a Oliver, y pronto se encontraron los tres

al otro lado del muro. Se deslizaron cautelosamente

hacia la entrada de la casa y fue entonces cuando

Oliver comprendió, con angustia y pavor, que iba a

participar en un robo y, quizá, en un crimen. Un sudor

frío empezó a caer por sus sienes y un grito se escapó

de su boca. Cayó al suelo de rodìllas a imploró:

-¡Por el amor de Dios, tengan piedad de mil Déjenme

marchar. ¡Les juro que no diré nada!

-¡Arriba! -gritó S¡Ikes sacando la pistola de su

bolsillo y apuntando al muchacho-. Levántate si no

quieres que tus sesos queden ahora mismo

desparramados por el suelo.

En aquel momento, Toby Crackit le arrancó a su

compañero la pistola de las manos y, tapándole a

Oliver la boca, lo arrastró hasta la entrada de la casa.

-¡Venga, B¡ll! -dijo-. Fuerza el postigo.

Sikes obedeció y pronto se abrió un ventanuco con

celosía que se encontraba a unos cinco pies del suelo.

El hueco era muy pequeño, pero Oliver podía entrar de

sobra por allí.

-Ahora escucha, granuja -le ordenó Sikes

enfocándole la cara con una linterna- vas a entrar por

este hueco y nos vas a abrir la puerta de entrada de la

casa.

En el poco tiempo que tuvo para reaccionar, Oliver

había decidido que, aunque le costara la vida, daná la

voz de alarma. Pero cuando ya se había metido por el

hueco y estaba dispuesto a llevar a cabo su plan, oyó

a Sikes gritar:

-¡Vuelve! ¡Vuelve!

Sorprendido y asustado por los gritos, Oliver dejó

caer la linterna al suelo y se quedó paralizado. Una luz

se dirigía hacia él; vio las siluetas de dos hombres

medio desnudos en lo alto de la escalera; sonó un

disparo; se produjo una nube de humo y el muchacho

retrocedió tambaleándose. Sikes lo agarró por el

cuello, disparó y tiró para arriba de él.

-¡Rápido, dame una bufanda! -gritó Sikes : ¡Le han

dado, le han dado! ¡Dios mío, cómo sangra!

Oliver oyó luego el repiqueteo de una campanilla,

disparos y gritos. Sintió que se lo llevaban a paso

rá.pido. Poco a poco, los ruidos fueron haciéndose

cada vez más lejanos, y una sensación de frío mortal

se apoderó de él. Luego, ya no vio ni oyó nada.

CAPÍTULO SIETE

UN EXTRAÑO PERSONAJE

Al día siguiente, en casa de Fagin, estaban el

P¡llastre y sus colegas rateros, absortos en una larga

y controvertida partida de naipes. El judío permanecía

inmóvil, sentado frente al fuego, cabizbajo y

visiblemente preocupado. Había leído en los

periódicos que el robo había fallado, pero no tenía

noticias de Sikes, ni de Toby, ni, sobre todo, de su

estimado pupilo.

-¡Han llamado a la puerta! -gritó de pronto el

P¡llastre.

Cogió la luz y fue a ver quién era.

-Es Toby Crackit -susurró al oído de su amo.

-¿Qué? -gritó el judío-. ¿Está solo?

-Si -contestó el P¡llastre.

-D¡le que entre -ordenó Fagin-. Los demás, ya os

podéis largar de aquí discretamente.

La orden fue obedecida por todos, de modo que

cuando el P¡llastre volvió con Crackit, Fagin se

encontraba solo en la habitación.

-¿Qué tall -saludó Toby Crackit con aire desenvuelto.

Fagin no decía nada. Miraba ansioso al ladrón, a la

espera de alguna noticia.

-No me mires así, hombre -lijo Toby-. ¿Crees que

puedo hablarte del curro con el estómago vacío?

Toby se puso entonces a comer y a beber,

aparentemente sin prisa por iniciar la conversación;

sólo cuando se sintió satisfecho, preguntó:

-¿Cómo está Bill?

-¿Qué? -gritó Fagin sin dar crédito a lo que estaba

oyendo-. ¿Qué cómo está Bill?

-No me digas que no sabes nada de... -respondió el

otro con aire misterioso.

-No sé nada de nada -gritó Fagin pateando furioso el

suelo-. Así es que ya puedes empezar a contármelo

todo.

-Nos falló el golpe -dijo Toby con voz tenue y

cabizbajo.

-Eso ya lo he leído en los periódicos. Quiero saber

más.

-Dispararon y un tiro alcanzó al chico -siguió Toby-.

Todo el vecindario salió armado detrás de nosotros,

con perros y todo. Escapamos campo a través como

pudimos.

-¿Y Oliver?

-Bill lo llevaba a cuestas. Nos pisaban los talones y el

chico estaba frío como un témpano. Así es que nos

separamos y dejamos al muchacho en una zanja. No

sé si estaba vivo o muerto.

El judío no quiso escuchar más y, lanzando un grito

que hizo temblar las paredes, salió de su casa como

una exhalación. Anduvo largo rato por estrechas a

inmundas callejuelas hasta llegar a Los Tres

Patacones.

-¿Está él aquí? -susurró of oído del dueño del local.

-¿A quién se refiere? ¿A Monks? -preguntó el

tabernero.

-Sí -contestó Fagin-, pero hable más bajo.

-Todavía no -contestó el hombre-, pero ya tenía que

haber llegado. Si se espera diez minutos..

-No, no -contestó Fagin aliviado-. Dígale que venga a

mi casa mañana. He de hablar con él.

El judío salió de aquel antro y, sin más, cogió un

coche de alquiler y se dirigió a casa de Bill Sikes y

Nancy. Fagin súbió las escaleras de la casa y, sin

demasiados miramientos, irrumpió en la habitación de

la joven, que se encontraba visiblemente borracha con

la cabeza apoyada sobre la mesa. El ruido que hizo

Fagin al entrar la sobresaltó por un instante,

circunstancia que aprovechó el judío para explicarle lo

sucedido con el pequeño Oliver y Sikes. Cuando hubo

terminado, Nancy retomó su postura inicial, sin decir

una sola palabra.

-¿Dónde crees que podná estar Bill? -preguntó Fagin.

-¡Y qué sé yo! -dijo ella llorando.

-¡Pobre chiquillo! -suspiró Fagin mirando a Nancy, al

acecho de cualquier cambio en su rostro que la

pudiera delatar

Fagin había comprendido que la muchacha sentía

simpatía y compasión por el pequeño Oliver; por eso

pensó que quizá sabría algo de él. Pero ella tan sólo

exclamó:

-¿Pobre chiquillo? Está mucho mejor ahora que

cuando estaba entre nosotros. ¡Ojalá se haya muerto!

-¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca?

-En el fondo me alegro de lo que le ha ocurrido. Lo

peor ya ha pasado para él. Además, no podía

soportarlo cerca de mí.

Me hacía sentir asco de mí misma y de todos

nosotros; de todo lo que somos...

-¡Bah! -dijo el judío-. ¡Estás borracha! Ahora, déjate

de tonterías y escucha bien: si tu Bill vuelve y ha

dejado atrás al muchacho, si él ha salido vivo de esto

y no me devuelve a Oliver, mátalo tú misma si quieres

evitarle la horca.

-¿A qué viene esto? -gritó ella.

-Mira, pellejo -continuó Fagin furioso-, Oliver es mi

mejor negocio, y no lo voy a perder por culpa de los

caprichos de una pandilla de borrachos. Además, ese

hijo de Satán al que estoy atado tiene suficiente poder

para... para...

En aquel instante, el judío comprendió que había

hablado demasiado a hizo un esfuerzo por contener su

ira. Sin decir ni una palabra más, se dejó caer,

exhausto, en una silla, temblando ante el temor de

haber revelado parte de su secreto. No tardó en

comprobar que Nancy se encontraba tan borracha que

seguramente no se había enterado de nada. Entonces

salió de aquella casa, dejando a la muchacha tal y

como la había encontrado en el momento de su

llegada.

Al llegar a la esquina de su calle, se detuvo unos

instantes para buscar la llave de la puerta. De pronto,

una sombra salió de la profunda oscuridad de un

porche cercano y se acercó sigilosamente hasta él.

-¡Fagin! -le susurró una voz cerca de la oreja.

-¡Ah! -gritó el judío, sobresaltado-. ¿Eres Monks?

-Sí -le contestó la sombra-. Llevo dos horas

esperándote. ¿Dónde te habías metido?

-Entremos en mi casa. Hablaremos más tranquilos.

Cuando aquel extraño personaje se quitó el embozo

que le cubría parte de la cara, dejó ver un rostro lleno

de maldad; una mirada profunda y negra de crueldad

que revelaba un egoísmo sin límites.

-El chico -dijo él- tenía que haberse quedado aquí,

con los demás. ¿Por qué no haber hecho de él un

simple ratero? Dentro de unos meses lo habrían

cogido y lo habrían expulsado de! país para toda la

vida. Para eso lo contraté.

-Escucha, Monks -dijo Fagin-, a ese muchacho era

imposible convertirlo en un ladrón. En todo el tiempo

que ha estado aquí, no he conseguido ennegrecer su

alma ni un poquito siquiera.

-¡Maldito antro! -gritó Monks-, ¿qué es eso?

-¿Qué es qué?

-¡Allí! -gritó el hombre, señalando la pared opuesta-.

¡Una sombra! ¡He visto la sombra de una mujer!

Los dos hombres salieron de la habitación a toda

prisa y recorrieron la casa de arriba abajo. Pero no

vieron ni oyeron nada; reinaba un profundo silencio.

-Es sólo tu imaginación -lijo Fagin despectivamente.

-Te juro que la vi -insistió Monks.

-Pues ya ves que no hay nadie en la casa, excepto los

muchachos, y ellos están bien seguros. Mira -dijo

sacando una llave de su bolsillo-, los encerré para que

no hubiera intromisiones inesperadas en nuestra

entrevista.

Aquel testimonio consiguió hacer vacilar a Monks.

Pero, a pesar de todo, se negó a seguir hablando

aquella noche y se marchó.

CAPÍTULO OCHO

EN CASA DE LA SEÑORA MAYLIE

Toby Crackit no mentía: él y Bill Sikes habían

abandonado a Oliver, herido, en una zanja. Al

amanecer, el niño seguía allí, inconsciente. Se

despertó sobresaltado al oír un quejido que salió de

sus propios labios y reunió las pocas fuerzas que le

quedaban para incorporarse. Temblando de frío y de

dolor, se puso en pie y comenzó a caminar

lentamente, con la cabeza caída sobre el pecho.

Llegó a un camino. Al fondo había una casa y hacia

ella dirigió sus pasos. Sólo cuando la tuvo delante, se

dio cuenta de dónde se encontraba. "¡Dios mío!",

pensó, "¡Es la casa de anoche!" El miedo se apoderó

de él y decidió huir Pero no sabía a dónde dirigirse y

se encontraba muy débil. Entonces, atravesó el jardín

de la casa sin a penas tenerse en pie, subió los

escalones y, en un último esfuerzo, llamó a la puerta.

En aquel momento, se derrumbó contra una de las

columnas del porche.

Dentro de la casa reinaba una gran tensión. La noche

había sido larga y agitada. El mayordomo, el señor

G¡les, se sentía ya un gran héroe, y así lo hacía saber

a todo el personal de aquella mansión. ¿Quién, sino él,

había tenido el coraje de enfrentarse a los ladrones?

Así estaban los ánimos cuando oyeron llamar a la

puerta Nadie se atrevió a moverse. Se miraban los

unos a los otros preguntándose quién iná a abrir

Finalmente, Brittles, el mozo de la casa, se dirigió a la

puerta. Todos, mayordomo, cocinera y doncella, lo

acompañaron. Cuál sená su sorpresa cuando, al abrir

la puerta, tan sólo vieron a un pobre niño enfermo que

pedía ayuda.

-¡Tengan piedad de mil -suplicó con voz

entrecortada.

Sin mucha delicadeza, G¡les agarró a Oliver por una

pierna y un brazo, lo arrastró hasta el salón y allí lo

dejó tendido en el suelo. Después, se puso a gritar:

-¡Señora! ¡Señorita! ¡Hemos cogido a uno de los

ladrones! ¡Yo le disparé! ¡Yo le disparé!

En medio de aquel bullicio, se oyó una voz femenina

tan suave, que al instante hizo reinar la paz.

-¡G¡les!

-Aquí estoy, señorita Rose. No se preocupe, no estoy

herido, el ladrón no opuso gran resistencia.

Aquella dama de voz delicada tenía un rostro

angelical. Contaba tan sólo dieciséis años pero, a

pesar de su juventud, la inteligencia brillaba en sus

ojos azules. Todo en ella era dulzura y buen humor.

-¡Pobrecillo! -exclamó-. ¿Está herido?

-Herido de gravedad -contestó el mayordomo.

-Llévenlo con mucho cuidado a la habitación de

arriba, y que Brittles vaya a buscar a un médico.

Más tarde, en el comedor, G¡les servía el desayuno a

la señorita y a su tía, la señora Maylie. Era ésta una

persona ya mayor; sin embargo, mantenía su erguida

figura, y los años no habían apagado el brillo de sus

ojos. De repente, se oyó frente a la entrada de la casa

un cabriolé que se detenía. De él, se bajó el señor

Losberne, cirujano de la vecindad y amigo de la

señora Maylie. Era un solterón gordo y famoso por su

buen humor. El doctor irrumpió en el comedor

exclamando:

-¡Dios mío! Querida señora Maylie, ¿cómo ha podido

suceder? En fin, ¿se encuentran ustedes bien?

-Bien, muchas gracias, señor Losberne -contestó

Rose-. Pero hay un herido arriba que requiere sus

cuidados.

-¡Oh, claro! -contestó el doctor-. Obra suya, G¡les,

según me han contado. Vamos, indíqueme el camino.

El doctor pasó largo rato en la habitación con Oliver

y, cuando volvió a bajar, se presentó ante las damas

con aire circunspecto.

-¿Qué ocurre? -preguntó Rose ansiosa.

El doctor adoptó una actitud de misterio y, antes de

contestar, cerró cuidadosamente la puerta.

-¿Han visto ustedes al ladrón? -preguntó.

-No -contestó la señora Maylie-. Aún no.

En efecto, el mayordomo no se había atrevido a

confesar que su víctima era tan sólo un muchacho

indefenso.

-Creo que deben ustedes verlo. Les aseguro que su

aspecto les va a sorprender -dijo el doctor, subiendo

las escaleras hacia el dormitorio donde se encontraba

Oliver.

Cuando entraron en la habitación, vieron,

asombradas, que en la cama yacía un muchachito

agotado por el dolor, en vez de un peligrosísimo

delincuente como ellas esperaban.

-¿Qué es esto? -preguntó la señora Maylie-. Este

chiquillo no puede ser el ladrón.

-Los seres más jóvenes y más bellos -repuso el

doctor- son a veces las víctimas preferidas del crimen

y del vicio.

-Suponiendo que tenga usted razón -dijo la señorita

Rose-, es también posible que este muchachito no

haya conocido nunca el amor de una madre ni el calor

de un hogar y que el hambre le haya forzado a

asociarse con lo peor de la sociedad. Y tú, querida tía,

considera todo esto antes de permitir que se lleven a

este pobre niño a la cárcel. Gracias a ti, jamás he

echado de menos el amor de unos padres, pero podná

haberme ocurrido, y hoy estaría tan desamparada

como este niño. ¡Oh, tía! ¡Ten piedad de él!

-Cariño -contestó la anciana abrazando a Rose-, yo

ya soy mayor y mis días tocan a su fin. Espero que, a

la hora de mi muerte, Dios se apiade de mí como yo

me he apiadado del prójimo. ¿Qué puedo hacer para

salvar a este niño, doctor?

-Si permite usted asustar un poco a G¡les y a Brittles,

creo que podré arreglarlo -contestó el señor

Losberne-. Pero con una condición: cuando el

muchacho despierte, yo mismo lo interrogaré. Y si de

lo que él diga, deducimos que es un malvádo

irreductible, lo entregaremos a la justicia.

Era ya de noche cuando Oliver por fin despertó. Se

encontraba débil, pero estaba tan ansioso por revelar

su secreto, que el médico le dio la oportunidad de

satisfacer su deseo. Así fue cómo Oliver pudo contar

su triste historia.

Entonces, llamaron a la puerta.

-¿Quién será a estas horas? -preguntó el doctor.

-Son agentes del cuerpo especial de policía-dijo

Brittles.

-¿Qué? -gritó el doctor aterrado.

-Sí -contestó Brittles-, yo mismo los llamé para que

vinieran.

Gracias al señor Losberne y al testimonio de G¡les

quien, aleccionado por el doctor, negó que Oliver

fuera el muchacho contra el que había disparado, los

policías hicieron su trabajo de investigación rutinaria,

pero se marcharon al cabo de unas horas sin

sospechar del muchacho.

Durante los días que siguieron, Oliver fue

recuperándose gracias a los cuidados de la señora

Maylie, de Rose y del doctor Losberne. Estaba aún

muy débil, pero no dejaba de manifestar su

agradecimiento a las dos damas, con las que se sentía

profundamente unido. Un día, Rose le dijo:

-Oliver, vamos a it a pasar una temporada al campo y

mi tía quiere que vengas con nosotros. El aire puro te

pondrá bien.

-¡Oh, muchas gracias, señorita Rose! Allí podré

trabajar para ustedes. ¡Tengo tantas ganas de

corresponder a su bondad!

En el campo, todo fue calma y paz para Oliver Acudía

todas las mañanas a casa de un entrañable anciano

que le ayudaba a progresar en la lectura y la escritura.

El resto del día lo pasaba al aire libre, disfrutando de

la naturaleza. Para él, que había vivido siempre en

casas inmundas, aquellos tres meses pasados en e!

campo, rodeado de cariño y comprensión, supusieron

el descubrimiento de la auténtica dicha. Había entrado

en el paraíso.

CAPÍTULO NUEVE

LA ENFERMEDAD DE ROSE

Una tarde de verano, tras un largo paseo, Rose

manifestó sentirse mal.

-¿Qué te ocurre, Rose? -le preguntó preocupada la

señora Maylie.

-Creo que estoy enferma, tía -contestó ella llorando.

Rose se alejó, pálida como el mármol, hacia su

dormitorio. La anciana señora, cuando se encontró a

solas con Oliver, no pudo reprimir su angustia

-¡Oh, Oliver! -exclamó sollozando-. Me temo lo peor

¡Mi querida Rose! ¿Qué haría yo sin ella?

-Estoy convencido de que Dios no la dejará morir-dijo

Olives entre sollozos.

A la mañana siguiente, Rose tenía una fiebre muy

alta.

-Olives -dijo la señora Maylie-, hay que mandar

urgentemente esta carta al doctor Losberne. Llévala a

la posada de la aldea y échala al correo.

Oliver corrió hasta llegar a la posada. Una vez

enviada la carta, salió del establecimiento y tropezó

con un hombre de ojos grandes y negros que iba

envuelto en una capa.

-Perdone, señor-se disculpó el muchacho.

-Pero, ¿qué es esto? -gritó el hombre-. ¡Serás capaz

de salir de tu tumba para ponerte en mi camino!

Oliver, asustado por la loca mirada de aquel

individuo, salió corriendo. Cuando llegó a casa, Rose

estaba delirando.

-Sería milagroso que se recuperara -le confesó en

voz baja el médico del lugar a la señora Maylie.

Aquella noche, nadie durmió y, a la mañana

siguiente, llegó el doctor Losberne, quien confirmó la

gravedad de la muchacha.

-Es muy duro y muy cruel -dijo-. Tan joven y tan

querida por todos... pero hay muy pocas esperanzas.

Rose se sumió después en un profundo sueño del que

saldría, bien para vivir, bien para decirles adiós. Oliver

y la señora Maylie permanecieron inmóviles durante

varias horas a la espera de que el doctor Losberne les

diera la tan temida noticia. Éste salió por fin de la

habitación y se acercó a ellos.

-¿Cómo está Rose? ¡Dígamelo enseguida! -gritó la

señora Maylie-. ¡Déjeme verla, por Dios! ¿Ha muerto?

-¡No! -exclamó el doctor-. ¡Cálmese, por favor! Rose

vivirá para hacernos felices muchos años.

La anciana cayó de rodillas llorando de emoción.

También Oliver quedó como atontado al recibir la feliz

noticia. No podía ni hablar, ni llorar, ni expresar lo que

sentía en aquellos momentos. Aturdido, salió a pasear

Cuando volvía a la casa cargado de flores para la

enferma, un coche pasó como un rayo junto a él y se

detuvo de golpe. Por la ventanilla asomó la cabeza del

señor Giles y Oliver corrió hasta el coche. Abrió la

portezuela para saludar al mayordomo y vio, sentado

junto a él, a un caballero de unos veinticinco años que

preguntó ansioso:

-¿Cómo está la señorita Rose?

-¡Mejor, mucho mejor! -se apresuró a responder

Oliver-. El doctor Losberne dice que ya está fuera de

peligro.

El caballero se bajó entonces del coche y ordenó:

-G¡les, sigue tú hasta casa de mi madre. Yo prefiero

caminar

Al llegar a la casa, la señora Mayl¡e y el joven

caballero, madre a hijo, se fundieron en un fuerte

abrazo.

-¡Madre! -dijo el joven-. ¡Gracias a Dios! Si Rose

hubiera muerto, yo no habría vuelto a ser feliz.

-No empieces otra vez con eso, Harry -contestó su

madre-. Ella necesita un amor profundo y duradero y

tú...

-¿Todavía crees que soy un niño caprichoso?

-Creo que eres joven, y que los jóvenes suelen tener

impulsos ciertamente generosos pero poco duraderos.

Creo, además, que tienes delante de ti un porvenir

brillante que los oscuros orígenes de Rose podrían

echar por tierra. En un futuro se lo podrías reprochar.

-Pero entonces yo sería un egoísta -replicó Harry-.

¡Por el amor de Dios, madre! Te estoy confesando una

pasión muy profunda. ¿Por qué no dejas que sea Rose

la que decida?

-Como quieras -aceptó la madre-. Ahora debo volver

junto a ella. ¡Qué Dios lo bendiga, hijo!

A medida que pasaban los días, Rose se recuperaba

con asombrosa rapidez. Pero un extraño

acontecimiento vino a romper la tranquilidad que se

vivía en la casa.

Oliver se encontraba haciendo los deberes en un

cuartito de la planta baja que daba al jardín. Llevaba

allí mucho rato, se encontraba cansado y se quedó

medio dormido. Durante su duermevela, el aire se

volvió de repente denso, y Oliver, horrorizado, creyó

encontrarse de nuevo en casa de Fagin.

-¡Mira! -oyó decir al judío-. ¡Es él!

-¡Ya te lo había dicho! - respondió otro hombre.

Fue entonces cuando Oliver despertó, sobresaltado y

presa del pánico. Miró por la ventana y allí, muy cerca

de él, estaba el judío mirándole fijamente. La sangre

se le heló, se vio momentáneamente paralizado de

espanto. Junto a él se encontraba, además, aquel

hombre violento que le había abordado a la salida de

la posada. La visión duró tan sólo unos instantes, y los

dos hombres desaparecieron en un abrir y cerrar de

ojos. Aterrorizado, Oliver saltó al jardín por la ventana

y se puso a gritar pidiendo soconro.

Los habitantes de la casa corrieron al jardín, donde

encontraron al muchacho muy agitado, que señalaba

hacia los prados y gritaba: "¡Era el judío!" Harry, a

quien su madre había contado la historia de Oliver,

saltó por encima del seto y salió en su persecución a

gran velocidad. Pero la búsqueda resultó inútil.

Tiene que haber sido un sueño -dijo Harry a Oliver

cuando estuvieron de vuelta.

-¡Oh, no, señor! -insistió Oliver-. De veras que yo los

vi.

De nada sirvieron los rastreos que se hicieron en la

zona hasta el anochecer. A los dos hombres se los

había tragado la tierra. El susto le duró a Oliver unos

días más y, poco a poco, se fue olvidando de aquel

espantoso episodio.

Mientras tanto, Rose se había recuperado del todo y

ya salía de su habitación. Una mañana, Harry Maylie

entró en el comedor donde Rose se encontraba sola.

-¿Puedo hablar contigo unos minutos? -le preguntó.

Rose palideció pero no dijo nada. Así que Harry

continuó:

-Llegué aquí hace unos días angustiado ante la idea

de perderte sin que supieras que te amo. Te he visto

pasar de la muerte a la vida y, ahora, quiero ganar tu

corazón. Rose, dime que mis esfuerzos por merecerte

no son vanos.

-Harry -contestó ella llorando-, debes tratar de

olvidarme. Seré tu más fiel amiga, pero no debo ser el

objeto de tu amor.

-¿Por qué?

-No tengo amigos, Harry, no tengo dote, pero sí

tengo una mancha sobre mi nombre. Os debo

demasiado a tu madre y a ti como para obstaculizar

con mis orígenes tu brillante carrera.

-Deja el deber a un lado y contéstame: ¿me amas?

Te habría amado si no... pero, ¡basta ya! ¡Adiós,

Harry! Nunca más nos volveremos a ver como nos

hemos visto hoy.

-Sólo una palabra más, Rose. Contéstame: si yo fuera

pobre, enfermo y desvalido, ¿me querrías?

-Sí, Harry -contestó Rose con un hilo de voz.

El joven tomó entonces la mano de su amada, se la

llevó al pecho y, tras darle un beso en la frente, salió

del comedor

Al día siguiente, por la mañana temprano, Harry se

marchó a Londres, no sin antes encargarle a Oliver

que le escribiera con frecuencia contándole cosas de

su madre y de Rose.

CAPÍTULO DIEZ

EL MATRIMONIO BUMBLE

El señor Bumble estaba sentado en un salón del

hospicio donde nació Oliver Twist. Se encontraba

pensando con melancolía lo mucho que había

cambiado su vida desde hacía dos meses: había

ascendido a superintendente y se había casado con la

gobernanta del hospicio; aunque esto no había sido

precisamente por amor Dada su pasión por el dinero,

se había dejado deslumbrar por algunas de las

pertenencias de la que entonces todavía se llamaba

señora Corney y por la posibilidad de tener vivienda y

calefacción gratis.

Recordaba perfectamente la tarde en que había

decidido pedirle que se casara con él. Estaban los dos

coqueteando en la habitación de ella, cuando una

anciana vino a anunciar que la vieja Sally se estaba

muriendo. La pobre moribunda aseguraba que no se

iná tranquila de este mundo sin revelar un secreto a la

gobernanta. Ésta salió entonces maldiciendo a los

pobres del hospicio, que no la dejaban nunca en paz.

El señor Bumble aprovechó entonces su ausencia para

registrar cajones, armarios y alacenas ya que deseaba

asegurarse de que la señora Corney era un buen

partido.

Sumido en sus recuerdos, el séñor Bumble, creyendo

que estaba solo, dijo en voz alta:

-Mañana hará dos meses que estamos casados, y me

parece un siglo. Reconozco que me vendí, aunque

demasiado barato.

-¿Barato? -gritó una voz al oído del superintendente.

El señor Bumble se dio la vuelta y se encontró con el

poco agraciado rostro de su esposa, que seguía

gritando:

-¿Piensas quedarte ahí roncando todo el día?

-Pienso hacer lo que me dé la gana, señora Bumble

-contestó el hombre envalentonado.

El señor Bumble se colocó entonces su sombrero y su

abrigo con la intención de salir, pero la señora Bumble

le quitó el sombrero de un manotazo, lo agarró por el

cuello, lo golpeó, lo arañó y lo sentó en una silla de un

empujón.

-No me vuelvas a contestar de ese modo -gritó-.

Ahora levántate y lárgate de aquí.

El señor Bumble recogió su sombrero del suelo y

salió a la calle como una flecha. Iba tan enfadado, que

tardó un rato en darse cuenta de que estaba lloviendo

con fuerza; entonces decidió refugiarse en una

taberna. Allí había sólo un cliente; era un forastero

alto y moreno que llevaba una amplia capa negra

sobre los hombros. Ambos se miraron varias veces de

reojo. Pero el forastero, de repente, rompió el silencio.

-No sé si se acordará de mí, pero usted y yo nos

conocemos. He venido hasta aquí buscándole y, por

una de esas casualidades de la vida, he dado con

usted a la primera. ¿Continúa usted con su

acostumbrado amor por el dinero?

El señor Bumble hizo intención de hablar, pero el

forastero, haciendo un gesto con la mano, prosiguió.

-No, no diga nada, ya ve que te conozco bien.

Además, comprendo que el sueldo de los funcionarios

parroquiales no es muy alto; seguro que le vendrá

bien una propinilla.

-¿En qué puedo ayudarle? -preguntó el

superintendente.

-Voy a ser muy claro: necesito información. Por

supuesto, no pretendo que me la dé a cambio de nada;

para demostrar mi buena fe, aquí tiene un adelanto

-dijo, poniendo un par de soberanos delante de su

interlocutor-. Veamos, haga memoria: un invierno de

hace doce años nació en el hospicio un muchacho

paliducho que más tarde fue aprendiz de un fabricante

de ataúdes y que luego se fugó a Londres...

-¡Oliver Twist! No he conocido un muchacho más

terco.

-No es él quien me interesa. Me gustaná saber algo

sobre la vieja que atendió a su madre la noche en que

murió.

-Sí, la vieja Sally... Murió el invierno pasado.

El forastero enmudeció como hundido por aquella

inesperada noticia, pero pronto salió de su

ensimismamiento. Luego hizo ademán de levantarse,

pero el señor Bumble lo retuvo.

-Sé que antes de morir, la vieja Sally se encerró en

una habitación con una mujer para revelarle un

secreto.

Con la intención de sacar provecho de la información

de que disponía, el señor Bumble continuó:

-Tengo motivos para pensar que ella le puede ayudar

en sus pesquisas -concluyó el señor Bumble.

-¿Cómo? ¿Cuándo podná verla?

-¿Le parece bien mañana?

-Bien, a las nueve de la noche, vayan a esta dirección

-dijo, entregándole un pedazo de papel-. Pregunten

por el señor Monks.

Al día siguiente, el matrimonio Bumble se encaminó

al lugar que Monks había indicado. Era un pequeño

barrio a orillas del río, famoso por ser refugio de

ladrones y criminales. Estaba formado por unas

cuantas casas en ruinas, entre las cuales se elevaba

un edificio grande, cuyos pilares estaban muy

deteriorados por las ratas, la carcoma y la humedad.

Frente a él se detuvieron los Bumble.

-¡Hola! -gritó una voz procedente del segundo piso-.

Esperen, ahora mismo les abro.

Instantes después, Monks les abrió la puerta.

Subieron hasta una estancia del piso superior y

cerraron tras de sí. A continuación, los tres se

sentaron alrededor de una mesa.

-Dígame, señora -dijo Monks-, ¿estaba usted con la

tal Sally cuando murió? ¿Le dijo algo acerca de la

madre de Oliver?

-Sí. Pero yo no he venido aquí para dar información

gratis. Déme veinticinco libras en oro y le diré todo lo

que sé.

-Aquí las tiene -repuso Monks, poniendo las monedas

una a una encima de la mesa-. Ahora, dígame lo que

sabe.

-Cuando la vieja Sally murió, estábamos ella y yo

solas en la habitación. Me habló de una joven que

había dado a luz un niño hacía doce años y que, al día

siguiente, había muerto en la misma cama en la que

ella estaba agonizando.

-¡Dios mío! -exclamó Monks.

-Parece ser que la joven, antes de morir, le entregó a

Sally algo con el encargo de dárselo al niño cuando

llegara a la edad adulta; pero ella se lo quedó. La vieja

no dijo nada más, cayó para atrás y murió.

-¿Eso es todo? Creo que me está ocultando algo.

-No dijo más -contestó la gobernanta impasible-.

Solamente me agarró del vestido con una mano.

Cuando cayó muerta, retiré su mano con fuerza y vi

que en ella guardaba un viejo trozo de papel. Era una

papeleta de empeño.

-¿Y cuál era el objeto empeñado? -interrogó Monks.

-Era una alhaja. Así que fui y la desempeñé.

-¿Y dónde se encuentra ahora esa joya? -preguntó el

hombre inmediatamente.

-¡Aquil -contestó la mujer, arrojando sobre la mesa

una bolsita.

La bolsa contenía un pequeño guardapelo de oro. En

su interior, había dos mechoncitos y una alianza. La

sortija tenía grabado el nombre de "Agnes" y una

fecha correspondiente al año anterior del nacimiento

de Oliver

-¿Qué se propone hacer con eso? ¿Va a utilizarlo

contra m? -preguntó la señora Bumble.

-Ni contra usted ni contra nadie -contestó Monks,

arrastrando la mesa a un lado y abriendo una

trampilla que se encontraba junto a los pies del señor

Bumble-. Miren ahí abajo.

Las turbias aguas del río corrían velozmente bajo

ellos. Monks sacó la bolsita, la ató a un pequeño peso

de plomo que estaba en el suelo y la tiró al agua.

-¡Hecho! -exclamó Monks aliviado-. ¡Prueba

destruida! Ahora, lárguense de aquí cuanto antes.

CAPÍTULO ONCE

EL CORAJE DE NANCY

Al día siguiente, Nancy fue a casa de Fagin para

recoger un dinero que el judío le debía a Bill Sikes.

Allí, coincidió con Monks.

-He de decirte algo a solas -le dijo Monks a Fagin.

Los dos hombres subieron a una habitación de la

planta superior y se encerraron para hablar en

privado. Nancy, con la intención de espiar la

conversación, se quitó los zapatos, subió de puntillas

las escaleras y se plantó en la puerta del cuarto donde

Monks y Fagin se habían reunido. Al rato, la muchacha

volvió a bajar con aspecto de encontrarse fuertemente

impresionada. Segundos más tarde, Monks se marchó.

A continuación, Fagin le entregó a Nancy el dinero que

había venido a buscar y ambos se despidieron.

Ya en la calle, Nancy se sentó en un portal, incapaz

de seguir caminando, y rompió a llorar. Finalmente,

cuando se encontró más tranquila, volvió a su casa.

Había tomado una decisión: iba a dar un gran paso

aquella misma noche, en cuanto Sikes, que estaba

enfermo, se hubiese dormido.

A la hora en la que el ladrón debía tomar su

medicina, Nancy la preparó como siempre y añadió un

potente somnífero. En breves instantes, el enfermo

cayó en un profundo sueño, momento que la

muchacha aprovechó para marcharse.

Después de andar más de una hora, llegó al barrio

más rico de la ciudad y se dirigió a un pequeño hotel.

Cuando llegó a la puerta, vaciló un momento y entró.

-Quiero ver a la señorita Maylie -dijo Nancy al

recepcionista,

-iQué puedes querer tú de una dama? -preguntó en

tono despectivo el empleado al ver su aspecto-.

¡Vamos, lárgate!

-¡Tendrán que sacarme a la fuerza! -gritó la

muchacha-. Necesito dar un mensaje con urgencia a la

señorita Maylie.

El recepcionista subió a regañadientes; le

preocupaba tener un problema si el mensaje era en

realidad algo importante. Al poco rato, volvió a hizo

una seña con la cabeza a Nancy para que lo siguiera.

El hombre la acompañó hasta una pequeña

antecámara donde se encontraba Rose. La joven había

adelantado unos días su regreso del campo y esperaba

la llegada de su tía y de Oliver de un momento a otro.

Rose miró a la muchacha que se encontraba frente a

ella y le dijo dulcemente:

-Soy Rose Maylie. ¿Deseaba usted verme?

Nancy, ante tanta dulzura, rompió a llorar

-¡Ay, señorita! -exclamó-. ¡Cuánto le agradezco que

haya querido recibirme! Mi nombre es Nancy.

-¿En qué puedo ayudarla? -prosiguió la joven dama.

-Supongo que Oliver les habrá contado su historia.

-Por supuesto. ¿Y bien?

-Les habrá dicho también que fue raptado mientras

hacía un recado para el señor Brownlow, con quien

vivía en Petonville. Bueno, pues yo soy la persona que

lo raptó.

-¿Usted? -exclamó Rose.

-Sí y lo llevé a casa de un miserable, llamado Fagin,

que obliga a muchachos indefensos a robar para él

-gimió Nancy-. Y si ellos se enteraran de que he

venido, me matarán.

-No se preocupe, querida, no sucederá nada -dijo

Rose, mientras estrechaba dulcemente la mano de la

afligida muchacha.

-¿Conoce usted a un tal Monks? -continuó Nancy.

-No, no lo conozco -contestó Rose.

-Pues él a usted sí la conoce -repuso Nancy-. Y sabe

que está hospedada aquí. Yo he podido localizarla

porque he escuchado una conversación entre ese

hombre y Fagin en la que se nombraba este lugar y se

mencionaba su nombre.

-¿Y de qué hablaron? -preguntó interesada Rose.

-Las primeras palabras que le oí decir a Monks

fueron: "Las únicas pruebas de la identidad del

muchacho están en el fondo del río, y la vieja que las

recibió de la madre está criando malvas". Parece ser

que Monks vio a Oliver por casualidad el día que lo

capturó la policía. Enseguida se dio cuenta de que era

el muchacho que él mismo andaba buscando. Le

propuso entonces a Fagin que recuperara al chico a

hiciera de él un ladrón; a cambio, recibiná una

sustanciosa recompensa.

Rose, sorprendida por la historia, preguntó a Nancy:

-¿Y qué interés puede tener un hombre como Monks

en un desvalido muchacho?

-Eso es lo más sorprendente: Monks dijo que si

Olivertrataba de aprovecharse de su nacimiento, lo

mataría. Y, al final, muy satisfecho, le preguntó a

Fagin: "¿Qué te parece la trampa que le he preparado

a mi hermanito Oliver?"

-¡Su hermano! -exclamó Rose-. ¿Y qué puedo hacer

yo?

-No lo sé. No puedo ayudarla más; ahora tengo que

marcharme. Si necesita algo de mí, podrá

encontrarme cada domingo por la noche, entre las

once y las doce, en el puente de Londres.

La muchacha se marchó llorando, mientras Rose,

abrumada por aquellas revelaciones, buscaba el modo

de ayudar a Oliver

A la mañana siguiente, Rose decidió consultar a

Harry. Se disponía a escribirle cuando Oliver, que

llegaba en ese momento de la mansión del campo,

entró en la habitación.

-¡He visto al señor Brownlow! ¡Bendito sea Dios!

-¿Dónde lo has visto? -preguntó Rose.

-Bajaba de un coche -contestó Oliver llorando de

alegría-. Él no me vio a mí, y yo no me atreví a

acercarme. Pero G¡les ha averiguado su dirección.

Mire, aquí está.

-¡Vamos para allá inmediatamente! -le dijo Rose.

Cuando llegaron a la casa del señor Brownlow, Rose

pidió a Oliver que esperara en el coche mientras ella

preparaba al anciano para que lo recibiera. La joven

entró y contó en pocas palabras todo lo que le había

ocurrido a Oliver.

Cuando el señor Brownlow se enteró de que Oliver se

encontraba fuera, salió y, lleno de alegría, se precipitó

hacia el interior del coche para abrazar al muchacho.

Cuando entraron en la casa, el señor Brownlow llamó

a la señora Bedwin. Y cuando ésta entró en el salón,

Oliver se echó a sus brazos entre lágrimas:

-¡Bendito sea Dios! -dijo la anciana-. ¡Si es Oliver

Tw¡st!

El señor Brownlow condujo entonces a Rose a otra

sala y allí escuchó el relato de la entrevista con Nancy.

-En este asunto hay que ser extremadamente

prudente -dijo pensativo el anciano caballero.

-Yo quisiera que el doctor Losberne, el médico de mi

tía, supiera todo esto. Seguro que nos podná ayudar

-Déjeme que yo esté presente cuando hable usted

con él. Esta noche, a las nueve, podemos vernos en el

hotel. Su tía tiene que estar al tanto de todo lo

ocurrido.

Tal y como habían convenido, el señor Brownlow y

Rose revelaron la historia de Nancy al doctor.

-¿Qué diablos hay que hacer entonces? -gritó el

doctor Losberne lleno de ira.

-Debemos proceder con mucho cuidado -contestó el

señor Brownlow-. Lo importante es descubrir quién es

realmente Oliver y devolverle la herencia de la que ha

sido despojado. Pero antes, debemos averiguar de

Nancy los nombres de los lugares donde suele it ese

tal Monks.

Aquella noche, convinieron poner al tanto de lo

ocurrido al señor Grimwig y a Harry Maylie y, sobre

todo, dejar a Oliver al margen. También decidieron no

hacer nada hasta el domingo siguiente, cuando se

reunirían con Nancy.

CAPÍTULO DOCE

UN ESPÍA A LAS ÓRDENES DE FAGIN

La misma noche en que Nancy se había entrevistado

con Rose, Noah Claypole y su amiga Charlotte llegaron

a Londres. Ambos jóvenes eran perseguidos por la

justicia ya que habían robado de la caja del señor

Sowerberry una importante cantidad de dinero.

Los dos fugitivos caminaron por calles recónditas,

hasta llegar frente a Los Tres Patacones.

-Aquí pasaremos la noche -anunció satisfecho Noah.

Cuando entraron, vieron a Barney que estaba con los

codos apoyados en el mostrador leyendo un

mugriento periódico.

-Queremos dormir aquí esta noche -dijo Noah.

-Esperen un momento -contestó Barney-, voy a

preguntar si hay sitio.

-Mientras tanto, dinos dónde está el comedor y

tráenos cerveza y fiambre.

Barney los condujo hasta un cuartucho que estaba en

la parte de atrás. Al cabo de un rato, les sirvió lo que

habían pedido y les informó de que podían alojarse

allí.

Poco más tarde, llegó Fagin a la taberna preguntando

por alguno de sus discípulos.

-No ha venido ninguno de tus amigos -dijo Barney-,

pero hay dos forasteros que yo creo que te van a

gustar

El judío escuchó a través del tabique la conversación

que mantenían Noah y Charlotte:

-Vamos a vivir como señores -decía Noah.

-¿Y cómo? -preguntó ella-. ¿Vaciando cajas fuertes?

-¿Cajas? -exclamó Noah-. Se pueden vaciar cosas

más interesantes, como por ejemplo: bolsillos, bolsos,

bancos, diligencias... Se trata de encontrar al

compañero adecuado. Con las veinte libras que

robamos, todo será más fácil.

-No será tan fácil que alguien como nosotros se

pueda deshacer de un billete tan grande -dijo

Charlotte preocupada.

Aquel descubrimiento provocó un vivo interés en

Fagin, que entró en la sala saludando a la pareja y los

invitó a beber

-¡Esta cerveza es de buena calidad! -exclamó Noah.

-¡Sí, pero es cara, muy cara! -contestó Fagin-. Hay

que andar todo el día vaciando bolsillos, bolsos,

bancos y diligencias para poder comprarla.

Noah palideció al oír sus propios comentarios en

boca de aquel hombre.

-No te preocupes -dijo Fagin riendo a carcajadas-.

Has tenido suerte de que sea yo quien te haya oído.

También soy del oficio, has ido a dar en el clavo,

amigo.

Noah se relajó y el judío siguió:

-Tengo un amigo que te puede ayudar ¡Anda, vamos

a hablar ahí fuera!

-No creo que sea preciso movernos de aquí para

hablar en privado -repuso Noah-. Ella -dijo señalando

a Charlotte-, subirá el equipaje mientras nosotros

hablamos de negocios.

Charlotte salió inmediatamente de la habitación

cargada de bultos y cuando se encontraba

suficientemente alejada, Noah preguntó:

-¿Cuánto hay que aflojar?

-Veinte libras.

-Pero eso es mucho dinero -saltó el joven.

-No cuando se trata de un billete del que no te

puedes deshacer.

-¿Y qué obtendré yo?

-Conseguirás vivir como un señor Tendrás comida,

cama, tabaco y alcohol gratis, además de la mitad de

las ganancias.

-Me parece bien.

-Mañana, a las diez, vendré con mi amigo. Pero aún

falta un último detalle: no me has dicho cómo te

llamas...

-Bolter, Morris Bolter -respondió inmediatamente

Noah, ocultando su verdadero nombre.

Después de brindar por su recién creada sociedad,

Fagin se despidió.

Al día siguiente, el judío se presentó solo en la

posada y acompañó a Noah y a Charlotte a su propia

casa.

-¿De modo que no existe el tal amigo? -le dijo Noah a

Fagin.

-No, en efecto, no existe. Pero os he traído aquí para

que veáis cómo vivimos. En esta casa somos como una

gran familia. Ahora estamos muy preocupados por uno

de los nuestros, el P¡llastre, que fue capturado ayer

-¿Por algo serio? -preguntó asustado Noah.

-Lo pillaron tratando de limpiar un bolsillo y le

encontraron además una caja de rapé de plata.

Aunque le puede caer una buena condena, no ha dicho

nada. ¡Bueno es él para cantad

-Bueno, ya lo conoceré.

-No estoy tan seguro. Si encuentran pruebas, es un

caso de "deportación de por vidá.

En ese momento, entró Charley Bates con cara

compungida y dijo:

-Se acabó todo, Fagin. Han encontrado al dueño de la

caja y a dos o tres testigos. Lo mandarán al

extranjero. ¡Y todo por una cajucha de rapé que no

vale más de tres peniques!

-Piensa en el honor, la distinción, de ser deportado a

tan corta edad - contestó Fagin para consolarlo.

El domingo, Nancy estaba en su casa. Cuando dieron

las once de la noche, se puso su gorrito y su abrigo

para salir

-¿A dónde vas? -le preguntó Sikes.

-A dar una vuelta -contestó ella-. No me encuentro

demasiado bien y necesito tomar el aire.

-Pues te vas a conformar con sacar la cabeza por la

ventana -le contestó el ladrón-. Tú no vas a ninguna

parte.

El hombre se levantó, le quitó el gorro de un

manotazo y la arrojó sobre la cama.

-¡Déjame salir, Bill, te lo suplico! -imploró Nancy.

Fagin, que estaba en casa de Bill en aquel momento,

no movió un dedo por la muchacha. Bill Sikes la

agarró con fuerza, la sentó en una silla y allí la

mantuvo inmóvil durante un buen rato.

Cuando dieron las dote, la muchacha se dio por

vencida y, con los ojos hinchados y rojos, empezó a

mecerse hasta quedar completamente dormida. Fagin

cogió entonces su sombrero y se despidió.

De camino hacia su casa, Fagin empezó a pensar qué

le podía pasar a Nancy. Quizá se hubiera cansado de

Bill Sikes, que la trataba peor que a un perro, y se

hubiera enamorado de otro hombre. Pensó que si era

así, el nuevo amor de Nancy podría ser una buena

adquisición, y aun más con una consejera lista y

experimentada como ella.

-Habrá que echarle el guante -se dijo Fagin a sí

mismo-. Sería una buena manera de quitarme de en

medio a ese odioso Sikes. Y además, mi influencia

sobre la muchacha sería ilimitada si me convierto en

cómplice de su infidelidad.

Fue entonces cuando el judío se dirigió a la posada

para proponerle a Noah Claypole que fuera su espía.

Te necesito -le dijo-, para un trabajo que requiere

discreción y cautela. Sólo se trata de seguir a una

mujer y de saber dónde va, a quién ve y lo que dice.

Te daré una libra.

-tA quién hay que seguir? -preguntó Noah.

-Es una de las nuestras -contestó el judío-. Se ha

echado nuevos amigos y he de saber quiénes son. Ella

no te conoce, por eso eres mi hombre.

-¡Trato hecho! -concluyó Noah.

CAPÍTULO TRECE

TERRIBLES CONSECUENCIAS

Había pasado una semana, llegó el domingo y Nancy

consiguió por fin acudir al puente de Londres. A las

doce en punto, llegaron Rose Maylie y el señor

Brownlow.

-Aléjemonos de aquí -dijo Nancy en voz baja-.

Hablaremos más tranquilos abajo, al pie de la

escalera.

Lo que ella no sabía es que cualquier precaución era

inútil porque Noah Claypole seguía sus pasos y oía sus

palabras.

-Siento no haber podido venir la otra noche, pero Bill

Sikes me retuvo en casa por la fuerza...

-Conozco el contenido de la entrevista que mantuvo

el otro día con esta señorita-dijo el señor Brownlow

señalando a Rose-, y creemos que debemos arrancarle

a ese Monks su secreto como sea. De no ser así, habná

que entregar a Fagin a la policía, ya que él es el único

que conoce la verdad.

-¡Nunca! -exclamó Nancy-. Yo jamás me volveré

contra mis compañeros, porque ninguno de ellos se ha

vuelto contra mí.

-Entonces díganos al menos dónde podemos

encontrar a Monks -repuso el señor Brownlow.

-Darán con él en una taberna llamada Los Tres

Patacones.

-¿Cómo reconoceremos a ese criminal?

-Es moreno, alto y fuerte; parece mayor, aunque no

tiene más de veintiocho años y tiene los ojos negros y

muy hundidos. Sufre frecuentes ataques de nervios

que le hacen tirarse al suelo y morderse las manos y

los labios hasta hacerse sangre. Ah, y otra cosa: tiene

en la garganta...

-¿Una mancha roja como una quemadura?

-interrumpió el señor Brownlow.

-Sí -contestó Nancy sorprendida-. ¿Lo conoce?

-Creo que sí. Pero ya veremos, puede que no sea el

mismo. En cualquier caso, nos ha dado una

información valiosísima. ¿Cómo podríamos

agradecérselo?

-Ya nada pueden hacer por mí, he perdido toda

esperanza. Soy esclava de mi propia vida, y es muy

tarde para dar marcha atrás. Ahora, por favor,

márchense, es lo mejor que pueden hacer.

-Déjenos ayudarla: aún está a tiempo de cambiar su

vida...

-No insistan, se lo ruego. Buenas noches, señor

Buenas noches, señorita Maylie.

Rose y el señor Brownlow se alejaron y Nancy

marchó a su casa. Cuando los tres estaban ya lejos,

Noah echó a correr para contar a Fagin lo que había

descubierto.

Antes de que amaneciera, Fagin ya estaba al tanto de

todo lo ocurrido. Se encontraba en su casa, preso del

pánico, acurrucado ante la chimenea, con el corazón

lleno de odio. Llegó entonces Bill Sikes a entregarle un

paquete.

-¿Qué te pasa? -le preguntó éste al verle la cara

completamente desencajada.

Fagin le contó lo que había descubierto Noah. Sikes,

entonces, fuera de sí, salió a la calle; caminó a paso

rápido hasta su casa, sin pararse ni un momento a

pensar en lo que iba a hacer. Subió de prisa las

escaleras, entró en la habitación, cerró la puerta con

llave y fue hacia la cama donde Nancy estaba

durmiendo.

-¡Arriba! -la despertó Sikes a gritos.

-¿Qué te pasa? -le preguntó ella, todavía medio

dormida.

Sin decir una palabra, el ladrón la agarró por el

cuello y la arrastró hasta el centro de la habitación.

-¡Bill! ¡Bill! -gritó la muchacha-. ¿Qué he hecho?

-Anoche lo espiaron. Ahora lo sé todo.

-Entonces, perdóname la vida como yo he perdonado

que tú me hayas arrastrado a mí a esta existencia

infame -dijo la muchacha aferrándose a él-. Piensa un

poco, Bill. Ahórrate este crimen. ¡Juro que te he sido

fiel, Bill!

El ladrón, sordo ante las súplicas de Nancy, agarró

una pistola y golpeó con ella a la muchacha una y otra

vez hasta que ésta cayó al suelo cegada por la sangre,

que fluía de una profunda brecha en su cabeza. La

muchacha consiguió no obstante ponerse de rodillas y,

juntando las manos, se puso a rezar El ladrón cogió

entonces un garrote y la remató de un solo golpe en la

cabeza.

Cuando los primeros rayos de sol iluminaron la

habitación donde yacía el cadáver de Nancy, Sikes

quemó las ropas que llevaba, ya que estaban

manchadas de sangre. Luego, escapó de allí con su

perro; una sola idea ocupaba su mente: huir Anduvo

tan rápido que, al cabo de una hora, estaba fuera de

Londres.

Caminó durante todo el día por campos, prados y

bosques sin hallar un lugar seguro donde esconderse,

porque en todas partes se hablaba del horrible crimen.

Al anochecer, tomó la decisión de volver a la ciudad.

-No hay mejor lugar para esconderse. Mis amigos me

ayudarán -pensó.

Mientras tanto, en una chabola de un mísero barrio a

orillas del Támesis estaban escondidos Toby Crackit,

Chitling y un expresidiario llamado Kags.

-¿Es cierto que han cogido a Fagin? -preguntó Toby

Crackit.

-Sí, esta tarde -contestó Chitling-. Charley Bates y yo

conseguimos escapar por la chimenea; a Bolter lo

trincaron

 

a la vez que a Fagin. Imagino que Charley

estará a punto de llegar Ya no hay lugar donde

esconderse; de todos los que acudíamos a Los Tres

Patacones, no ha quedado nadie a salvo. ¡Menuda

redada!

Al caer la noche, los tres hombres seguían sentados,

silenciosos, a la espera de alguna noticia. Un fuerte

golpe en la puerta rompió de pronto aquel denso

silencio; después, los pasos de alguien que subía las

escaleras y, por fin, los tres hombres vieron entrar a

Bill Sikes. Se quedaron boquiabiertos; no les dio

tiempo a reaccionar y, al instante, entró también

Charley Bates quien, al reconocer a Sikes, dio un paso

atrás.

-¡Vamos, Charley! Soy yo -dijo Sikes yendo hacia él.

-No te acerques -contestó el otro-. Me das... asco.

Y, dirigiéndose a los demás, se puso a gritar:

-¡Mirad a este monstruo! ¡Miradlo bien! Merecería ser

quemado a fuego lento por el crimen que ha cometido.

Voy a entregarlo a la policía y vosotros me vais a

ayudar

Llevado por su rabia, Charley Bates se abalanzó

contra Sikes, lo derribó, y ambos rodaron por el suelo.

Pero Sikes era más fuerte que el muchacho, y

consiguió inmovilizarlo sin demasiado esfuerzo.

Estaba a punto de darle el golpe final, cuando se oyó

un tumulto de gente que se acercaba a la chabola; el

rumor de que el asesino estaba allí, se había

extendido por el barrio y una multitud se acercaba

para lincharlo. Toby Crackit sugirió a Sikes que

escapara por una de las ventanas.

El asesino soltó a su víctima y miró a su alrededor

desconcertado. Charley Bates se incorporó, corrió

hacia la otra ventana, la abrió y se puso a gritar:

-¡Socorro! ¡El asesino está aquiil ¡Suban, suban

rápido!

Bill Sikes agarró al muchacho, lo arrastró hasta la

habitación contigua y allí lo dejó encerrado con llave.

Luego, cogió una larga cuerda, subió al desván y, tras

levantar un tragaluz, salió al tejado. Desde arriba, vio

a la multitud encolerizada que gritaba exigiendo su

muerte, y oyó cómo la gente intentaba entrar en la

casa. Ató un extremo de la cuerda a una chimenea y

en el otro hizo un nudo corredizo para intentar

descender hasta la calle. Pero en el mismo instante en

que se pasaba el lazo por la cabeza para deslizarlo

luego hasta las axilas, algo extraño le ocurrió: levantó

la vista al cielo y creyó ver el rostro ensangrentado de

su víctima. El pánico se apoderó de él, lanzó un grito

de terror y perdió el equilibrio cayendo al vacío, donde

quedó colgando sin vida.

CAPÍTULO CATORCE

LA CONFESIÓN DE EDWARD LEEFORD

Aquella misma tarde, Monks fue llevado a la fuerza a

casa A del señor Brownlow.

-¿Cómo es posible que el mejor amigo de mi padre

me trate de esta manera? -gritó el canalla, enfadado.

-Sí, Edward -lijo en tono triste el señor Brownlow-, tu

padre era mi mejor amigo y era, además, el hermano

de la mujer con la que me iba a casar si la muerte no

se la hubiera llevado inesperadamente la misma

mañana de nuestra boda. Pero no es de mí de quien

quiero hablar, sino de tu hermano.

-¡Yo no tengo ningún hermano!

-¡Sabes que sib Es cierto que tú eres el único hijo del

infeliz matrimonio que formaron tu padre y tu madre.

Cuando tus padres se separaron, tu padre conoció a

un oficial de marina, retirado y viudo, que vivía en el

campo con sus dos hijas. Una de ellas se enamoró de

tu padre, y él de ella; al cabo de año y medio, estaban

prometidos. Fue entonces cuando tu padre recibió la

herencia de un pariente que vivía en Roma y tuvo que

marcharse para allá; pero la fatalidad quiso que él

cayera gravemente enfermo. Tu madre y tú acudisteis

inmediatamente a su lado y, al día siguiente de

vuestra llegada, él murió sin dejar testamento, de

modo que todos sus bienes fueron a parar a vuestras

manos.

Monks, que había estado reteniendo el aliento

durante todo este tiempo, suspiró entonces

profundamente, manifestando un gran alivio.

-Antes de marchar al extranjero -siguió el señor

Brownlow-, tu padre vino a verme y me entregó un

retrato de su hermana, la que iba a ser mi esposa.

También me habló atropelladamente de la deshonra

que él mismo había provocado a su joven prometida.

Cuando él murió, fui a visitar a esa muchacha que iba

a ser madre, con el fin de acogerla en mi propio hogar,

pero llegué demasiado tarde porque la familia había

abandonado la región.

Monks miró entonces alrededor con una sonrisa de

triunfo.

-Cuando tu hermano se cruzó en mi camino y lo

rescaté de una vida de crimen y miseria, su gran

parecido con el retrato del que te he hablado me dejó

impresionado. Desgraciadamente, lo secuestraron

antes de que pudiera contarme su historia.

Sospechando que tú podías estar detrás de todo esto,

lo busqué por todas partes, pero no lo encontré hasta

hace dos horas... Tienes un hermano, Edward, tú lo

sabes y lo conoces. Había pruebas de ello, pero tú

mismo las destruiste. Así que, si no quieres que te

haga detener por cómplice del asesinato de Nancy,

tendrás que contarlo todo ante testigos y devolverle a

tu hermano lo que le corresponde.

-Haré lo que usted me pida -aceptó Monks, viéndose

sin escapatoria.

Dos días más tarde, Oliver viajaba, junto con la

señora Maylie, Rose y el doctor Losberne, hacia su

ciudad natal. Detrás, seguía el señor Brownlow,

acompañado de Monks.

Se instalaron en un hotel de la ciudad donde les

estaba esperando el señor Grimwig. Pasadas las

primeras horas de ajetreo, el señor Brownlow los

reunió a todos, incluyendo a Oliver, quien no pudo

reprimir un grito de terror al ver entrar a Monks.

-Este niño -dijo el señor Brownlow a Monks

atrayendo a Oliver hacia sí- es tu hermanastro, fruto

de la unión entre tu padre, mi amigo Edwin Leeford, y

Agnes Fleming, que murió en el hospicio de esta

ciudad al dar a luz. Ahora, Edward, quiero que

cuentes, delante de todo el mundo, lo que tan

cuidadosamente has ocultado durante estos años.

-Está bien -contestó Monks-. Cuando mi padre murió

en Roma, mi madre encontró, entre sus papeles, dos

documentos: el primero era una carta de amor dirigida

a Agnes Fleming; el otro era un testamento.

-¿Y qué decía? -preguntó el señor Brownlow.

Como Monks no contestaba, fue el propio señor

Bronwlow quien lo hizo:

-Os dejaba a ti y a tu madre una renta de ochocientas

libras. El grueso de su fortuna lo dividía en dos partes:

una para Agnes Fleming y otra para el hijo de ambos,

es decir, para Oliver

-Mi madre hizo entonces lo que tenía que hacer -gritó

Monks-: quemó el testamento y guardó la carta como

prueba de la falta de mi padre. Cuando Agnes Fleming

le contó la verdad a su padre, éste, avergonzado, huyó

con sus hijas. Poco después, la muchacha abandonó el

hogar, y aunque el padre la buscó por todas partes, no

pudo dar con ella. Convencido de que su hija se había

suicidado para ocultar su vergüenza, el hombre volvió

a su casa y, a la mañana siguiente, apareció muerto

en su cama.

-¿Y qué pasó con el guardapelo y la alianza?

-preguntó el señor Brownlow.

-Los compré -contestó Monks- a un matrimonio. Ellos

los habían recibido de la vieja que atendió a Agnes

Fleming en el hospicio. Luego, tiré los dos objetos al

río.

Fue entonces cuando el señor Grimwig salió de la

habitación para volver instantes después empujando a

la señora Bumble, que tiraba de su cobarde cónyuge.

-¿Conocen ustedes a este hombre? -les preguntó el

señor Brownlow.

-No lo hemos visto en nuestra vida -contestó

impasible la señora Bumble.

-Él mantiene que les compró a ustedes unas

alhajas...

-Está bien -dijo la señora Bumble-: si ese cobarde ha

confesado, yo no tengo nada más que decir. Sí, le

vendimos el guardapelo y la alianza de Agnes Fleming.

¿Y qué?

-Y nada -repuso el señor Brownlow-, sólo que me voy

a ocupar personalmente de que no vuelvan a tener un

puesto de trabajo relacionado con niños.

Después, cuando los Bumble se hubieron marchado,

el señor Brownlow cogió la mano de Rose y dijo:

-Edward Leeford, ¿conoces a esta señorita?

-Sí -contestó Monks-. Agnes Fleming tenía una

hermana pequeña que fue recogida por unos humildes

labradores. La niña llevó una vida miserable hasta que

una viuda que vivía en Chester se apiadó de ella y se

la llevó a su casa. Hoy está aquí, en esta habitación.

Es la señorita Rose.

-¡Pero no por eso va a dejar de ser mi sobrina!

-exclamó la señora Maylie abrazando a la desfallecida

muchacha.

-¡Ahora todo será mucho más fácil! -intervino el

señor Brownlow dirigiéndose a Rose.

Aquella noche, Rose y Oliver hallaron un padre, una

hermana y una madre y, así, cada uno se encontró con

su destino. Inclusive Fagin, quien aquella noche

pasaba las últimas horas de su vida en una celda, a la

espera de que lo ejecutaran al alba.

Rose y Harry se casaron tres meses después en una

pequeña iglesia. La señora Maylie se fue a vivir con

ellos y vivió dichosa los últimos años de su vida.

El señor Brownlow adoptó a Oliver y ambos se fueron

a vivir, con la señora Bedwin, a un lugar cercano a

aquél donde vivían los Maylie.

Monks, tras derrochar su parte de la herencia en

América, volvió a las andadas y pasó largas

temporadas en la cárcel, donde finalmente murió,

víctima de uno de sus habituales ataques.

El señor y la señora Bumble, privados de sus cargos,

fueron sumiéndose poco a poco en la miseria y

murieron en el mismo hospicio donde una vez habían

reinado despiadadamente sobre otros.

FIN