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AGUILA DE LA ESTEPA

 

 

 

 

 

AGUILAS DE LA ESTEPA

EMILIO SALGARI

 

 

 

 

 

Digitalizado por

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PRIMERA PARTE

 

CAPITULO 1

UN SUPLICIO ESPANTOSO

 

-¡A él, sartos!... ¡Ahí está!...

Alaridos ensordecedores respondieron a este grito y una ola humana se derramó por las angostas callejuelas de la aldea flanqueadas por pequeñas casas de adobe, de color gris y miserable aspecto, como todas las habitadas por los turcomanos no nómades de la gran estepa turana.

-¡Deténganlo con una bala en el cráneo!

-¡Maten a ese perro! ... ¡Fuego!. . .

Una voz autoritaria que no admitía réplica dominó todo ese alboroto.

-¡Guay de quien dispare!! ... Cien "thomanes"1 al que me lo traiga vivo!

El que había pronunciado estas palabras era un soberbio tipo de anciano, mayor de sesenta años, de aspecto rudo y robusto, anchas espaldas, brazos musculosos y bronceada piel que los vientos punzantes y los rayos ardientes del sol de la estepa habían vuelto áspera. Sus ojos negros y bri­llantes, la nariz como pico de loro y una larga barba blanca le cubría hasta la mitad del pecho. Por las prendas que vestía se notaba en seguida que pertenecía a una clase ele­vada: su amplio turbante era de abigarrada seda entrete­jida con hilos de oro; la casaca de paño fino con alamares de plata y las botas, de punto muy levantada, de marroquí rojo. Empuñaba un auténtico sable de Damasco, una de esas famosas hojas que se fabricaban antiguamente en la célebre ciudad y que parecían estar formadas por sutilísimas láminas de acero superpuestas para que fueran flexibles hasta la empuñadura.

A la orden del anciano todos los hombres que lo rodea­ban bajaron los fusiles y pistolas y echaron mano de sus "cangiares", arma muy parecida al "yatagán" de los tur­cos, para proseguir su furiosa carrera a los gritos de: -¡Atrápenlo!... ¡Rápido!

-¡No hay que dejarlo escapar!

-¡Cien "thomanes" a ganar! ...

Un hombre había saltado poco antes de la azotea de una de aquellas casuchas y corría delante de ellos haciendo es­fuerzos prodigiosos por mantener la distancia. Pese a que ya no era joven, brincaba con la agilidad de un antílope y describía bruscas curvas para dificultar la puntería. Era de constitución grosera: cuello de toro, cara angulosa color de tierra, larga barba negra y ojos pequeños, ligeramente oblicuos como los de los quirguizos, los inquietos e indoma­bles bandoleros de la estepa del hambre. Blandía en una mano un "yatagán" de hoja ancha y encorvada y llevaba en la otra una especie de guitarra de cuerdas de seda y largo mango que los turquestanos denominan "guzla".

La persecución se hacía encarnizada: los sartos eran unos cincuenta, casi todos jóvenes y ligeros de piernas, y com­petían para ganar el premio prometido por el barbiblanco, que para ellos representaba una suma importante pues era gente que casi nunca disponía de dinero.

-¡Párate, canalla! -aullaban en coro agitando desco­medidamente los "cangiares" a riesgo de herirse entre sí-. ¡Condenado perro! ¡Ni tu "guzla" de "mestvire"2 te va a salvar!...

El pobre músico maullando y resoplando como una bestia acosada, redoblaba sus bríos: tenía el rostro congestionado, los ojos se le salían de las órbitas y le latían fuertemente las sienes. Había logrado salir de las estrechas callejas y desembocado en la inmensa llanura cubierta de altas hier­bas donde esperaba hallar un escondrijo, cuando hirieron sus oídos gritos de triunfo lanzados por sus perseguidores.

-¡Tabriz! ¡Ahí está Tabriz! ... ¡Oh, el astuto! ...

Un individuo de enorme corpulencia, montado en un magnífico caballo persa de pelo reluciente, había salido de una calle lateral y pasado como un huracán por delante de los sartos. El fugitivo al oir el galope lanzó una blasfemia y se detuvo agitando en alto su "yatagán".

-¡No me tomarán vivo! -alardeó-. ¡Y antes que yo van a caer algunos de ustedes!

El descomunal jinete se arrojó sobre él con rapidez fulmínea y de nada le valió pegar un salto de costado, porque con un brusco tirón de riendas hacia la derecha dio vuelta al animal y se lo echó encima haciéndolo rodar por el sucio.

-¡Ya estás en mi poder, amigo! -proclamó el coloso.

Se tiró de la montura y en un segundo estuvo sobre su prisionero, le arrancó el arma de la mano y lo levantó en el aire como si fuera una criatura al tiempo que gritaba al anciano:

-¡Aquí lo tienes, Giah Agha! ¡Es tuyo!

El cancionista se debatía desesperadamente, apretaba los dientes y trataba, sin lograrlo, de golpear al adversario con sus botas claveteadas. Pronto los dos hombres fueron ro­deados por la masa de perseguidores que no cesaba de aullar:

-¡Ya está! ... ¡Ya lo tiene! ... ¡Destrózalo, Tabriz! ¡Dale un abrazo de los tuyos!... ¡Venga a la bella Talmá!..

El de la larga y blanca barba, que fue el último en llegar, detuvo al gigante con un gesto imperioso cuando éste ya empezaba a apretar el cuello del "mestvire".

-No, Tabriz -le dijo-. Antes tiene que’ decirnos adón­de han llevado a Talmá. Es un cómplice o tal vez uno de los jefes de los malditos bandidos de la estepa.

-¡No es verdad, "beg"!3 -protestó el hombre con voz estrangulada-. ¡No soy más que un pobre tañedor de "guzla", un romancero, y no he ayudado a los "águilas" a raptar la esposa de Hossein! ¡Lo juro! ¡Lo juro!

-¡Calla, ave de mal agüero! -le ordenó el coloso sacu­diéndolo rudamente-. ¡Calla o te rompo las costillas con uno de los apretones que sólo yo sé dar!

-¡Todos ustedes son unos infames que quieren divertirse con mi muerte!

-Llévalo al pueblo, Tabriz -dispuso el viejo "beg" di­rigiendo una mirada feroz al prisionero. Y volviéndose ala demás gente preguntó:

-¿Tienen yeso en sus casas?

Un alarido de horror se escapó de la garganta del juglar al oir esas palabras.

-¡Ah, no, no! ¡Por piedad! ... ¡Clemencia! -gritó.

-Colócalo sobre tu caballo, Tabriz -prosiguió el jefe sin hacer caso de la impetración-. Y ustedes, recojan todo el yeso que encuentren y llévenlo a la plaza de la aldea.

Un terror inmenso se reflejaba en el descompuesto sem­blante del "mestvire" cuyas pupilas se habían dilatado y gruesas gotas de sudor rodaban por su frente.

-Un momento, patrón -dijo el hércules- primero voy a asegurarlo. Estos reptiles muerden.

Lo puso de bruces y mientras lo mantenía sujeto con una rodilla se quitó la larga faja de fieltro que le rodeaba la cintura y le ató fuertemente las manos a la espalda. Luego lo levantó, lo atravesó como una alforja sobre el caballo y saltando a la silla exclamó:

-¡Listo, patrón!

La tropa se puso en marcha hacia el poblado donde se habían congregado las mujeres, los viejos y los niños. El músico ambulante no había vuelto a abrir la boca ni inten­tado el menor gesto para librarse de sus ataduras. Estaba intensamente pálido y de tanto en tanto un fuerte temblor lo hacía sobresaltar, sobre todo cuando su mirada tropezaba con la del anciano "beg". Se detuvieron delante de una casa de mejor aspecto que las circundantes; Tabriz detuvo su cabalgadura y descargó al prisionero en tanto que el jefe daba instrucciones a sus acompañantes.

-Diez de ustedes con los fusiles listos harán guardia de­lante de la puerta; los demás irán a buscar el yeso y lo llevará a la plaza. El suplicio de este granuja va a ser público... ;Y ahora, despejen!

-Sí, "beg" Agha -contestaron todos en coro.

El gigante tomó al músico en sus brazos, separó de una patada la piedra que hacía las veces de puerta y penetró en un vasto recinto de paredes grisáceas mal iluminado por dos agujeros semejantes a troneras. Depositó el bulto sobre un viejo tapete persa, sin desatarle las manos, y se sentó a su lado con el "cangiar" desenvainado, dispuesto a usarlo a la menor tentativa de revuelta. El barbiblanco Agha per­maneció de pie mirando con fiereza al aterrorizado "guzlero".

-¡Habla! -le ordenó con voz amenazante-. ¿Adónde condujeron a Talmá?

-Yo no sé nada, "beg" -respondió el interpelado-. En’ mi vida no he hecho otra cosa que recitar historias y nunca he tenido nada que ver con los "águilas de la estepa".

-¡Tú mientes, perro! -bramó el anciano, exasperado-. Si hubieras tenido la conciencia tranquila no habrías huido ante los sartos. Además, hay un testigo que jura haberte visto antes de la fecha de la boda de mi nieto Hossein ha­blar con un quirguizo perteneciente a la banda.

-¡Ese hombre se ha engañado, "beg"; lo juro sobre la cabeza de mi mujer y mis hijos!

-¿No quieres decirlo, entonces? -gritó Giah Agha le­vantando el puño.

-No puedo confesar lo que no sé -replicó el romance­ro con voz firme-. Tienes autoridad para aplicarme el tre­mendo suplicio del yeso, pero nada sacarás de mí, porque jamás he formado parte de una partida de bandoleros.

-¿Es tu última palabra?

-Sí, "beg".

-Está bien. Ya veremos si sabrás resistir. Tabriz, no lo pierdas de vista un solo instante; yo voy a prepararle la fosa.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del miserable, su rostro se puso del color de la cera, pero sus labios permanecie­ron cerrados. No había acabado de salir el anciano jefe cuando penetró en el local un joven de regular estatura, flacucho, de cara amarillenta, que endosaba un suntuoso atuendo entre georgiano y persa, con muchos bordados de oro en la casaca y largos pantalones de seda blanca. Un soberbio chal de Kirmán le ceñía los flancos y en sus plie­gues llevaba dos "cangiares" con la empuñadura de jaspe oriental. Sus ojos, de tinte y reflejos de acero, carecían de la expresión limpia y orgullosa característica de los turcomanos y más bien tenía algo de ambiguo, de falso, que pro­ducía una sensación de malestar al cabo de pocos instantes. También sus rasgos duros y angulosos estaban muy lejos del bello oval que se advierte en los descendientes de los antiguos iranios: tenía la nariz torcida y la boca demasiado ancha, con labios sutiles que dibujaban una sonrisa anti­pática.

-¿Tú, patrón? -exclamó Tabriz saludándolo con una inclinación de cabeza.

-Acabo de llegar precediendo a mi primo Hossein - explicó el joven dirigiendo una ojeada inquieta al prisio­nero.

-¿No han encontrado nada?

-Arruinamos inútilmente nuestros caballos... ¿Dónde está el tío?

-Salió hace un rato a preparar a este pícaro una bien apretada tumba.

El recién llegado se estremeció y sus ojos volvieron a posarse sobre el "mestvire". Hesitó un momento y luego inquirió:

-¿No quiere hablar?

-No, señor Abei.

-Déjame solo con él, Tabriz. Voy a probar si puedo ha­cerlo cantar. .

-Cuídate, patrón. Es un individuo peligroso; capaz de todo.

-Tengo a mano dos "cangiares" que cortan como na­vajas, de modo que nada tengo que temer. Quédate en la puerta para acudir en cuanto te llame.

-Sí, patrón -dijo el gigante levantándose.

En cuanto estuvo solo, el joven se inclinó rápidamente sobre el prisionero y le susurró:

-Debes haberte convencido de que estás perdido sin remedio y que aunque confesaras todo, no por ello saldrías vivo de la presión del yeso. Dentro de algunos minutos se hallará aquí mi primo y bien sabes que no puedes esperar de él ninguna gracia.

-Lo sé, señor Dullah -convino el músico ambulante Para mí esto es el fin.

-¿Tienes mujer e hijos, verdad?

-Así es, señor.

-Bien; me comprometo a hacer entregar a tu familia dos mil "thomanes" si mantienes el secreto y no pronuncias mi nombre. Por otra parte, si quisieras traicionarme, nadie te creería.

-¿Me juras cumplir tu promesa, señor?

-Sí, sobre el Corán.

-Sabiendo que los míos no van a sufrir hambre, moriré más tranquilo y sabré soportar como buen quirguizo la te­rrible prueba.

-¡Cuidado!

-No temas, señor.

El joven se incorporó y llamó al gigante que acudió en el acto.

-Este hombre no hablará -le dijo-. Lo mataremos inútilmente y no lograremos saber si tomó parte o no en el rapto de Talmá ni el lugar en que la han ocultado los "águilas de la estepa". ¡Pobre Hossein! ¡El dolor lo va a enloquecer!

Sus últimas palabras fueron cubiertas por un estrepitoso clamoreo que llegaba de la calle.

-¡El prisionero! ¡El prisionero! -repetían muchas voces.

Un tropel de hombres armados de "cangiares" y fusiles de largo caño penetró en el recinto, y uno de ellos expresó:

-Todo está listo, Tabriz; el "beg" está esperando en la plaza.

-Ha llegado tu hora -dijo el coloso al malhadado ro­mancero, poniéndolo de pie-. Prepárate para el gran viaje y recomienda tu alma al Profeta.

El condenado inclinó la cabeza sin desplegar los labios y se dejó empujar afuera, donde fue rodeado por una gran muchedumbre. Tabriz lo sujetó por un brazo y atravesó con él tres o cuatro callejuelas en las que se hallaban apiñados todos los habitantes del lugar entremezclados con camellos y caballos. En un espacio libre que servía de plaza se halla­ba el viejo "beg" acompañado de otros hombres armados. A sus pies se había cavado un hoyo de un metro y medio de profundidad por sesenta centímetros de ancho. Al verlo el "mestvire" se puso a temblar y sus ojos, inyectados de sangre, parecieron buscar ansiosamente los de Abei. Este, con un signo disimulado procuró infundirle un poco de aliento.

-¿Vas a hablar? -le preguntó el anciano, aproximán­dosele.

-Ya te he dicho que no sé nada -repitió el prisionero con amargura-. Además, si te dijese o inventase alguna cosa, no por ello salvaría mi vida, ya que tu nieto Hossein no me perdonaría.

-¡No, por cierto; porque eres tú, canalla, el que orga­nizó el rapto de Talmá! Pero antes de comparecer delante del Profeta para afrontar el juicio supremo, deberías decir­nos dónde la escondieron los "águilas". Las buenas accio­nes son tenidas en cuenta por el gran justiciero.

-No sé nada y no me arrancarás ninguna otra pala­bra! ¿Quieres mi vida? ¡Pues bien, tómala!

-¡Desciéndanlo! -ordenó el "beg".

Tabriz le quitó al hombre la ropa dejándolo casi desnu­do; le ató las piernas y lo aseguró a una gruesa estaca plan­tada en medio de la fosa.

-Vacíen las bolsas -indicó el Agha a los hombres que habían traído el yeso.

Una vez que el blanco polvo cubrió al desgraciado hasta la altura de los hombros, le volcaron encima varios cubos de agua. El "mestvire", que hasta entonces había demostra­do un admirable coraje, no pudo refrenar un alarido de terror. El espantoso suplicio, más cruel que la decapitación la horca y aun el palo, había comenzado. Invento de los persas, que en todas las épocas se mostraron como los más feroces de los verdugos, y que todavía lo usan en algunas provincias aunque lo han suprimido en las ciudades donde hay cónsules europeos, fue muy pronto adoptado por los turcos, los afganes y los beluchistanes, todavía más salva­jes que los mismos persas. Como se sabe, el yeso, cuando ha sido mojado no tarda en espesarse y encerrar como en una prensa de hierro el objeto que rodea; fácil es, pues, ima­ginar la fuerza que ejerce sobre el cuerpo humano. La san­gre, sometida a esa formidable presión, que va aumentando por instantes, se detiene, brazos y piernas se inmovilizan, hasta que sobreviene la muerte.

El juglar, que sólo tenía la cabeza fuera de la masa blan­ca que lo ahogaba, comenzó a lanzar aullidos aterradores; sus facciones se habían descompuesto y los ojos muy dila­tados, parecían querer escaparse de su cavidad. El "beg" asistía impasible a la agonía y los demás circunstantes no demostraban la menor emoción por sus espantosos sufri­mientos. Sólo Abei Dullah se sentía asaltado de tanto en tanto por un estremecimiento.

-¿Confesarás? -volvió a preguntar después de un rato el barbiblanco jefe inclinándose sobre el reo.

Este le dirigió una mirada cargada de odio pero no mo­vió la boca.

-¡Más agua! -ordenó el "beg".

Se arrojaron sobre el atormentado otros dos cubos y se agregó más yeso. La masa le cubrió el cuello rápidamente y la cara se le puso violácea, la sofocación había comen­zado.

-¿No hablarás? -insistió una vez más el viejo.

-Si. .. -se le oyó en un estertor al moribundo.

-¿Adónde han llevado a Talmá?

-A... a ... Samar ...

No pudo continuar. Torció la vista, abrió enormemente la boca como si quisiera absorber todo el aire del espacio y dejó caer la cabeza hacia atrás. La asfixia había puesto fin a su atroz tormento.

 

 

CAPÍTULO 2

LA TIENDA DEL "BEG"

 

 

La luz se había extinguido en la, inmensa llanura que se extiende desde las riberas orientales del mar Caspio a las occidentales del lago Aral, cuya sola vegetación se compo­ne de hierbas que en verano el sol ardiente reseca y revi­ven lozanas bajo el clima invernal. La noche no era muy oscura, sin luna ni estrellas; el cielo estaba lleno de vapores y el frío se sentía intensamente a causa de la abundante escarcha que cubre en la estación de otoño ese suelo que en estío quema como una brasa. Un viento seco y cortante que venía del mar, soplaba con intermitencias, doblando las al­tas hierbas y haciendo oscilar la tienda del Giah Ágha, pese a la gran piedra que tenía atada a la correa central para darle mayor estabilidad.

Los turcomanos, esos terribles nómades que tanto que­hacer dieran no pocas veces a rusos, persas, beluchistanes y hasta afganos, son famosos por la construcción de sus tiendas, capaces de resistir los vientos impetuosos que se desencadenan en aquellas interminables planicies. Tienen una forma especial, diferente de la de los árabes y más aún de la de los "wigwam", los pieles rojas americanos Semejan elevadas cúpulas debido a que su armazón con­siste en pértigas elásticas profundamente plantadas en el suelo, con la parte superior arqueada y bien sujeta’ a un anillo de hierro. El revestimiento es de fieltro muy com­pacto, impenetrable a la lluvia y de color oscuro.

Aunque esas viviendas no son en general muy amplias, las de Giah Agha eran de excepcionales dimensiones, prue­ba de que su dueño no pertenecía a la simple clase de los criadores de caballos y camellos. Antes de armarla se ha­bía limpiado bien el terreno y ahora se hallaba extendida sobre él una magnífica alfombra persa de dibujos y colores bellísimos. Contenía valiosos cofres de cedro del Líbano lle­nos de incrustaciones de metal y grandes almohadones y co­jines de seda roja con bordados de plata. De las pértigas colgaban armas dignas de un príncipe: arcabuces de lar­guísimos caños cubiertos de delicados arabescos y madreper­las en las culatas; "cangiares" de acero fino en cuyas em­puñaduras se hallaban engarzadas zafiros y turquesas y en las hojas llevaban burilados versículos del Corán. En un ángulo se veían acurrucados cuatro hermosos halcones con las cabezas encerradas en capuchas de cuero y las garras sujetas con cadenitas de plata, los cuales gemían queda­mente cada vez que la pesada piedra bomboleaba e impri­mía a la tienda violenta oscilación.

El anciano "beg", tendido sobre un muelle almohadón y con la cabeza apoyada contra una pértiga, fumaba plá­cidamente mirando distraído a los pájaros y prestando aten­ción a los susurros del viento. Su narguilé, de cristal puro y grabado con viñetas doradas, expandía a intervalos con medida lentitud, por el tubo sobrante, nubecillas de humo impregnadas de un agudo olor a rosas, que se confundían con las que salían de los labios del fumador. Este había con­sumido casi todo el tabaco y el agua comenzaba a burbujear cuando una fuerte ráfaga que conmovió la tienda lo hizo sobresaltar.

-¿No le habrá sucedido alguna desgracia al excelente Hossein? -murmuró- ¿Y qué será de Abei Dullah? ¿Dón­de se habrá detenido la caravana? Estamos en la víspera de la boda y ya deberían estar aquí para limpiar las armas y preparar los caballos para la gran carrera.

Como si quisiese dar consistencia a sus presentimientos, se oyó en ese instante un tiro de fusil que repercutió lar­gamente dentro de la tienda. El anciano dejó caer la cánula de su pipa y se incorporó llamando.

Apareció un turcomano de enorme estatura, imponente aspecto, gran barba rojiza e hirsuta y un par de ojos rapa­ces. Vestía como los de clase inferior: sombrero velludo en forma de piña, casaca de fieltro grosero, ancho cinturón de cuero que sostenía dos "cangiares" de curvas hojas, y botes negras terminadas en punta.

--¿Qué deseas, "beg"? -preguntó.

- -¿Has oído? ¿Habrá sido Hossein el que hizo fuego?

- -Sí, patrón; es su arcabuz el que ha disparado. Recono­cería el tiro entre mil.

-¿Contra quién lo habrá hecho? -caviló el viejo pre­ocupado.

-No te inquietes, "beg" -lo tranquilizó el gigante-. Tu sobrino es el hombre más valeroso de la comarca y yo dormiría confiado aunque lo supiese haciendo frente a vein­te enemigos.

-Antes de partir me habló de movimientos de los "águi­las de la estepa" y tú sabes que cuando estos salteadores abandonan los desiertos del Aral, nunca lo hacen en corto número.

-Hossein se ríe de ellos -dijo el coloso encogiéndose de hombros-. Por otra parte, es bien conocido en la estepa el Giah Agha. ¿Quién osaría atacar a sus familiares? Bien saben esos bandidos que, peses tus años, no ha perdido tu brazo su fortaleza y que los guerreros de tu tribu son de los más valerosos. ¿No condenaste acaso a la ceguera el año pasado a diez barbas blancas que habían acaudillado a la partida de "águilas" que asaltaron una de tus caravanas? La lección les habrá servido de escarmiento, patrón...

-¡Escucha, Tabriz! -lo interrumpió el anciano.

-No oigo más que el murmullo del viento entre las hierbas.

-¿Lleva los perros consigo Hossein? ¿No los sientes ladrar?

-Van con él, sí, pero no los oigo.

-No estoy tranquilo, Tabriz.

-¿Quieres que monte a caballo y vaya en busca de tu sobrino?

-¡No es necesario, mi bravo titán! -declaró en ese mo­mento una voz sonora a la entrada de la tienda-. ¡Aquí me tienes, padre; completamente sanó!

El recién llegado era un joven no mayor de veinte años, cuyo hermoso semblante más reproducía las perfectas líneas masculinas de los persas que las angulosas y rudas de los turquestanos. Era de elevada estatura y de formas vigo­rosas; ojos muy negros y vivaces coronados por cejas tan tupidas y oscuras que parecían pintadas con antimonio; tenía una boca tan bien dibujada que la hubiera envidiado una niña y le daba sombra un bigotito castaño terminado en audaces puntas. Su rostro reflejaba la franqueza y la osadía y se adivinaba en sus miembros una fuerza poco co­mún. Vestía como los grandes señores de Ispahán y Tehe­rán: una casaca más bien corta, de anchos bordes dorados y abierta en el pecho para dejar en descubierto la camisa de blanca seda; amplia faja encarnada; calzones a la turca que le llegaban a las rodillas; altas botas amarillas con muchos pliegues, como las de los usbeki. En lugar de turbante cubría su cabeza una especie de "hobak" tártaro coronado por un pequeño penacho.

-¿Estabas intranquilo, padre? -preguntó el joven des­prendiéndose del fusil que llevaba colgado a la espalda y del "yatagán" de vaina roja laminada de oro.

-¿Fuiste tú el que tiró hace poco, hijo mío? -inquirió a su vez el anciano, ya sereno.

-Sí, padre, disparé a quinientos metros de la tienda. -¿Contra quién?

-Me pareció ver una sombra que se deslizaba entre las hierbas y temiendo se tratase de algún asesino, le envié un tiro de advertencia para hacerle comprender que está­bamos en guardia.

-¿Lo mataste?

-No lo sé, pero dentro de poco regresarán los perros y si hubiera caído, traerán algún trozo de su vestidura...

En ese momento dos de esos animales penetraron en la tienda: un lebrel al que los turcomanos llaman "tazé", grue­so, alto, pesado, de mandíbulas formidables y un "gurdios" bajita, de orejas punteagudas, especie apta para toda clase de caza especialmente la del zorro, al que siguen obstina­damente durante días y noches enteros. Hossein miró al más grande y constató que no tenía nada en la boca ni estaba manchada de sangre.

-¿Será posible que haya fallado? -comentó-. Sin em­bargo, hay pocos en la estepa que sepan emplear el arcabuz con tanta eficacia como yo.

-Has de haber tirado contra una sombra -sonrió el viejo-. ¿No has visto a los "águilas"?

-No, padre -daba este nombre al anciano- pero uno de nuestros camelleros me dijo que ayer por la mañana varios pastores le advirtieron que tuviera los ojos bien abier­tos porque habían visto pasar muchos jinetes sospechosos la noche anterior.

Giah Agha hizo un gesto de duda y expresó:

-Nadie se atrevería a asaltarnos, hijo; ocupémonos, pues; de tu matrimonio. Piensa que mañana debes presentarte a tu novia con los mejores atavíos y las más bellas armas.

El rostro del joven se iluminó de intensa alegría.

-Suspiro por el instante en que volveré a verla, esta vez

para hacerla mía. Hace tres meses que estamos separados.

-¡Parece que la quieres mucho, muchacho!

-¡Más que a la vida, padre! Y creo que seré el hombre más dichoso de la estepa.

-No te falta razón. Hossein, pues si a ti te consideran el joven más brillante que existe entre el Caspio y el Ara¡, ella es la más extraordinaria criatura que ha salido de las manos de Allah.

Con los ojos semicerrados el muchacho parecía perseguir una visión encantadora, porque tardó algún instante en volver a la realidad y ordenar:

¡Tabriz, tráeme mis armas! Voy a darles tal brillo que van a encandilar las hermosas pupilas de mi adorada Talmá!

El gigantesco turcomano, que hasta entonces había estado contemplando al joven con una especie de adoración, se acercó a un gran cofre cerrado de hierro y extrajo dos espléndidos "cangiares" con mangos de plata cincelada y engastados de turquesas y esmeraldas; un par de pistolas con placas de oro en las culatas y un sable legítimo de Damasco. Hossein se acomodó sobre un cojín y con un pe­dazo de fieltro se puso a frotar vigorosamente los metales. El viejo "beg" había vuelto a asir la cánula de su narguilé y fumaba espaciosamente a la par que seguía con interés y visible complacencia los movimientos de su sobrino. Tabriz, junto a la puerta, con los dos perros acurrucados a su lado, escrutaba en la negrura de la noche la miste­riosa llanura. Durante algunos minutos reinó en la tienda un gran silencio sólo interrumpido por el crujir de las pértigas, hasta que Giah Agha preguntó a Hossein:

¿Llegará la caravana antes del alba?

-No lo creo, padre -contestó el muchacho-. Los camellos estaban agotados y también los caballos, salvo el de mi primo Abei.

-¿Por qué no vino con nosotros Abei? Ahora se encon­traría mejor aquí que acampando en la estepa. La caravana cuenta con bastantes hombres para defenderse.

Hossein dejó la pieza que estaba limpiando, se puso de pie y mirando fijamente al anciano le dijo:

-¿No has notado, padre, que desde hace algún tiempo mi primo ha cambiado de humor?

-Es verdad -confirmó el "beg" después de un mo­mento de reflexión-. Me he dado cuenta de que se ha vuel­to excesivamente frío y muy avaro de palabras. Es que sin duda ha de pensar con demasiada intensidad en su bella prima, pero deberá tener paciencia y cumplir antes los veinte años para que le entregue a la muchacha que ama. Y entonces, tú en las orillas del Aral, él en las costas

del Caspio y yo en la estepa, uniremos los dos mares y la planicie con nuestros corazones.

El sobrino lo dejó hablar y cuando hubo terminado le replicó:

-¡La muchacha que ama! ¡Te engañas, padre! ¡No la ama, la detesta!.. . ¿Y sabes por qué?

El barbiblanco hizo un gesto de estupor. Hossein pro­siguió:

-Porque le dijeron que la hija del Rahn de los Tadyicki sólo hubiera aceptado la mano de un hombre... -Se inte­rrumpió indeciso.

-Continúa -lo alentó el anciano. -... que se llama el "beg" Hossein.

-¡Tú!

-Eso se dice.

-¡Pero yo la he destinado a tu primo! -gritó Giah Agha con la frente contraída.

-El "beg" Hossein únicamente ama a la bella Talmá; su corazón no late sino por la más esplendente hija de los sartos. Nada tiene que temer Abei de mí, padre; bien sabes que soy leal.

-Sí -reconoció el viejo "beg" ya tranquilo-; eres de­masiado noble para engañar a tu primo. Los dos han crecido juntos; su padre y el tuyo eran hermanos y ambos cayeron valientemente combatiendo contra las falanges del kahn de Bukara; por tus venas y las de Abei corre la misma san­gre. Los adopté a los dos y los amo como si fuesen carne de mi carne; todas mis riquezas les pertenecerán un día, pero ¡guay si surgiere entre ustedes alguna rivalidad! ¡El anciano Giah Agha, el antiguo guerrero que hizo temblar hasta a los rusos, sería inexorable!

-Soy leal -repitió el joven- y sólo amo a ti y a Talmá.

En ese instante Tabriz se levantó rápidamente para con­tener a los perros que se habían puesto a aullar y force­jeaban por lanzarse afuera.

-¿Qué pasa? -preguntó el señor-. ¿Es el murmullo del viento o los dulces sones de una "guzla" lo que percibe mi oído? ¿Quién puede ser el hombre que en una noche semejante se divierta haciendo música en medio de la estepa?

No había terminado de decirlo cuando el grueso lebrel dio un fuerte ladrido y Tabriz informó:

-Oigo nítidamente el galope de un caballo. ¿Será alguno de la caravana?

Hossein sin hablar tomó su largo fusil y lo martilló.

-¿Qué haces? -le preguntó el "beg".

-Puede ser un "águila", padre -respondió el joven yendo a reunirse con Tabriz que trataba de atravesar las tinieblas con la mirada.

-Sí, es un caballo -confirmó el coloso turcomano- y parece venir de occidente. ¿No lo distingues, patrón?

En la oscura línea del horizonte que el leve resplandor de algún relámpago lejano alumbraba de cuando en cuando se divisaba la figura de un animal,-que se acercaba en carrera desenfrenada.

-¿Quién vive? -le gritó Hossein apuntando su fusil cuando estuvo a corta distancia.

-¡Abei Dullah! -contestó una voz traída por el viento.

-¡Mi primo! -exclamó el joven sorprendido-. ¿Por qué habrá abandonado la caravana que conduce los regalos de boda para mi prometida? ¿Habrá sido asaltada por los bandoleros esteparios?

El jinete, que avanzaba a gran velocidad haciendo dar al corcel ’saltos extraordinarios para salvar las grietas del terreno, en pocos segundos estuvo junto a la tienda y aban­donó la silla con habilísimo movimiento.

-¡La ventura sea contigo, Hossein! -gritó como saludo, mientras Tabriz tomaba al caballo por la rienda-. ¿Está nuestro padre todavía despierto?

-Sabes bien que no se duerme en vísperas de bodas -respondió el primo- y que el novio esta noche debe preparar sus armas.

 

 

CAPÍTULO 3

EL "MESTVIRE’’

 

 

Giah Agha al ver entrar a Abei cuya insignificante figu­ra aparecía más mezquina junto a la de su primo Hossein, se levantó para inquirir con cierta ansiedad:

-¿Traes acaso alguna mala noticia, Abei?

-No, padre -lo tranquilizó el recién venido tratando de evitar su inquisidora mirada-. La caravana no corre ningún peligro, a pesar que desde hace algunos días ha sido señalada en el norte una numerosa banda de "águilas de la estepa".

-¿Por qué has abandonado a nuestros hombres? -quiso saber el anciano.

-Para poder pasar con mi primo su última noche de libertad. Mañana se habrá unido para siempre a la mujer que ama y ya no podré gozar de su grata compañía. Por lo demás, nuestros hombres se bastan para tener a raya a los bandoleros.

-¿Está preparado tu caballo para la gran carrera? Quie­ro que demuestres a los sartos la habilidad de los jinetes del Caspio.

-Desde hace siete días sólo lo alimento con heno bien seco -informó Abei-. Correrá más veloz que el viento, como las trombas de arena de los desiertos turanos. Tabriz: tráeme un narguilé y "cumis" para hacer más pla­centera la velada.

El coloso ató el caballo a un poste plantado a unos pasos de la tienda junto a otros tres soberbios ejemplares; luego trajo un gran vaso que contenía leche de camella fermen­tada y otra pipa de cristal de agua y provista del fuerte tabaco llamado "tumbac". Abei se había sentado en cucli­llas cerca de los halcones y se puso a sacudir las cadenas para despertarlos. Hossein había vuelto a dedicarse al pu­lido de sus armas; el viejo "beg", recostado en sus almo­hadones, chupaba lentamente de su boquilla de ámbar. To­dos permanecieron callados durante algunos minutos. Abei parecía divertirse en irritar a los pájaros, aunque un obser­vador habría notado como a veces fijaba en el primo su mirada y contraía los labios en una perversa sonrisa. La voz de Tabriz rompió el silencio.

-Lo que usted oyó, patrón, fue realmente el sonido de una "guzla" y parece que se viene acercando -dijo.

Abei Dullah se estremeció y dejó de fumar.

-¿Ves a alguien? -preguntó al servidor el viejo jefe.

-No, todavía -contestó éste.

-¿Algún músico o romancero de la aldea de Talmá?

-No sería difícil que lo hubiese enviado mi prometida -dijo Hossein levantando la cabeza-. Tú sabes, padre, que los sartos tienen la costumbre de hacer concurrir a los más famosos para animar sus banquetes nupciales.

Un hombre había surgido de la oscuridad y ahora apre­suraba el paso guiándose por la luz que expandía la lámpa­ra colgada delante de la tienda. Desde la puerta saludó a sus ocupantes:

-¡Que Allah los cubra con su protección, mis buenos señores! Permítanme que alegre la velada del futuro esposo de la incomparable Talmá, la bella entre las bellas.

-Aproxímate -le dijo Tabriz-. La tienda del "beg" Giah Agha esta noche está abierta para todos,, hasta para los bandidos de la estepa, si viniesen con buenas inten­ciones.

El músico, arrancando sones a las cuerdas de su ins­trumento, penetró en la tienda mostrándose en plena luz. Era el mismo que soportaría más tarde el espantoso suplicio inventado por la mente infernal de los verdugos persas. Llevaba en la cabeza un pesado gorro de piel de cordero negro, en forma de cono truncado y vestía una largó túnica de burdo paño oscuro que le llegaba hasta las gruesas botas claveteadas. Todas sus armas parecía consistieran en un "yatagán" de ancha hoja, pero cierto abultamiento de la ropa hacía sospechar que llevase alguna pistola.

-¿De dónde vienes? -le preguntó el "beg".

-De la casa de la sin par Talmá, mi señor -respondió humildemente, curvando su dorso de bisonte-. He tocado bajo sus ventanas hasta la puesta del sol.

-¿Es ella la que te manda? -quiso saber Hossein.

El músico tuvo una breve hesitación, y antes de con­testar, miró de soslayo a Abei, que estaba entretenido con los halcones. Después de un rato dijo:

-No, mi señor.

-¿Cómo has sabido, pues, que acampábamos aquí?

-Un pastor sarto me lo reveló y decidí venir a rego­cijar tu noche. Soy pobre y debo aprovechar todas las buenas ocasiones que se me ofrecen para poder vivir y ellas no se presentan todos los días.

-Mi siervo te dará de comer y beber -declaró el an­ciano- y cuando te vayas, no será con la bolsa vacía. Ta­briz: trae algo para este hombre.

El gigante abrió un cofre, sacó un plato de plata llenode trozos de cordero asado y lo puso cerca del "mestvire" que se había sentado sobre la alfombra y templaba su "guzla".

-Voy a narrarles, mi señores -comenzó éste- la his­toria del alfarero de Albonaz. ¿La conocen?

-No -respondió el "beg".

-Escúchenla, entonces:

Al pie de las montañas de Albonaz, en una peque­ ña aldea, habitaba un "mollah"4 de nombre Tafi­let. Un día fue a visitarlo un alfarero al que conocía muy bien por haberle comprado varias veces vasijas de barro. El "mollah", aunque pobrísimo, era muy hospitalario y le ofreció lo que tenía: moras e higos secos, después de lo cual ambos se echaron a la som­bra de un bosquecillo de granados, al borde de un arroyo, y se entretuvieron fumando y conversando. En cierto momento dijo el alfarero:

-Tengo en casa una hija que es bella como una flor de la estepa y ha alcanzado la edad del matri­monio. Si la pudiese colocar convenientemente, yo recuperaría mi libertad y podría casarme otra vez, pues mi primera esposa se me murió hace mucho tiempo.

-Mi querido amigo -le replicó el "mollah"- yo también tengo una hija cuyo rostro es hermoso como la luna, sus cabellos semejan hilos de. oro y tiene los labios más rojos que el fruto de los árboles bajo los cuales nos hallamos. Pero ¿para qué nos sirven a ti y a mí los encantos de nuestras criaturas? Una esposa vale más que una hija, porque atiende con mayor celo los quehaceres domésticos.

Al final, los dos viejos acordaron cambiarse las respectivas hijas: el "mollah" se casó con la del alfa­rero y éste con la del "mollah". Desgraciadamente la primera era una cabecita alocada y poco después del matrimonio empezó a dirigir miradas dulces a los jóvenes cazadores que frecuentaban la aldea los días de mercado. El "mollah" se dio cuenta de ello y en castigo le cortó la nariz y la mandó de vuelta a casa de su padre, con la explicación de que la había pues­to en ese estado para que adquiriese juicio. El alfa­rero al verla mutilada se quedó perplejo y discurrió de esta manera:

-Si mi hija se muestra sin nariz en la aldea, la gente se burlará de mí y me pondrá de apodo "el padre de la desnarizada". ¿Cómo podré soportar semejante ultraje?

Y para que nadie pudiera mofarse de él, la mató. Pero luego, exaltado por los remordimientos pensó

-El "mollah" se portó como un bruto y me debo vengar.

Llamó a su mujer y le dijo:

-Tu padre le cortó la nariz a mi hija y tuve que matarla para no convertirme en el hazmerreír del vecindario. Ahora es preciso que yo tome mi revan­cha, cha, de manera que voy a cortarte también a ti la nariz y las orejas por añadidura, para devolverte a tu padre.

Al oír esto, la muchacha estalló en sollozos y le pidió que le concediese algunos días de gracia.

-No quiero negarte alguna concesión -dijo el alfarero; esperaré hasta mañana, así podré afilar me­jor mi cuchillo.

A las once de la noche el hombre, que en contra de la prohibición del Profeta bebía demasiado, se hallaba profundamente dormido y la muchacha, que no deseaba verse desfigurada, se deslizó de la cama sin hacer ruido y abandonó la casa.

La noche era fría, borrascosa y muy oscura, pero la hija del "mollah" sabía dónde se encontraban las tiendas de la tribu de los terines, a los que quería pedir protección, ya que no dudaba que si regresaba a la casa de su padre éste la mataría para evitar pleitos con el alfarero y si apelaba a las autoridades, acabaría por ser entregada a su marido.

Después de haber cruzado la planicie, atravesado montañas, vadeado ríos de aguas heladas y haberse extraviado no pocas veces, llegó... no al campa­mento mento de la tribu que buscaba, sino a uno de los rusos del mar Caspio. Y cuando la aurora asoma­ba por oriente, la mujer del alfarero e hija del "mo­llah", llah", se dio por salvada."

Aquí interrumpió el "mestvire" su relato y arrancó algu­nos acordes a las cuerdas de su instrumento.

-¿Y después? -preguntó Hossein que había escuchado la historia con sumo interés.

-Después -concluyó el romancero con tono marcada­mente burlón- la muchacha se Basó con el jefe de una tribu turcomana y dejó en sus manos, a los tres meses de matrimonio, la nariz y las orejas.

Y coronó el epílogo con una ruidosa carcajada que hizo palidecer intensamente al orgulloso joven.

-¿Qué es lo que quieres demostrar con esa historia? -preguntó éste con las cejas fruncidas.

-Que todas las mujeres son infieles -le contestó el músico.

-¿Y vienes a decírmelo justamente a mí, que estoy por casarme. con Talmá? ¿Esconde acaso tu relato una amo­nestación o alguna otra cosa?

-Yo no lo sé, mi señor -expresó humildemente el mestvire"-. Sólo narro lo que he aprendido y nada más.

-Cuenta algo mejor -intervino el anciano al observar que el enojo de Hossein aumentaba por grados-. Los romanceros de nuestra estepa son más poéticos en sus relatos:

El juglar pareció concentrarse, pero por debajo de sus tupidos párpados miraba fijamente a Abei Dullah el cual simulaba no prestarle ninguna atención. Luego bebió la mitad del vaso de "cumis", templó la "guzla" y dijo:

-Escuchen esta canción:

He buscado la tumba de mi amada y no supe en­contrarla. contrarla. ¡Ay de mí! suspiraba gimiendo, ¿dónde es­tá mi adorada?...

Divisé una rosa entre hojas y espinas, sola, aislada, y la interrogué con el corazón palpitante: ¿Eres tú mi amada? La flor en señal de asentimiento se estre­meció meció e inclinándose dulcemente dejó caer algunas gotas de rocío, símiles a lágrimas.

Un ruiseñor voló por encima de mi cabeza y se posó sobre una mata. Me dirigí a él y le pregunté con voz tierna: ¿Eres tú mi amada? El ave extendió las alas, tomó con el pico la rosa y en su melodioso len­guaje me respondió que sí.

Una blanca estrella iluminó de improviso con suave fulgor a la rosa y al ruiseñor. Interpelé a la estrella magnífica en su belleza: ¿Eres tú mi amada? Y ella me contestó con un chispazo de luz que hirió mis ojos.

El aire en ese momento me acarició levemente el rostro y me susurró al oído: ¡Ahí está la que buscas!

¡No te inquietes por ella! Transcurre los días tranquila desde la aurora hasta el crepúsculo; pasa la noche serena desde el atardecer hasta la madrugada; el ser que tú has amado se ha dividido en tres: una rosa, un ruiseñor, una estrella... "

El "mestvire" se puso de pie.

-La noche es oscura y los lobos pueden salir de sus ma­drigueras -dijo-. Mañana tengo que hallarme delante de la casa de la bella Talmá y habré de tocar y cantar larga­mente... ¡Buenas noches, mis señores!

-¿Por qué no pernoctas aquí? -quiso saber el "beg"-. No faltan ni cojinetes ni tapetes y podrás comer y beber hasta hartas te.

-Prefiero volver a mi humilde choza -manifestó el "guzlero"-. Tengo mucho que pensar para extraer de mi memoria los cuentos más hermosos que quiero relatar ma­ñana durante el banquete de bodas.

Giah Agha sacó de uno de sus bolsillos una bolsita con­teniendo varias monedas de oro y la arrojó a su huésped que la atrapó al vuelo.

-¡Buena suerte, mi señor! -deseó con un dejo de ironía en el tono a Hossein, ocupado en fregar vigorosamente el caño de una pistola.

Cambió una imperceptible seña con Abei Dullah y des­pués de hacer una profunda reverencia al viejo "beg", con su "guzla" en bandolera salió de la tienda. Durante algu­nos segundos se le oyó canturrear, hasta que el murmullo de las hierbas movidas por el viento cubrió su voz.

 

 

CAPÍTULO 4

EL MENSAJERO

 

 

En el cielo tenebroso no brillaba ni una estrella; fuertes ráfagas hacían inclinar los tallos de las plantas hasta casi. tocar el suelo y por intervalos rumoraba en lontananza el ronquido del trueno sin el acompañamiento de los relám­pagos. A pesar de conocer al dedillo el terreno que pisaba, al "mestvire" le costaba bastante trabajo orientarse en aquella oscuridad.

-He aquí una noche propicia para los "águilas de la estepa" -iba mascullando-. Se arrojarán sobre la presa con mayor velocidad que los halcones de Abei Dullah y el enamorado esposo se verá privado de la bella Talmá. El primito sabe dirigir bien sus negocios y es más generoso que el khan de Bukara. ¡Pobre "beg" Giah Agha! ¡Esta vez tu barba blanca vale menos que la naciente de un jovenzuelo de veinte años!

Levantó la cabeza, miró las nubes que pasaban empu­jadas por el viento cada vez más fuerte y expresó casi en voz alta:

-Hay que abrir bien los ojos.

Extrajo de debajo de la túnica dos pistolas, las colocó en la cintura al lado del "yatagán" y continuó su marcha tarareando:

-Hay quien bebe el Vino igual que si fuese agua y se conserva manso como un cordero; otro canta tal que una alondra; un tercero adquiere la fuerza del toro; alguno se transforma en tigre feroz con alma de demonio; son muchos los que se ponen a hacer muecas símiles a las de los monos y no falta el que se siente feliz revolcándose en el fango lo mismo que un puerco. Además...

El músico ambulante interrumpió bruscamente su cantu­rreo, se puso a escrutar las tinieblas y tendió el oído incli­nándose para escuhar mejor. Entre el ruido de las hierbas sacudidas por el viento percibió un silbido.

-Hadgi -reconoció-. Podía haberme esperado un poco más lejos. ¡En buen aprieto me encontraría si el mastodonte del turcomano me hubiese acompañado!

Todavía podía distinguirse a la distancia la tienda del "beg" de la que se filtraba un rayo de luz que iluminaba largo trecho de la llanura.

-Por suerte nadie se ocupará ya de mí, fuera de Abei Dullah, que pondrá el mayor cuidado en no traicionarse.

Se llevó dos dedos a la boca y emitió un prolongado sil­bido al cual contestó otro a breve distancia. Un instante después una sombra humana surgió a pocos pasos.

-¿Águila? -preguntó el "mestvire" con la mano apoya­da en la empuñadura de una pistola.

-Soy Hadgi, jefe -respondió la sombra.

-No pensaba que estuvieras a tan breve distancia de la tienda del "beg".

-Era necesario que te hablase urgentemente. -¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

-Algún sarto ha descubierto nuestra presencia, porque la casa de Talmá fue cerrada esta noche más temprano de lo habitual y se han oído rumores como si estuvieran barricando las entradas.

-¿Habrán cometido tus hombres la imprudencia de ha­cerse ver en las cercanías?

-No, jefe.

-¿Ninguno estuvo en la aldea de los sartos?

-No; permanecieron todo el día ocultos entre las altas hierbas.

-¿Quién puede habernos traicionado? A pesar de todo, es indispensable dar el golpe esta noche, mientras Hossein esté lejos. Además, así lo he convenido con su primo.

-Mi gente está lista.

-Como comprenderás, no quiero perder los cinco mil "thomanes" que me prometió, suma que ni el khan de Chiva pagaría por una muchacha, aunque fuese la más bella de la estepa quirguisa.

-Tampoco nosotros deseamos perder la parte que nos corresponde -dijo Hadgi.

-¿Qué disposiciones has tomado?

-La casa de Talmá está rodeada a corta distancia por mis hombres, que no esperan más que mi orden para asal­tarla. No nos llevará mucho tiempo, sobre todo no contan­do con la presencia del terrible Hossein, tan distinto de su miedoso primo.

-La noticia le llegará un poco tarde. La tienda del "beg" está muy alejada y los disparos no podrán oírse. Por otra parte, trataremos de no emplear las armas de fuego. ¿Te has informado de las fuerzas de que dispone Talmá?

-Ocho servidores y un par de mujeres.

-Bien, vamos allá; la medianoche no debe estar lejos.

Los dos bandidos se pusieron en marcha. Hadgi, que poseía mejor vista que su compañero o más sentido de orientación, tomó la delantera y avanzaba encorvado para resistir mejor los embates del viento. Cuando éste se levanta en la estepa turquestana conduce tal cantidad de arena de los vecinos desiertos, que llega a interceptar a veces los rayos solares. Las trombas son tan comunes en esas regio­nes, que hasta en los días en que no sopla la más leve brisa se ven elevarse grandes columnas del suelo y desfilar por la llanura. Los indígenas, que las temen sobremanera por­que a menudo les impiden abandonar sus tiendas, les dan el nombre de "shaitans", que quiere decir demonios.

-¿No oyes nada, Hadgi? -preguntó el "mestvire" de­teniendo de pronto al compañero.

-Sólo el viento -respondió el otro.

-No, escucha bien: es el galope de un caballo. ¿Algún siervo de Talmá que haya podido abandonar la casa sin ser visto para advertir al "beg"? Prepara tu arcabuz, ¡rápido!

Ambos cómplices se aplastaron en el suelo. Á pesar del viento se percibía perfectamente el galope -de un caballo lanzado a rienda suelta, pues los cascos resonaban contra la tierra arcillosa. Al rato en la hosca línea del horizonte se dibujó confusa la silueta de un caballero.

-Apunta tú al jinete, yo lo haré al animal -dispuso el romancero.

-Lástima no poder verle la cara antes de mandárselo al Profeta -ironizó Hadgi.

-¿Estás seguro de que no se ha movido ninguno de los nuestros?

-Ordené que nadie se alejase de los alrededores de la casa, pasara lo que pasara, y bien sabes, jefe, que nuestra gente obedece.

-Entonces no te preocupes y derriba al jinete -dispuso fríamente el, "guzlero"-. Uno más o menos no va a turbar nuestras conciencias.

El desalmado levantó su arcabuz y apoyó el codo sobre la rodilla para afirmar la puntería. El mensajero pasaba entonces a unos cuarenta pasos de distancia. Dos lampos iluminaron la noche: el jinete se abatió sobre el cuello del caballo mientras este pegaba un brinco y lanzaba un relin­cho de dolor.

-¡Tocados! -gritó el "mestvire" con sonrisa feroz-. ¡Los "águilas de la estepa" no erran nunca! ¡Vamos, Hadgi!

Con enorme sorpresa oyeron a una voz airada exclamar:

-¡Pero no siempre matan, malvados! ... ¡Vuela, Kasmin!

El noble bruto dio un salto de costado y reanudó su des­enfrenada carrera mientras el dueño se aferraba a su cuello, señal de que había sido herido gravemente.

-¡Se nos escapa! -aulló el "mestvire" lleno de rabia.

-No te preocupes, jefe. Ese hombre no llegará vivo a la tienda del "beg" -le aseguró Hadgi-. Mi bala debe de haberle atravesado el cráneo o quebrado la columna ver­tebral.

-Así será, pero más me hubiera gustado verlo aquí caído.¿Qué haremos ahora?

-Atacar en seguida la casa de Talmá, jefe. Si tardamos, podemos perder los "thomanes" de Abei Dullah.

-Tienes razón, corramos. No creo que encontremos mu­cha resistencia y podremos despachar el negocio rápida­mente.

Mientras los dos compinches apresuraban el paso para alcanzar la aldea, el caballo herido corría como una luz en dirección a la tienda de Giah Agha guiado por los reflejos que se desprendían de ella. El pobre animal jadeaba ininte­rrumpidamente y de su boca se escapaban sordos relinchos junto con abundante saliva que manchaba su reluciente pelaje negro. El jinete, casi agonizante, tenía la cara pegada a sus crines y reunía sus postreras fuerzas para mantenerse en la silla. Cuando el caballo se detuvo a la puerta de la tienda, dobló las rodillas y se desplomó.

El inmenso Tabriz, que desde hacía rato había estado - tendiendo el oído al galope cada vez más próximo, salió rápidamente y llegó a tiempo para recibir en sus brazos al infeliz mensajero antes de que cayese de la montura. Hossein apareció en ese momento llevando en la mano una tea encendida.

-¡Un hombre herido! -exclamó.

-Sí, y un caballo que se muere -completó Tabriz.

El -gigante depositó al jinete sobre un almohadón, soste­niéndole la cabeza para evitar que los flujos de sangre lo ahogaran. Parecía a punto de expirar. Se acercaron Abei y el anciano y todos lo contemplaban ansiosamente. Era un joven de unos veinticinco años, de piel morena, nariz encor­vada y pequeña barba rojiza. Llevaba una casaca de gruesa lana y un cinturón de cuerda del que colgaba un "cangiar". Tenía una herida en el costado derecho y de ella salía la sangre a borbotones.

-Es un sarto -dijo Hossein-. ¿Quién habrá sido el asesino?

-Sóplale en la boca, Tabriz -indicó el "beg" al ver que el desdichado hacía esfuerzos por mover los labios.

Obedeció el coloso y el herido en seguida abrió los ojos fijándolos sobre Hossein al tiempo que balbuceaba:

-Talmá... a la casa... los "águilas"... pronto...

El joven dejó escapar un alarido.

-¿Qué dices?... ¿Talmá en peligro? ... ¡Habla, habla antes de que la muerte te lleve!

El moribundo asintió con la cabeza y casi en un soplo agregó:

-Los "águilas"... celada... rodean la casa... corran...

Se enderezó hasta sentarse y se mantuvo un instante en esa posición, luego un estremecimiento sacudió todos sus miembros y se derrumbó sobre el cojín.

-Ha muerto -anunció el viejo "beg".

-¡Ah... pero yo lo vengaré! -gritó Hossein lanzando llamas por los ojos-. ¡Los bandoleros han invadido nues­tra estepa, pero no conocen todavía el peso de mi "cangiar"! ¡Mi caballo, Tabriz! ¡Mi fusil, mis pistolas! ...

-¿Adónde quieres ir, primo? -le preguntó Abei.

-¡A salvar a Talmá o a morir a su lado! -le respondió el joven con ímpetu.

-¡Eres un valiente, Hossein! -expresó el Giah Agha con­templándolo con orgullo-. Digno hijo del que con un solo gesto hacía temblar a los piratas de la estepa quirguisa. Pero vas a cometer una imprudencia. Esperemos que llegue nuestra escolta o, mejor todavía, mandemos a Tabriz a alcanzarla. Dentro de una hora y media nuestros hombres pueden estar aquí.

-Yo me encargo de ello -se ofreció Abei-. Lo mismo que tú, primo, no temo a los "águilas de la estepa".

-,Y tú, padre, vas a quedarte aquí solo! -se inquietó Hossein.

El viejo "beg" se había levantado, las facciones contraí­das, la mirada flameante.

-¡Que prueben esos reptiles a asaltar mi tienda! -bra­mó-. ¡Anda Hossein, ve a defender a tu prometida! Y tú, Abei, corre a buscar a la escolta y ataca con ella por la espalda a esos bandidos.

-Los caballos están prontos -vino a anunciar en ese momento Tabriz-. Podemos partir.

-¡Adelante, Hossein! -lo alentó el barbiblanco-. ¡No economices hierro ni fuego! ¡Yo te seguiré con el pensa­miento!

Abrazó al valeroso joven y lo acompañó fuera de la tienda.

-¡Monta, patrón! -gritó el gigante echándose en ban­dolera dos largos arcabuces-. Desfondaremos las líneas de esos malhechores y pasaremos por ellas como dos proyecti­les. Prepárate, mi bravo Agar, a competir con el viento!

Segundos más tarde Hossein y su descomunal siervo ha­bían desaparecido entre las sombras de la noche.

 

 

CAPÍTULO 5

A TRAVES DE LA ESTEPA

 

 

Ambos corceles corrían como si en efecto hubiesen que­rido ganar en velocidad al viento que barría sin descanso la interminable llanura. Eran dos bellos ejemplares persas, menos delgados y de formas más bellas ’que los de raza árabe, de cabeza alargada y patas sutiles y nerviosas. Los animales de la estepa turquestana, donde los hay en abun­dancia ya que todas las tribus se dedican a su cría, son de una resistencia increíble, pero no tienen el galope fogoso de los oriundos de Persia, en especial los del Jorasán, que son los más estimados, aunque en verdad exigen mayores cuidados que los autóctonos,, los cuales no necesitan nin­guno, y sus propietarios antes de ponerlos en venta los so­meten a pruebas extraordinarias.

Hossein y Tabriz, a galope tendido, aguzaban el oído temerosos por instantes de que les llegara el estruendo de alguna descarga anunciadora de que el ataque a la mora­da de Talmá había principiado. Pero el viento soplaba del sud y dada la lejanía, aunque se hubiese producido no hu­bieran podido percibirlo.

-¿Llegaremos a tiempo, patrón? -preguntó el servidor cuando habían galopado algunas milla-. Nuestros caballos despliegan una velocidad endiablaba, pero antes de una hora no nos será posible llegar a la casa de tu prometida. Y en ese tiempo puede tomarse de asalto hasta un fortín.

-Si nos enviaron a aquel desdichado mensajero, quiere decir que la gente de Talmá no piensa rendirse antes de nuestro arribo -contestó el joven aparentando calma.

-¿Quién pudo haber empujado hasta aquí a los "águi­las de la estepa"?

-Siempre caen cuando creen alzarse con un buen bo­tín y Talmá es rica.

-Yo sospecho otra cosa, patrón, pero no oso decírtela.

-Debes hablar, Tabriz.

-He oído decir que el khan de Samarkanda y también

el de Bukara se han servido muy a menudo de los "águi­las" para proveer de bellas muchachas a sus harenes...

Hossein sintió como si le hubiesen dado un golpe en el corazón y vaciló en la silla.

-¿Quieres matarme, Tabriz? -gimió con voz sofocada. -Yo no quería decírtelo, señor.

-¿Pero será posible que esos desalmados hayan podido ser atraídos por la hermosura de Talmá más que por sus tesoros?

-La fama de la muchacha ha volado muy lejos y pue­de haber alcanzado el harén de los khanes.

-¡Ay de ellos si así fuera! Por potentes que sean, mi cólera sabría golpearlos.

-Ten en cuenta, señor, que esto no es más que una su­posición mía.

-Que me ha herido más dolorosamente que una puña­lada.

-También es posible que sólo persigan apoderarse de las riquezas de tu amada, patrón.

-¡Que se lleven todos sus cofres henchidos de oro y pedrerías, pero que no la toquen a ella! Nunca podrás for­marte una idea, Tabriz, de lo mucho que la quiero... Cuan­do corro por la estepa, me parece verla huir delante mío como una visión celeste; cuando duermo, sueño que entra silenciosamente en mi tienda, se acerca a la cabecera de mi lecho y me murmura palabras de amor; cuando estoy cazando, el movimiento de los animales, el gorjeo de los pájaros, el rumor de las hojas movidas por el aire, todo me parece que me habla de ella... ¿Me entiendes, Tabriz?... Aguija, pues, a tu caballo, sin tregua, sin compasión... no importa que sucumba, lo mismo que el mío... tenemos mu­chos para reemplazarlos...!

-¡Perros bandoleros! -rugió el gigante-. ¡Voy a ha­cer una carnicería de ellos, lo juro! ¡No les van a quedar ganas de abandonar sus malditas cuevas de la Quirguicia!

¡Apura, Tabriz!

Los dos bridones hacía media hora que galopaban sin disminuir su acelerado ritmo. De pronto el colosal siervo lanzó una exclamación.

-¿Has oído, patrón? ¡La descarga!

-¡Detén tu caballo! -le gritó Hossein.

El gigante, con la rapidez del rayo, de un terrible tirón hizo dar una vuelta a su montura que se plegó sobre los jarretes. El muchacho, que era más hábil jinete, había fre­nado de golpe el suyo a riesgo de quebrarle las patas. El viento soplaba con la mayor violencia y arrastraba trom­bas de arena que giraban vertiginosamente.

-Escucha, patrón -dijo Tabriz.

-Sólo oigo los rugidos del viento -contestó Hossein cuya frente se había inundado de sudor.

Los dos caballos, con la cabeza gacha, soplaban ruidosa­mente y parecían escuchar también ellos los estridentes sil­bidos que terminaban en gemidos agudos o cesaban de im­proviso y se alternaban con ensordecedores mugidos como los que producen las olas al romperse en la playa.

-¿Tampoco ahora has oído, patrón? -preguntó Tabriz.

-Sí; es una descarga de arcabuces.

-Acaso estén asaltando la casa de Talmá...

-¡Volemos! ¡Volemos!

Reanudaron la loca carrera. La morada de la muchacha distaba todavía unas nueve millas, que los incomparables corceles podían salvar en menos de una hora. Galoparon con la cabeza baja para evitar las ráfagas de arena respi­rando como fuelles por más de treinta minutos, hasta que Hossein, que escrutaba ansiosamente el oscuro horizonte, detuvo su jorasano al tiempo que le gritaba al servidor:

-¡Atención, Tabriz!

-¿Qué pasa, patrón?

-¡Los lobos!

-¡Mala señal! detrás de ellos estarán los "águilas".

-Reposemos un momento. Si la casa de Talmá hubiese sido asaltada, habríamos oído repetirse los tiros de fusil. Llegaremos a tiempo.

Los bandidos que infestan las estepas turquestanas usan de un sistema especial, triste pero seguro para dar caza al hombre, porque de su delito no queda la menor traza: si­guen a los lobos. Estas bestias, como es sabido, sólo ata­can a las personas cuando están aisladas o en pequeño grupo, así es que en cuanto los salteadores entienden sus lúgubres aullidos, que el viento lleva muy lejos, montan a caballo y por la vía más breve caen sobre los infelices via­jeros y los roban y degüellan sin piedad. Los lobos; intimi­dados por la aparición de tanta gente montada, se detienen a cierta distancia y apenas aquéllos se retiran después de cometidas sus fechorías, se dan un banquete con los cuer­pos de las víctimas. Los turquestanos afirman que estos car­niceros nunca asaltan a los asesinos, aún hallándose en gran número, por haber comprendido que son sus mejores proveedores de alimento. Desde luego que esta versión no pue­de comprobarse. Hossein y Tabriz se pusieron a observar las pequeñas sombras de ojos fosforescentes que corrían con fantástica ligereza y pegaban saltos por encima de las altas hierbas.

-Son realmente lobos -dijo el joven sin demostrar la menor inquietud- pero no hay que preocuparse. No están en cantidad suficiente como para atreverse a atacar; ade­más, nuestros bridones corren más que ellos.

-Y deben saberlo, patrón, porque permanecen a distan­cia.

-Lo que interesaría descubrir es si los "águilas" se en­cuentran delante o detrás de ellos. -Eso es difícil adivinarlo.

-¿Qué aconsejas hacer?

-Tomar vuelo y hacer correr a los lobos, señor. Toda­vía no han empezado a ulular y tal vez los bandoleros es­tén lejos.

-¡Adelante, entonces, y estemos bien en guardia!

Los dos finos corredores emitieron un relincho, levanta­ron las orejas y se arrojaron en la oscuridad con la cabeza extendida, las narices dilatadas y las pupilas brillantes. Los lobos saludaron su partida con un espantoso concierto de aullidos que se expandió por toda la dilatada planicie.

-¡Los malditos nos están denunciando a los "águilas"! -dijo Tabriz martillando una de sus pistolas.

-No tires por ahora -le indicó Hossein-. Pueden creer también que están persiguiendo a un grupo de asnos salvajes o de gacelas.

Las hambrientas fieras, divididas en dos filas, galopa­ban a derecha e izquierda de los corceles separadas por un espacio de cincuenta metros. No eran más de una treintena y parecía que no se sintiesen suficientemente fuertes para acometer. Especularían también con que saltase de la mon­tura alguno de los jinetes o rodase agotado uno de los ani­males para caerle encima. No habían transcurrido muchos minutos cuando el gigante divisó sobre la línea del hori­zonte, que empezaba a clarear, grandes sombras que se agrupaban rápidamente.

-¡Patrón! -gritó-. ¡Los "águilas" están delante nues­tro! Mira qué raya oscura que se mueve allí. Pareciera que se preparasen a cerrarnos el paso.

-¡Miserables! -rugió el joven levantándose en los es­tribos para ver mejor-. ¡Creen poder detener al sobrino

del "beg" Agha! ¡Atravesaremos sus ’filas como balas de cañón!... ¡Fuera, el "cangiar", Tabriz!

-¡Ya lo empuño!

-¡La rienda entre los dientes y una pistola en la mano izquierda; ... ¡A todo galope!

Cuando estuvieron a cincuenta pasos de la barrera ene­miga una voz potente les gritó:

-¡Párense! ¿Quién vive?

-¡Amigos de la estepa! -contestó Hossein levantando el "cangiar".

-¡Deténganse!

-¡Espera un momento! ... ¡Atropella, Tabriz! ¡A ellos!

Un jinete que se había destacada de la línea avanzaba al trote corto. Hossein le apuntó su pistola y disparó. El bandolero, golpeado en medio del pecho, abrió los brazos, dejó caer la brida y cayó pesadamente, mientras su caballo espantado pegaba un brinco y emprendía una loca fuga por la estepa.

-¡Carga, Tabriz! -ordenó el joven-. ¡Embistamos a esos perros!

Los dos hombres arremetieron contra los bandidos con el ímpetu de un huracán. Eran unos veinte, formados en fila y bien montados y armados, pero Hossein y Tabriz, después de descargar sus pistolas, apretaron con las rodi­llas los flancos de sus cabalgaduras y comenzaron a re­partir a diestro y siniestro terribles sablazos. Esa carga furiosa, llevada con tanta audacia, tomó de sorpresa a la banda, produciendo en ella pánico e indecisión. En lugar de cerrar la línea sus componentes hicieron saltar a los caballos de costado abriendo con ello un pasaje y no ati­naron siquiera a usar sus armas de fuego. La valiente pare­ja, abatidos un par de facinerosos, pasó como una tromba y continuó su veloz carrera por entre las tupidas hierbas de la llanura.

-¡Afloja las riendas, Tabriz! ¡Esos perros ahora trata­rán de darnos alcance! -recomendó Hossein.

Múltiples detonaciones confirmaron sus palabras y los proyectiles silbaron alrededor de los jinetes. El coloso se volvió para mirar lo que sucedía a sus espaldas y vio a la masa de piratas esteparios que ávida de venganza por la muerte de sus compañeros, se había lanzado tras ellos como una caterva de demonios lanzando alaridos espantosos. Pe­ro sus caballos turquestanos no tenían la clase de los per­sas, y a pesar de que éstos habían galopado más de dos horas, no dejaban que se les aproximasen los de sus per­seguidores.

-No nos van a perder de vista -comentó Hossein.

-Dentro de poco estaremos en la casa de Talmá -res­pondió Tabriz- y entonces...

Una lejana descarga interrumpió su dicho. El joven pro­firió un juramento.

-¡Están atacando! ...

-Sí, la casa de Talmá -confirmó el servidor que se ha­bía puesto pálido.

-¡Ah, canallas!. .. -aulló Hossein, hirviendo en cólera. En ese instante resonó una segunda descarga.

-¡Parece que se está combatiendo en dos lugares dis­tintos! -apreció Tabriz.

-Los bandidos han de haberse dividido en dos grupos; uno estará sitiando la casa de mi prometida y el otro habrá arremetido contra la aldea de los sartos para impedir que acudan en ayuda de su señora.

-Bien; quiere decir que tenemos enemigos atrás, ene­migos delante y enemigos en los flancos ... ¡Si hoy no dejamos aquí la piel, viviremos cien años!

-¿Siempre nos persiguen?

-Sí, se hallan distantes, pero no demuestran intenciones de abandonar la caza. Lo que me sorprende es que no ha­gan uso de sus fusiles: todavía podrían hacer blanco.

-Han de querer tomarnos vivos.

-En efecto, cuando pasamos entre ellos han tirado a nuestras monturas y no a nosotros.

-Aprovecharemos esa interesada magnanimidad para hacer estragos en ellos... ¡Oh! ¡Otra descarga!... ¡Parece que esos perros intensifican el ataque!

Los disparos arreciaban, sin pausa, lo que denotaba que los asaltantes habían encontrado recia resistencia. Hossein y Tabriz, encorvados sobre la silla, escrutaban ansiosamente el horizonte. Sus rostros reflejaban preocupación y rabia.

-¡Ya estoy aquí, Talmá! -gritaba el joven como si ésta pudiese oírlo-. ¡Resiste todavía algunos minutos! ¡Pronto estará a tu lado el hombre que te ama!

Unos momentos más tarde vieron destacarse sobre la planicie los contornos de una construcción maciza de la que brotaba intermitentes lampos de fuego que se cruza­ban con otros que salían de las altas hierbas.

-Patrón -propuso Tabriz -entremos por la parte tra­sera del edificio-. Los "águilas" están arremetiendo de

frente y por aquel lado no se nota ningún movimiento.

-Como quieras. Tabriz, aunque mi deseo sería caer in­mediatamente sobre esa canalla y sablearla a gusto.

-Es mejor ser prudente, señor. Son muchos y nunca se sabe dónde va a terminar una bala de pistola o de mos­quete.

-Da la vuelta, entonces; nos tomaremos más tarde la revancha.

Hicieron un rodeo para acercarse a la casa por la parte posterior sin ser notados. Los "águilas de la estepa", que tenían concentrada toda su atención en el ataque, ni si­quiera advirtieron su llegada.

 

 

CAPÍTULO 6

TALMA, LA BELLA

 

 

Mientras los turcomanos, pueblo esencialmente nómade, vivían bajo tiendas, los sartos, que forman una tribu aparte, aunque habitan en la misma estepa ..fabrican sus viviendas, y como no disponen de madera, por be en el transcurso de los siglos los bosques desaparecieron del Turquestán debido a que los naturales abatieron los árboles sin cuidarse de plantar otros, sólo utilizan la tierra arcillosa. Con ella for­man ladrillos que dejan secar al sol y emplean en la cons­trucción de sus casas. Estas son pequeñas y de poca altura, aunque de paredes compactas, y de un color grisáceo que producen mala impresión; las puertas son tan bajas que para pasar hay que agacharse. Salvo los arquitrabes de la entrada, constituidos con pedazos de madera sacada con infinita fatiga de los "arctha", gigantescos enebros que cre­cen en los valles lejanos, la obra entera es de tierra. Los techos, con armazón de cañas recubiertas de hojas secas, son de poca duración, pues los arruinan las lluvias que en esas regiones persisten varias semanas. El pobre sarto ve cómo su casita se va desmoronando lentamente y debe aban­donarla y fabricarse otra.

Sólo a las familias ricas les es dado construirse edificios amplios y sólidos con cimientos de ladrillos cocidos, pór­ticos, patios y terrazas. Su arquitectura no es, empero, muy diferente de la de los humildes: son casas macizas, pesadas y más bien bajas para evitar que se desplomen durante al­guno de los fuertes terremotos que allí se producen. En ge­neral, cada vivienda está dividida por un patio en dos sec­ciones distintas: el "esquire", reservado exclusivamente a las mujeres y el "sacchir" o "birun", que ocupan los hom­bres, sus amigos y los caballos.

La casa de Talmá no era, por cierto, de las de la clase pobre, siendo la hija de un "beg" sarto que había acumu­lado grandes riquezas. Contenía muchas habitaciones, pa­tios, y terrazas y sus muros, muy sólidos, tenían ventanas cerradas con barrotes de hierro. Se la consideraba como una fortaleza intomable por gente armada solamente de pistolas y arcabuces. Hossein y su gigantesco servidor, una vez llegados al pie del edificio saltaron a tierra y recogien­do todas sus armas se dirigieron a la pared del recinto en que se guardaba a los caballos y carneros de la propietaria.

-Deja sueltos a nuestros jorsanes -dispuso el joven-. No necesitan de nosotros para volver a la tienda. No quie­ro que los vean los bandidos.

Tabriz les quitó las riendas con los frenos para que fue­sen más libres y les prodigó dos poderosas patadas. Los animales, no habituados a ese trato desconsiderado, se en­cabritaron y partieron velozmente, desapareciendo en la oscuridad.

-Ya se fueron, patrón -informó el mastodonte. -Ahora trepa a la muralla y ayúdame.

-Un momento, señor. Antes hay que advertir a los de­fensores, de lo contrario nos tomarán por "águilas" y nos recibirán a balazos.

-Es verdad -convino el joven-. ¿Qué hacer?

Tabriz estaba por contestar cuando una sombra apareció en la terraza de esa parte de la casa.

-¡Somos amigos! -gritó Hossein-. ¡Soy el sobrino del "beg" Agha! ¡No tires!

El hombre, que ya había apuntado el fusil, lo bajó.

-¡Arrójame pronto una cuerda! -agregó el joven­ ¡Los bandidos se están acercando! El hombre desapareció.

-Escala el muro, Tabriz; ya los siento llegar.

El gigante dio un salto y se aferró con las dos manos a los bordes, se izó y puesto a horcajadas tendió las ma­nos a su joven patrón y lo levantó hasta sí con extrema fa­cilidad. Al otro lado había numerosos caballos que se en­cabritaban a cada detonación y se esforzaban por romper las correas que los tenían sujetos a los postes. Hossein y Tabriz atravesaron corriendo el recinto y llegaron al frente de la casa en el momento en que una cuerda a nudos era arrojada de la terraza.

-Trepa, patrón, mientras yo trataré de hacer frente a los bandoleros por algunos minutos.

Detrás del muro que acababan de salvar se oía el albo­roto que aquéllos armaban v los preparativos que hacían para realizar el escalamiento. Hossein, sin pérdida de tiem­po, se prendió de la cuerda y se elevó rápidamente hasta donde un servidor lo esperaba con un mosquete cargado.

-¿Eres tú, señor? -Lo saludó extrañado-. ¡No te espe­rábamos tan pronto!

-Calla y prepárate a hacer fuego -le respondió el joven descolgando de la espalda su fusil v martillándolo-. Le falta subir a Tabriz, que está abajo.

Dos disparos sonaron en aquel momento y detrás del muro aparecieron otras tantas cabezas.

-¡Sube, Tabriz! -gritó Hossein y vuelto al servidor-­. Tú apunta al de la izquierda, que yo me encargo del de la derecha.

Siguieron dos detonaciones y los s tos, que ya estaban a caballo del muro se desplomaron lado exterior, en el mismo instante en que el inmenso Tabriz ponía los pies en la terraza.

-Ve a saludar a tu amada, patrón -dijo éste en cuanto estuvo arriba.

El joven, encorvándose para no servir de blanco a los atacantes, llegó hasta una escalera cubierta que terminaba en una veranda. Desde ella algunos hombres resguarda­dos detrás de un parapeto hacían fuego.

-¡Talmá! -gritó Hossein al ver blanquear entre ellos una forma femenina.

Una vibrante exclamación le contestó:

-¡Mi prometido! ... ¡Estamos salvados!... ¡Fuego, ami­gos, fuego!

Y Talmá, que justificaba plenamente su fama de ser la muchacha más hermosa de la estepa turquestana, corrió a refugiarse en los brazos del hombre amado. No tendría más de quince años, pero era tan alta como Hossein y lle­nita de formas, como gusta a los orientales, para quiénes la flacura en una mujer es considerada como una grave imperfección. Poseía grandes ojos azules debajo de unas cejas de arco perfecto; los cabellos, más negros que alas de cuervo, los llevaba recogidos en varias trenzas y sujetos con ristras de perlas. Vestía una casaca de seda verde, abier­ta en el pecho, que cubría una fina camisa blanca; calzo­nes largos, embutidos, para no dejar transparentar las piernas; calzaba botines altos de cuero rojo y punta. muy levantada y rodeaba sus caderas un chal de Cachemira de soberbios colores, anudado delante, y cuyas puntas colga­ban hasta casi tocar el suelo. Pese a la situación grave, se había adornado los brazos con valiosas pulseras y prendido a sus orejas largos pendientes formados con perlas, tur­quesas y rubíes.

-Llegas a tiempo, mi valiente Hossein -le expresó la muchacha con voz emocionada-. ¿Y tu tío? ¿Y Abei? ¿Vi­niste con la escolta?

sólo con Tabriz, pero no tengas cuidado, mi dulce Talmá, dentro de una hora o dos mis hombres estarán aquí y haremos una hecatombe con esos miserables. ¿Está atrin­cherada la casa?

-Todas las puertas están barricadas.

-¿De cuántos hombres dispones? -De nueve; uno te lo envié, ¿lo viste?

-Sí, y ha muerto... Pero salgamos de este lugar. las balas rebotan de todas partes. Debemos ocuparnos de la defensa.

-¡No te expongas, Hossein! -le gritó, al ver que se pre­cipitaba al parapeto de la galería.

-No temas -le dijo el joven, separándola dulcemente-. Refúgiate tú en el interior de la casa. Por ahora no es gra­ve el peligro.

-Soy la hija de un "beg" -replicó haciendo un gesto negativo la muchacha -y también por mis venas corre sangre guerrera. Quiero afrontar a tu lado las balas de esos bandidos, Hossein.

-Veo que la más hermosa de nuestra estepa es también la más valiente. Ven, Talmá, vamos a demostrarles a los "águilas de la estepa" cómo combaten los hombres del Cas­pio y las mujeres del Aral.

Tomados de la mano se acercaron al parapeto desde el cual los servidores, arrodillados uno junto a otro, mante­nían un fuego vivísimo contra los sitiadores. Una parte de éstos se esforzaba por llegar al pie del edificio arras­trando una larga escalera, mientras otra, oculta detrás de las matas de hierba, concentraba su fuego contra la galería, paró obligar a retirarse a los defensores. Hossein y Talmá, al reparo de una sólida pilastra, disparaban sin pausa los fusiles que un servidor arrodillado junto a ellos les carga­ba. La muchacha, habituada a las correrías que los bandi­dos en forma periódica efectuaban a las aldeas sartas, no manifestaba ningún temor y hacía fuego con toda tranqui­lidad, orgullosa de mostrar su coraje al sobrino del "beg" más respetado de la estepa. De tanto en tanto volvía hacia él la cabeza para dirigirle una sonrisa.

El fuego se hacía cada vez más recio. Los "águilas"

irritados al verse tenidos en jaque por un pequeño puñado de hombres que habían creído poder derrotar con toda fa­cilidad, avanzaban audazmente al asalto de la casa sin cuidarse de los compañeros que caían muertos o heridos. Hadgi los incitaba al ataque aullando ferozmente y prometiéndoles las cabezas de los siervos defensores. Entre los forajidos se encontraría de seguro el "mestvire", que era el verdadero jefe de la banda, pero si estaba allí se cuidaba bien de mostrarse. Hossein, que no erraba tiro y abatía a los más furibundos, ya empezaba a preocuparse por la tar­danza de Abei.

-¿Qué estará haciendo mi primo? -se preguntaba-. Ya debería hallarse aquí con la escolta.

-Pareces inquieto, Hossein -le dijo Talmá, que había estado observándolo-. ¿Temes que le haya pasado algo al anciano "beg"?

-A él no -respondió el joven-. Los "águilas" lo respe­tan y ninguno se atrevería a agredirlo. Pienso en Abei, cu­ya demora en llegar no me explico.

-¡Con tal de que no tarde mucho! ¡Me desespera pen­sar que tú puedas caer bajo los golpes de esos bribones! -dejó escapar la muchacha en un sollozo.

-¡Calla, luz de mis ojos! -la amonestó dulcemente su prometido-. ¡No angusties el corazón del guerrero que combate por ti...! ¡Haz fuego, Talmá! ¡Allí, contra aquel grupo! ... Tabriz, acércate!

El gigante, que disparaba desde la terraza, no obstante el ruido de la fusilería, oyó la voz del jefe y corrió a su lado con el arma humeante en la mano.

-¿Qué mandas, patrón?

Hossein, después de ordenar a dos servidores que fue­sen a ocupar el sitio abandonado por Tabriz, preguntó:

-¿Invadieron el recinto los "águilas"?

-Todavía no, señor; están detrás del muro y no de­muestran tener prisa para escalarlo.

-Necesito de tu fuerza... ¡Ponte atrás, Talmá!

-¡Ah... ! ¿Está aquí la señora? -exclamó el coloso, que hasta entonces no la había visto-. No creo que sea este tu puesto...

-Déjame hacer todavía algún disparo, Tabriz -pidió la muchacha.

Algunos clamores salidos del grupo que defendía la ve­randa, les indicaron que allí estaba por ocurrir algo grave. Hossein echó una rápida ojeada por encima del parapeto.

-¡Han colocado la escalera! -gritó.

-Déjalos subir, patrón -lo tranquilizó el mastodonte, remangándose los brazos y dejando al descubierto dos bí­ceps tan poderosos como los de un gorila.

Hossein empujó a la joven hasta la puerta de una de las habitaciones que daban a la galería y le dijo con voz al­terada:

-Vé, amada mía. Este es un momento terrible y no de­bes estar cerca mío... mi corazón desfallecería.

-Si hemos de morir, Hossein, quiero caer a tu lado -ex­clamó la muchacha con acento apasionado.

-¡Es el guerrero quien te lo manda y no el prometido que lo implora, mi amor, y debes obedecer!

Se arrancó bruscamente de su abrazo y sacando las pis­tolas del cinto se lanzó entre el humo de la pólvora.

-¡Heme aquí, Tabriz! -gritó a su siervo-. ¿Suben?

-Sí, y los estoy esperando -contestó el gigante con voz reposada.

Una docena de bandidos se habían encaramado por la escalera con los "cangiares" entre los dientes, apoyados por el fuego infernal que hacían los que habían quedado en tierra.

-¡A tu faena, Tabriz! -comandó el joven dominando con su voz los alaridos de los asaltantes.

El gigante, que estaba agazapado detrás del parapeto, se incorporó de golpe, aferró las dos extremidades de la esca­lera y apelando a todas sus fuerzas la empujó hacia fuera. Pesadísima debido al número de hombres que la ocupaban, al principio resistió, pero luego, ante la formidable presión de sus brazos, se desplomó sobre las hierbas de la estepa. El racimo humano que colgaba de ella se desprendió dan­do volteretas en el aire y cayó entre aullidos de espanto y gemidos de dolor.

-¡Concluido! -proclamó el coloso, riendo-. Espero que ésos, por lo menos, estarán escarmentadas.

En ese momento se oyeron las voces de los servidores de Talmá que gritaban:

-¡La caballería! ... ¡Los sartos! ... ¡Llegan los sartos!

Hossein se había precipitado al parapeto mientras Tabriz, que parecía haberse puesto furioso, con un golpe de hombro derribaba una de las columnas de la veranda, con riesgo de derribar parte de la terraza, y cubrió de escom­bros a un grupo de "águilas" que se estaban esforzando por enderezar de nuevo la escalera. Cuatro escuadras de

jinetes venían cruzando a rienda suelta la estepa y a su frente podía distinguirse, iluminado por las primeras cla­ridades de la aurora a un soberbio jinete de barba blanca que montaba un corcel más negro que el carbón, el cual describía saltos prodigiosos.

-¡Mi tío! -exclamó Hossein lleno de admiración-. ¡Es­tamos salvados!

El viejo "beg" se acercaba velozmente y ya podía oírse su atronadora e iracunda voz que bramaba:

-¡Miserables! ¡Giah Agha los va a exterminar!... ¡A cargar con los "cangiares", sartos!

Los bandidos, en cuanto notaron la llegada de refuer­zos, habían comenzado a replegarse y a huir desordenada­mente a través de los matorrales.

-¡A caballo! -había ordenado Hada -. Reanudaremos la empresa en el momento oportuno.

Sonó una trompeta: era la señal de retirada. Los "águi­las" que se encontraban detrás de la casa de Talmá hacien­do fuego contra la terraza, abandonaron rápidamente el muro y se reunieron con sus compañeros perseguidos bajo el incesante fuego de los sitiados.

-¡Al galope! -mandó Hadgi-. ¡Hemos perdido la par­tida!

Los "águilas de la estepa" aflojaron las bridas de sus monturas y formando dos largas filas desaparecieron en dirección al este antes que el temible Giah Agha tuviese tiempo de cortarles la retirada con sus pelotones de gue­rreros.

 

 

CAPÍTULO 7

LA DESAPARICIÓN DE ABEL DULLAH

 

 

Después de la partida apresurada de Hossein y Tabriz, el viejo "beg" había quedado completamente solo en la tienda, pues Abei Dullah marchó también en procura de la escolta que debía venir de occidente. Hechos sus prepara­tivos de defensa, en previsión de que algún grupo de sal­teadores pudiese intentar un golpe de mano sabiéndolo sin compañía, había vuelto a dedicarse a aspirar el aromático humo de su narguilé. Como la noticia de la inminente bo­da de su sobrino Hossein con la bella Talmá se había di­fundido por toda la estepa y los presentes de los ricos son siempre de gran valor, no era difícil que el ataque de los bandoleros del desierto estuviese dirigido más contra los regalos que contra los contrayentes. Eso, por lo _venos, pensaba el "beg", que en su juventud había sido un gue­rrero indómito y cuyos ardores bélicos los años no habían logrado atenuar. Apenas los tres compañeros habían desa­parecido en la oscuridad, aprontó sus arcabuces persas de largo alcance, se acomodó dos pistolas en la cintura, al lado de su "cangiar" adornado de rubíes, y turquesas, y fue a situarse en la entrada de la tienda.

-Si los bandoleros tienen el antojo de hacerme una vi­sita -musitó- los recibiré con todos los honores que merecen.

Su pipa se había apagado; volvió a encenderla y prosi­guió:

-La escolta no puede tardar en llegar: el caballo de Abei nada tiene que envidiar en ligereza al de Hossein y al mío... A propósito. Será mejor que ponga a éste al se­guro y que lo tenga cerca... ¡Heggiaz! -gritó.

Un relincho respondió en seguida al llamado y un sober­bio bridón surgió de la sombra y corrió a poner su hocico en las manos de su amo. Era todo negro, de reluciente pelaje y enjaezado con lujo oriental: la gualdrapa que lo cubría hasta el vientre estaba bordada en plata, con adornos de perlas en los cuatro ángulos y de la montura y bridas colgaban cadenillas con monedas de oro. El "beg" le echó una bocanada de oloroso humo en las narices, que el ani­mal pareció gustar, y le dijo:

-Acuéstate cerca mío, mi bravo Heggiaz: tú percibes a los enemigos desde lejos mejor que yo.

El caballo obedeció dócilmente y se tendió en medio de las hierbas que crecían junto a la tienda. Pasó más de una hora, durante la cual se oyó el silbido del viento y el mo­vimiento que hacían los halcones inquietos. El anciano ya no fumaba con su calma habitual, como lo denunciaba el fuerte burbujear del agua del narguilé.

-Abei debería ya estar aquí con la escolta -murmu­raba preocupado-. ¡A menos que haya tenido algún en­cuentro con los "águilas"! ¿Y Hossein? ¿Habrá llegado a casa de Talmá? Por él no temo, pues lleva consigo a Tabriz que vale por diez hombres y además, es más fuerte y valien­te que su primo...

De pronto el caballo lanzó un agudo relincho y volvió las orejas hacia el oeste. El anciano se puso de pie y marti­lló uno de sus fusiles a la par que aguzaba el oído.

-Debe ser Abei que se adelantó a la escolta -se dijo al percibir un precipitado galope.

Pocos minutos después vio al que lo producía dar la vuel­ta a la tienda, acaso para frenar su impulso, y topar vio­lentamente contra Heggiaz.

-¡Ader que vuelve sin Abei! -exclamó al reconocer al animal-. ¿Qué desgracia le habrá sucedido? Una caída no es posible, pues no sólo es un experimentado jinete, sino que su corcel no se habría movido de su lado.

Llevó a éste bajo la lámpara y lo observó: no mostraba ninguna herida y su guarnición estaba intacta. El anciano hizo un gesto desesperado.

-¡Hossein y Talmá en peligro, Abei desaparecido y yo sin poder saber nada! ¡Malditos "águilas"! ¡Que la ira del Profeta caiga sobre ellos! ¿Qué hacer? ...

Permaneció un momento inmóvil contemplando con mi­rada colérica la dilatada estepa; luego tomó una resolución.

-¡Iré a pedir ayuda a los sartos!

Ató a un poste el caballo del sobrino, apagó la lámpara, bajó la pesada manta que servía de puerta a la tienda y echándose el fusil a la espalda llamó a su Heggiaz. To­mado de las crines puso un pie en el estribo y con la agi­lidad de un joven saltó a la silla.

-¡Y ahora, mi bravo, no pares hasta la aldea de los sar­tos! -dijo a su bridón.

El noble animal partió como un rayo hacia el norte, en dirección al poblado próximo a la casa habitada por Talmá, de quien dependía como una especie de feudo, ya que. el padre había sido "beg" de la tribu. Giah Agha pensaba alcanzarlo antes de una hora y media y la fortuna favore­ció sus propósitos, pues los bandoleros, seguros de no ser molestados y ansiosos de apoderarse de los tesoros encerra­dos en la casa, habían cometido la imprudencia de no distri­buir centinelas en la llanura y pudo atravesarla sin ningún mal encuentro, fuera de algún grupo de lobos que no se atrevieron a atacarlo. Era la medianoche cuando entró en la aldea integrada por un centenar de casitas y en la que reinaba un profundo silencio. Sus habitantes dormían co­mo benditos sin imaginar que los "águilas de la estepa" estaban asaltando la morada de su señora. El "beg" se detuvo delante de una casa mayor que las demás y descargó su arcabuz al aire. No había cesado el eco de la detonación y ya se veían iluminarse algunas de las pequeñas ventanas y partir gritos de diferentes casas. En la terraza de la más cercana apareció un hombre armado de fusil y con una an­torcha encendida.

-¡A las armas, sartos! -aulló con voz tonante-. ¡Nos asaltan los "águilas"!

-¡Cállate, grajo! -le espetó el anciano-. En lugar de chillar, baja y reúne a toda tu gente.

-¿Quién eres? -quiso saber el sarto.

-¡El "beg" Giah Agha!

El hombre desapareció para presentarse poco después acompañado de varios otros que llevaban en las manos lám­paras y mosquetes.

-¿Tú, señor? -exclamó con expresión de estupor el que había dado la alarma.

-¡Mientras ustedes duermen, los bandidos están asaltan­do la casa de vuestra patrona!

-¡La casa de la princesa! -repitieron muchas voces.

-¡No pierdan tiempo! Reúnan la mayor cantidad de combatientes y síganme. Daremos a los condenados "águi­las" una buena lección.

De todas partes venían corriendo hombres armados y ca­da cual con su respectiva montura.

-¿Cuántos son? -preguntó el "beg".

-Unos doscientos -contestó el de mayor edad.

-Bien. ¡A caballo! ¡Giah Agha los conduce!

La fama del viejo caudillo era conocida; por otra parte, los sartos siempre se mostraron valientes soldados, en sus continuas guerras con quirguizos y usbekis, los eternos de­predadores de la llanura turana. En un lapso corto el pelotón estuvo listo y abandonó la plaza acompañado por las voces de las mujeres y ancianos que le. gritaban:

-¡Regresen vencedores!

También el almuecín había subido al pequeño minarete de la mezquita, ya medio derrumbado, y berreaba con to­das sus fuerzas:

-"¡Slonchay! ... ¡Dismillahir rahmunvir rahim!"5

El "beg" se había puesto a la cabeza del escuadrón y lo conducía con una velocidad vertiginosa. Habían recorrido apenas un par de millas cuando comenzaron a oír el es­truendo de la mosquetería.

-¡Preparen las armas! -ordenó el jefe, enderezándose en los estribos y empuñando su "cangiar"-. ¡Y peguen sin compasión!

La desenfrenada carrera prosiguió todavía por algunos minutos mientras las descargas se hacían más seguidas e intensas.. De pronto algunos de los sartos comenzaron a gritar:

-¡"Kabarda! ¡Kabarda!"6

Varios hombres huían a caballo a través de la estepa; lampos de fuego salían de las hierbas y se cruzaban con otros procedentes de la casa de Talmá, ahora visible.

-¡Toca a cargar, ordenanza! -comandó el "beg".

Un hombre que lo seguía de cerca sacó de la silla una especie de corneta y se puso a soplarla con furia, arrancán­dole notas estridentes que se propagaban a gran distancia. Eso fue lo que produjo el desbande de los "águilas de la estepa".

-¡Padre! -gritó Hossein, cuando el anciano jefe llegó junto a la casa.

-¿Dónde está Talmá? -preguntó Giah Agha mientras bajaba del caballo-. Manda abrir la puerta.

-Está aquí, cerca mío -contestó el joven dando la orden a los servidores.

En tanto se retiraban las dos pesadas losas que cerra­ban las entradas de la casa, los sartos emprendieron la persecución de los malhechores, deseosos de vengar los arrasamientos de sus tierras y los robos de majadas que tantas veces habían sufrido de ellos. El "beg" penetró al interior precedido de su ordenanza y se encontró con Hossein y Talmá que lo esperaban al pie de la escalera que lle­vaba a la galería.

-¡Allah sea loado y su Profeta! -exclamó abrazando a los dos jóvenes-. Temía no llegar a tiempo... Espero que los "águilas" ya no volverán a turbar vuestra felicidad.

-¡Gracias por el augurio, padre! -respondió la melodio­sa voz de Talmá.

-¿Y Abei? -inquirió Hossein-. ¿Está dando caza a los enemigos?

-No lo he visto -le informó el anciano. Su caballo volvió a la tienda sin jinete.

-¡Abei desaparecido!... -gritaron a un tiempo los dos prometidos.

-Temo, hijos míos, que haya tenido alguna malaventura antes de alcanzar a la caravana.

-¡Hay que salir a buscarlo! ...

-Sí; voy a confiar esa misión a Tabriz. Me apenaría que no asistiese a vuestra boda.

El gigante era muy conocido de los sartos: eligió a veinte de ellos, montó a Heggiaz, el cual a pesar de la larga ca­rrera aparecía como recién salido de la caballeriza, y se puso en marcha al instante, mientras desde la veranda el "beg" le gritaba:

-¡Regresa pronto y con él!

 

 

CAPÍTULO 8

LA ESTEPA TURQUESTANA

 

 

En el espacio que se extiende de oriente a occidente en­tre los mares Caspio y del Aral y linda con Persia, Afga­nistán, el Tíbet y Siberia vive un pueblo bravo y belicoso

que ninguno de los Estados confinantes ha sido capaz de sub­yugar. Sólo los rusos, después de no fácil lucha y enormes sacrificios, lograron recientemente ponerle freno, pero no dominarlo, y aún hoy pueden considerarse todos sus ka­hanatos como independientes. Es el de los turcomanos, for­mados por varias razas que lo único que tienen de común entre ellas es una cosa: el instinto de la rapiña. En eso se parecen a los temibles "tuang" que imperan en el desierto del Sahara.

Ese pueblo inquieto, del que salieron en los pasados si­glos las hordas que invadieron el Asia Menor y la penínsu­la balcánica y unidas a los árabes hicieron temblar durante tanto tiempo a las aguerridas naciones del Mediterráneo, ocupa toda la inmensa estepa y el valle del Óx, parte de Jorasán y una porción de Beluchistán. Es una tierra ar­diente y árida en verano y fría y nevosa en invierno, y en la que sólo crecen, gracias a las abundantes lluvias que caen en otoño y primavera, hierbas que asumen gran altu­ra. Existen algunos oasis donde se cultivan con buenos re­sultados arroz, lino, algodón y frutas, los que se producen también en los valles que cruzan sus mayores ríos: el Syr­Ceria, el Kisel y el Óxus, particularmente fértiles.

Cuatro castas diferentes se disputan el predominio: la de los usbeki, oriundos del Volga, que forman la gran ma­sa; la de los turcomanos, ascendientes de los turcos de la parte europea; la de los quirguisos, llamados los "águilas de la estepa", salvajes, depredadores, siempre en lucha con sus vecinos, y la de los bujaras, que son los más civiliza­dos, a la par que los más débiles, y tienen que soportar el yugo de las otras tres. Al contrario de éstas, que viven co­mo nómades y desprecian la agricultura, los bujaras culti-

van el suelo y construyen aldeas. A ellos pertenecen los sartos.

El pelotón comandado por Tabriz se dirigió primera­mente a la tienda del "beg" para poner a buen recaudo las arcas conteniendo sus riquezas. Poco a poco había ido cla­reando y el sol de otoño iluminaba la estepa; grupos de ga­celas salían huyendo de las matas a velocidad fantástica y cantidad de liebres, animal cuya carne considera el musul­mán tan impura como la del puerco, lo hacían casi por en­tre las patas de los caballos. Serían las siete cuando el coloso divisó la tienda que se destacaba solitaria sobre la dilatada llanura.

-Parece que hasta aquí no han llegado los "águilas" -dijo el gigante al jinete que galopaba a su lado y hacía las veces de ordenanza-. ¡No saben el botín que se han perdido!..., Dime, ¿sabes quién los acaudilla?

-Se dice que un turcomano de las márgenes del Caspio -contestó el sarto.

-Hubiera jurado que todos eran quirguizos y proce­dían de la estepa del hambre... pero unos y otros, esos pajarracos son peligrosos cuando abren las alas. Acorta la marcha, que puede haber algunos ocultos que nos hagan fuego a quemarropa.

Se hallaban a un centenar de metros de la tienda. Tabriz detuvo su caballo y lo obligó a relinchar pellizcándole la oreja. De inmediato se escuchó otro relincho.

-Es el bridón de Abei que contesta -reconoció el gi­gante-. Podemos acercarnos con confianza.

Aflojó las riendas y en pocos instantes estuvo frente a la tienda, levantó el paño que- le servía de puerta y vio al animal atado a una pértiga.

-¡Es extraño! -murmuró después de revisarlo-. ¡Ni un rasguño... ni una mancha de barro en las rodillas...! El caballo no ha caído... ¿cómo pudieron apoderarse de Abei? ... ¡Aquí hay un misterio! ...

Dejó dos hombres de guardia para que cuidasen la tien­da y volvió a montar diciendo a los de la escolta:

-¡Síganme y agucen bien los ojos y los oídos!

El pelotón se puso al galope. Tabriz había decidido mar­char directamente hacia el Ungus-Bett, en cuyas riberas Abei había dejado a la caravana de camellos. De hacer sido éste sorprendido en el camino, tendría que encontrar sus huellas o su cadáver.

-Traten de ver si descubren águilas, no humanas, sino

de plumas -recomendó a su gente-. Cuando éstas bajen es porque hay algún cuerpo que destrozar.

-¿Crees que lo han asesinado? -le preguntó el orde­nanza.

-No, no lo creo, y aunque nunca me ha sido muy sim­pático... -hizo un gesto vago con la mano.

Nubes de "coaboras", especie de avutardas de plumas gris-amarillentas y manchas oscuras, volaban alrededor de pequeños estanques. El coloso no les prestó la menor aten­ción, pues toda ella la tenía conservada en una línea abier­ta en la hierba que a cualquier otro le hubiera pasado inad­vertida.

-Debe haberla hecho el caballo de Abei -musitó.

Hacía una hora que galopaban y ya se distinguía a tra­vés de la niebla formada por la evaporación de la humedad el río cercano, cuando se oyó un agudo lamento procedente de un cañaveral que bordeaba una laguna. En el mismo instante salió de allí volando una bandada de grajos. El gigante paró de golpe su cabalgadura a riesgo de quebrar­le las patas.

-¡Socorro! -clamó una voz.

-¿Será Abei? -se preguntó el coloso-. ¿Qué haya te­nido la suerte de encontrarlo? -Y se puso a gritar con to­das sus fuerzas-: ¿Quién llama? ... ¡Un poco de pacien­cia! ... ¡Ya vamos!

Echó pie a tierra, lo mismo que su ordenanza, y con grandes precauciones ambos se internaron entre las plantas acuáticas abriéndose paso con el arcabuz. Al llegar al lu­gar de donde había partido el grito, inquirió:

-¿Eres tú, señor?

-¡No me engaño! -dijo una voz alborozada-. ¡Es Tabriz el que me habla!

El descomunal turcomano avanzó rápidamente y encon­tró al sobrino del "beg" atado de pies y manos y echado en medio de las plantas.

-¿Qué haces aquí, mi señor? -preguntó Tabriz-. ¿Te sorprendieron los "águilas"?

-¡Bien ves que estoy amarrado! -contestó Abei fingien­do indignación-. ¿Te parece que lo haya podido hacer yo mismo?

Con algunos golpes de "cangiar" el servidor cortó las li­gaduras sin dejar de notar que estaban tan flojamente anudadas que con un pequeño esfuerzo hubiese podido desembarazarse de ellas.

-¡Hace seis horas que estoy aquí! -dijo Abei ponién­

dose ágilmente en pie-. ¡Podías haber venido antes! -Teníamos que defender a Talmá, señor, y los malditos

bandoleros nos tuvieron ocupados hasta el alba. -¿Se la llevaron a Talmá?

-No, por verdadero milagro: una hora más que hubiése­mos tardado y la casa habría sido tomada por asalto.

Abei se había puesto intensamente pálido y una profunda arruga surcaba su frente.

-¡Hossein está allí?

-Sí, con el "beg".

-¿Y quiénes son estos hombres que te acompañan?

-Los sartos de Talmá.

-¿Entonces se hará la boda? -quiso saber el primo fe­lón, conteniendo a duras penas un gesto de rabia.

-Sí, señor, esta noche, a la caída de la tarde -le infor­mó el servidor-; de manera que debemos ponernos en marcha sin pérdida de tiempo si quieres asistir. El "beg" cuenta con tus halcones y tu montura; la caravana debe de haber llegado ya con los regalos... ¡Traigan un caba­llo! -ordenó a los de la escolta.

Uno de los sartos avanzó, saltó a tierra delante de Abei y dijo:

-¡Larga vida al sobrino del "beg" Giah Agha! ¡Aquí está el mío, señor!

El joven lo aceptó sin dar las gracias; el dueño montó en las ancas del de un compañero y el pelotón salió al galope en dirección a la tienda. El primo de Hossein no volvió a abrir la boca y parecía entregado a tétricos pensamientos.

-Señor -observó en cierto momento Tabriz-, se diría que estás muy disgustado.

-Es verdad -contestó el taciturno -estoy furioso con­tra esos perros ladrones y además intrigado: me gustaría saber quién los habrá impulsado a dar este golpe de mano.

-También yo me lo pregunto -asintió el coloso-. De­trás de esto debe esconderse la mano de algún poderoso: el khan de Bukara o el de Chiva.

-Es posible -convino Abei y volvió a encerrarse en su mutismo.

Una hora después llegaron a la tienda y próximos a ella hallaron a los dos bribones que dejaron en libertad la noche anterior Hossein y Tabriz. Este, ayudado por los sartos, arrancó las pértigas y plegó los paños; hizo retirar alfom­bras y tapices, cofres y cojines y cargar todo sobre los caballos, dejando a Abei que se ocupase de sus halcones. A las tres de la tarde la caravana llegaba a la casa de Talmá rebosante de gente venida de todos los poblados vecinos.

La realización de un matrimonio en las estepas turanas es un acontecimiento de singular importancia que se realiza con grandes comilonas y diversiones y juegos en que los concurrentes hacen derroche de alegría y alarde de habili­dades. Ese día se da hospitalidad a todo el mundo, amigos y forasteros y hasta a enemigos, los cuales no tienen nada que temer, por lo menos mientras duran las fiestas. Cuando los contrayentes son ricos, les agrada hacer ostentación de lujo y munificencia y no es raro que congreguen a millares de personas, algunas procedentes de lugares muy alejados, sabedoras de que se organizarán cacerías y carreras y ban­quetes colosales.

Las nupcias de Talmá y Hossein había atraído un nume­roso concurso de caballeros bien montados, en hábito de fiesta, con enormes turbantes de variados colores y armas relucientes. ¿Quiénes eran y de dónde venían? Nadie hu­biera osado dirigirles esa pregunta que, de acuerdo con la ley de la hospitalidad turquestana hubiese constituido una grave ofensa. Muchos eran sartos del Takhunt, gente amiga, que se distinguía por su larga túnica; otros, de blusa corta y anchas fajas de algodón, amplios calzones y botas amari­llas o rojas, de cara barbuda y aspecto de bandoleros, per­tenecían a otras tribus situadas, a leguas de distancia.

Los servidores de Talmá, con la colaboración de algunos aldeanos y de la escolta del "beg", llegada con los regalos, habían hecho todos los preparativos. Se habían tendido lar­guísimas mesas para el banquete nocturno y alineado canti­dad de calderas para cocinar los trozos de carnero que habían preparado durante el día los cocineros improvisados, y al lado de ellas formaban centenares de tinajas rebosantes de leche ácida de camella. Todos los invitados podían comer y beber a reventar, para que pudiesen después alabar y propagar por todas partes las riquezas y la generosidad del "beg" y de los esposos.

El sonido de un cuerno anunció a los huéspedes, que se habían formado en dos interminables filas a lo largo de la estepa, que la cacería con halcones, primer número de la fiesta, iba a comenzar y que tres gacelas, animales velocí­simos, serían la presa de esos rapaces. Se abrió la puerta principal de la casa y apareció Abei pomposamente ata­viado en su hermoso bridón y llevando en el puño izquierdo, resguardado por un grueso guante, a su pájaro favorito. De­trás venían los novios: Hossein endosaba un hermoso traje persa de seda blanca con grandes alamares de oro y un gorro cónico con penacho adornado de diamantes y esme­raldas; Talmá, montada en cándida yegua, vestía su indu­mento de esposa: una magnífica túnica de seda encarnada, sin mangas, que dejaba al descubierto sus hermosos brazos engalanados con preciosas pulseras; calzones a la turca, de seda blanca; una faja azul rodeando sus curvas escultóricas y babuchas rojas con bordados de plata: cubría su cabeza con una especie de tiara de plata dorada incrustada de turquesas y tenía los cabellos separados en dos grandes trenzas, alargadas artificialmente con pelos de camello, sujetas por ristras de perlas y tapadas en parte por un rico encaje antiguo salpicado de rubíes, zafiros y esmeraldas, que le llegaba hasta la cintura. Giah Agha, que venía el último, estaba envuelto en una severa casaca de paño oscu­ro, se había ceñido un cinturón de piel amarillo que apre­taba su famosa cimitarra de Damasco y rodeado su cráneo con un monumental turbante cuyo penacho sostenía un za­firo de inestimable valor. Cada cual llevaba un halcón en la izquierda perfectamente enguantada y su aparición fue saludada con un alarido salvaje que salía de mil bocas:

-¡"Uran"!...¡"Urán"!

Era el tradicional grito de los turquestanos que, como el de los cosacos, expresa a la vez furor y entusiasmo y es de exaltación y de guerra. En seguida de una choza levantada en medio de las altas hierbas se le dio libertad a tres gracio­sas gacelas capturadas vivas el día anterior, las cuales se lanzaron en veloz carrera por la vasta llanura, perseguidas por una turba de jinetes a la que precedían los novios el "beg", Abei y Tabriz, flanqueados por grandes lebreles con la lengua afuera y la cola al viento.

 

 

CAPÍTULO 9

LA EMBOSCADA DE LOS "AGUILAS"

 

 

Los turquestanos no cuentan en su historia un Carlos V que dio en feudo la isla de Malta contra el tributo anual de un halcón blanco amaestrado; ni sacerdotes que se de­dicaran más a criar estos rapaces que a sus prácticas reli­giosas; ni barones fanáticos, como algunos ingleses, que re­clamaban el derecho de colocar sus pajarracos sobre los altares mientras se celebraban las funciones; ni un Fran­cisco I que tenía un halconero mayor, jefe de quince nobles y cincuenta servidores, para cuidar a los trescientos que poseía: ni un Ludovico II que condenaba a muerte a quien robaba un halcón y a un año de cárcel al que sustraía un huevo de sus nidos. Con todo, los ricos, en especial los "beg" y los khanes, sienten una gran pasión por esas aves caza­doras y emplean para amaestrarlas los mismos métodos de los antiguos señores feudales.

Capturan al volátil adulto y lo dejan un tiempo tranquilo so­bre un palo plantado en el suelo, ofreciéndole de vez en cuan­do un pequeño pájaro recientemente muerto o un trozo de cordero sangrante. Pon algunos días el pichón rechaza el ali­mento, pero constreñido por el hambre, termina por acep­tarlo: es el primer paso. Así va conociendo al dueño y se acostumbra a permanecer algún tiempo sobre su puño, para lo cual se le cansa privándolo de sueño mediante el man­tenimiento de luz cerca de los ojos. Entonces se le permite efectuar algunos cortos vuelos atado a una correa no mayor de cincuenta centímetros y volver a su puesto; luego se reemplaza la correa por un cordel de unos treinta metros de largo y se le enseña a partir y regresar al mandato de un silbo. Desde las primeras lecciones se le acostumbra a los gritos de los cazadores, a los relinchos de los caballos y a los ladridos de los perros, para que no se asuste en el mo­mento de la caza y cuando conoce bien a su dueño y res­ponde a su silbido, se le enseña a cazar "al vivo". Para ello, atan de una pata a un pájaro más bien grande y lo sueltan al tiempo que incitan al halcón a perseguirlo. Este parte como una flecha y aferra a la presa con sus garras; se deja que la devore y en ese tiempo se da vueltas a su alrededor para habituarlo a no alarmarse y a dejarse prender junto con sus víctimas. Un mes de estos ejercicios cotidianos basta para que quede perfectamente amaestrado y sepa cazar aves, liebres y también antílopes, a los que arranca los ojos y retiene hasta la llegada de los cazadores.

La cabalgata continuaba su furiosa carrera detrás de los fugitivos animales que atemorizados por los gritos, ladridos y el repiqueteo de los cascos equinos, trataban desesperada­mente de alejarse, aunque los galgos, que se habían ade­lantado a los caballeros, no los perdían de vista. Abei, que dirigía la partida, cuando consideró que era el momento oportuno ordenó:

-¡Atención! ... ¡A ti, Talmá! ... ¡Suéltalo!

La muchacha desprendió la cadena de plata que sujetaba a su halcón y levantó el puño mientras Abei emitía un agudo silbido. El ave rapaz extendió las alas, las batió un par de veces y emprendió el vuelo.

-¡Adelante los otros! -gritó Abei liberando el suyo.

También el de Hossein partió como un rayo a juntarse con los compañeros y los tres, en un acuerdo perfecto, ca­yeron a plomo entre los cuernos de las aterradas gacela.: a las que detuvieron casi de golpe e hicieron doblar las rodillas.

-¡Bravo, mis criaturas! -exclamó Abei entusiasmado.

Las pobres bestias a las que los halcones habían devorado los ojos, se debatían exhalando dolorosos lamentos cuando la jauría de perros se arrojó sobre ellas ladrando furiosa­mente y cubriéndolas con sus cuerpos. Los dos primos y Talmá llegaron a tiempo para impedir que terminasen con las víctimas, las cuales yacían destrozadas en un lago de sangre. Hossein bajó del caballo, cortó un pie a la gacela más grande y ofreciéndolo galantemente a su prometida le dijo:

-¡A la reina de la caza!

Volvió a montar y dirigiéndose a sus huéspedes les anunció:

-¡El banquete nos espera!

-¡Uran! ... ¡Uran!... -fue el grito con que acogieron su dicho.

Los halcones a un silbido de Abei ocuparon sus respecti­vos puestos; los jinetes rodearon a los novios y luego divi­didos en pintorescos grupos, se entregaron a variadas prue­bas de destreza y ejecutaron la llamada "fantasía" turcomana. Lanzaban los caballos a todo correr y les hacían cambiar de frente con vueltas violentas: los entrecruzaban como si fuesen a empeñar batalla y blandiendo sus "cangiares" y descargando sus pistolas y fusiles al aire, giraban como un torbellino alrededor de la pareja y del viejo "beg" hasta que se llegó al lugar de la fiesta. Allí ataron sus ani­males a las pértigas especialmente plantadas y tomaron de asalto las mesas, que se plegaban bajo el peso de platos y vasos de tierra cocida.

Inmediatamente los cocineros se apresuraron a traer sobre grandes planchas de cobre carneros asados enteros, los que fueron en un santiamén cortados en pedazos y devorados. El "choumis"y la leche fermentada de camella corrían a torrentes y cada uno de los comensales trataba de demos­trar la potencia de su vientre para recibir alimentos y líqui­do. Una comilona gratuita como ésa no se les presentaba todos los días a los pobres nómades de la estepa, porque no eran muchos los que podían reunir las riquezas de Talmá y del anciano Giah Agha.

Mientras las poderosas mandíbulas de los asistentes tri­turaban carne y huesos, un conjunto de tañedores de "guzlas" recorría las largas mesas y les recreaba los oídos con sus dulces sones. A la cabeza se hallaba el "mestvire", quien había comido y bebido copiosamente en un lugar apartado y ahora tocaba y cantaba a la vez que dirigía a su pequeña banda de barbudos, con más aspecto de bandoleros que de narradores de romances.

Faltaba una hora para la puesta del sol cuando los dos novios y el "beg", que estaban sentados debajo de una especie de pabellón de tela roja y, amarilla, abandonaron la mesa y penetraron en la casa. Era la señal que daba por terminado el festín de bodas. Abei se había quedado en su sitio y el "mestvire", simulando templar su instrumento, se detuvo frente a él para cambiar una significativa mirada y se retiró en seguida precipitadamente con sus compañeros. Los huéspedes, vaciada la última taza de "choumis", mon­taron a caballo y formaron en dos filas un pasaje que partía de la puerta principal del edificio. Instantes después re­tumbó fragoroso el grito de:

-¡Vivan los esposos!

Talmá había aparecido sobre su blanca yegua y llevaba entre los brazos un albo cordero que acababan de sacrificar adornado con cintas de seda de variados colores. Se detuvo un momento, recorrió con la mirada la línea de caballeros y lanzó su cabalgadura al galope tendido apretando contra el pecho al animalito muerto. Hossein se presentó un minuto después en su soberbio bridón y seguido de Giah Agha y Tabriz se echó tras ella gritando con voz potente:

-¡Mi estrella huye! ¡Ayúdenme, amigos, a alcanzarla!

-¡Aquí nos tienes! -vociferaron en coro los caballeros desenvainando sus "cangiares" y clavaron las espuelas a sus corceles excitándolos con estentóreos-: ¡Uran! ¡Uran! ...

Esa comedia constituía la parte más importante de la ceremonia nupcial en uso entre los turcomanos, afganos y beluchistanos, en que debe simularse el rapto de la novia. Los sartos se limitan a darle caza y arrancarle el corderito; otras tribus le introducen algunas variaciones, pero el sis­tema más original es el de los turanos, que a veces resulta dramático. El día fijado para la boda el novio, acompañado de sus amigos bien armados, se presenta delante de la tien­da de la novia e intima con imperio a los padres su entrega, si no quieren probar el temple de su cimitarra. La joven, ataviada con sus mejores prendas se halla rodeada de sus amigas y parientes y apoya al padre en la negativa. El pre­tendiente, empero, penetra por la fuerza en la tienda soste­nido por un séquito y allí se produce una discusión animada que muchas veces termina en golpes hasta con derrama­miento de sangre. El novio siempre acaba por vencer y se lleva a la muchacha pese a la resistencia que ésta finge oponer. Cuatro de los amigos más robustos la echan sobre un tapete y escapan con ella protegidos por los demás com­pañeros, los cuales tienen que aguantar las piedras y los puñados de tierra que les tiran los adictos y allegados de la. esposa. Hay tribus en las que se obliga a ésta a fugarse dl hogar doméstico después de algunos días de luna de miel y refugiarse en casa de los parientes más próximos, donde puede quedarse hasta un año, en tanto el marido se ve obligado a tomar parte en actos de pillaje a fin de juntar lo suficiente como para rescatarla, si es que no lo matan en una de esas correrías.

La bella Talmá, que cabalgaba magistralmente, imprimió a su yegua mayor velocidad acicateándola con la voz y con la fusta; reía sin pausa y de tanto en tanto volvía la cabeza para apreciar la distancia que la separaba de la multitud de jinetes que la seguían. Había recorrido ya más de tres kilómetros cuando de pronto el animal chocó violentamente contra algo y cayó, haciéndola saltar de la silla. La joven lanzó un grito y quedó inmóvil. En el mismo instante una docena de individuos capitaneados por Hadgi, salieron de unas matas y se precipitaron sobre ella.

-¡Los caballos! -ordenó el segundo del "mestvire" le­vantando a la muchacha-. ¡Ligero!

Algunos silbidos estridentes hicieron salir como por en­canto a doce vigorosos corredores que tenían escondidos tras las altas hierbas. Hadgi, con la ayuda de uno de sus compinches, montó el primero que tuvo a mano llevándose a Talmá desmayada en los brazos. Al partir gritó a los suyos:

-¡Rápido! ¡A volar! ¡Dejen la cuerda! ...

El grupo de forajidos lo siguió a rienda suelta, mientras de la muchedumbre que formaba el acompañamiento de la novia se elevaba un infierno de gritos, denuedos y maldi­ciones.

-Deténganse! ... ¡Infames! ... ¡Facinerosos! ...

Sonaron numerosos disparos, pero los raptores ya esta­ban demasiado lejos para ser alcanzados. Hossein que al principio quedara perplejo y se había puesto pálido como un muerto, reaccionó rápidamente, clavó las espuelas al noble bruto y se lanzó como una furia detrás de los ban­doleros aullando con acento en que se mezclaba el dolor con la ira:

-¡Mi Talmá! ¡Mi adorada! ... ¡Perros ladrones, los voy a degollar uno por uno!...

Eran como quinientos jinetes los que lo seguían, pero sus caballos, fatigados por las proezas cumplidas durante la tarde no podían competir con los descansados de los "águi­las". De repente, los que conducían al "beg", los dos primos y Tabriz, que formaban la avanzada, al llegar al sitio en que cayera Talmá rodaron también por tierra arrastrando a sus dueños, e igual cosa sucedió segundos después con los más inmediatos. Se produjo un desconcierto indescriptible; durante algunos minutos se debatieron mezclados hombres y caballos entre gritos, bufidos, blasfemias y lamentos. Muchos animales, ilesos, salieron disparando por la estepa en cuanto pudieron incorporarse, en tanto sus dueños lo hacían a duras penas doloridos y sangrantes. Las impreca­ciones no tenían fin:

-¡Canallas!... ¡Forajidos!... ¡Nos han burlado!... ¡Tendieron una cuerda debajo de las hierbas!... ¡Desal­mados! ...

En ese momento una voz de trueno dominó a todas las otras:

-¡A caballo!... ¡Síganme, amigos!

Era la de Hossein, quien a pesar de haber sido arrojado por su bridón a diez pasos de distancia, no había sufrido daño al caer felizmente sobre una espesa mata de hierbas. Un pelotón de sartos, de los más fieles, que habían podido contener a tiempo sus cabalgaduras, respondieron inmedia­tamente al llamado.

-¡A tu disposición, señor!

-¡Hay que alcanzar a esos chacales! ¡Perseguirlos sin tregua hasta el fin del mundo! ... ¡Mi Talmá! ... ¡Mi Talmá! ... ¡Tengo que matarlos a todos! ... ¡A mí, Tabriz!

El gigante ya estaba en pie, pero en cuanto quiso mon­tar, su puro persa se derrumbó exhalando un quejumbroso relincho.

-No puedo acompañarte, señor -declaró pesaroso-. Mi fiel corcel se ha quebrado las patas delanteras.

-¡A mí, tío! A mí, Abei!... -gritó Hossein-. ¡Ayúden­me a destruir a esos miserables!

El "beg" había hecho un gesto desesperado: su caballo, como el de su adicto servidor, tenía también las rodillas rotas.

-¡Vayan ustedes dos, hijos! -dijo resignado.

Hossein se lanzó a una carrera loca seguido por más de

treinta sartos que no cesaban de vociferar:

-¡A ellos! ... ¡A muerte! ... ¡A muerte! ...

Pero los "águilas de la estepa" les llevaban más de un

kilómetro de ventaja y se alejaban aceleradamente en di­

rección al norte.

-¿Qué haces tú aquí, Abei? -preguntó el anciano sor­prendido de verlo todavía allí.

El interpelado estaba por contestar cuando se oyeron fuertes descargas de arcabuces en lontananza.

-Padre -dijo entonces- parece que los bandidos están asaltando la aldea de los sartos... Creo que es más con­veniente que vayamos a dar a éstos una mano y hacer un escarmiento con los depredadores, con lo que conseguire­mos al mismo tiempo que mi primo no tenga enemigos a su espalda.

-¡Conque habían preparado un doble asalto! ... ¡Óh, esto es demasiado! -bramó Giah Agha con el rostro congestio­nado de rabia-. ¡Será preciso exterminar hasta el último de esos reptiles!... ¡Tabriz, rápido, procúrame un caballo!...

 

 

 

CAPITULO 10

LA EXPEDICION DE RESCATE

 

 

Los sartos y otros asistentes a la fiesta habían recuperado parte de la caballada, de modo que no le fue difícil al co­loso conseguir das animales y conducirlos delante del "beg".

-¿Qué quieres hacer, patrón? -le preguntó-. Los ban­didos ya están lejos y estas pobres bestias muy cansadas. Por lo demás, ya, tienen a sus talones a Hossein y su primo.

-¿Partió también Abei?

-Allí puedes verlo galopando con un pelotón de séquito.

-¡Corramos! -gritó el anciano a los sartos que habían quedado-. ¡Hay que defender a vuestras familias! ¡Y re­cuerden: no se debe dar cuartel a esos criminales!

Unos doscientos de a caballos rodearon al "beg" y a Tabriz mientras otros seguían procurando reunirse con sus monturas y los restantes no podían moverse porque las su­yas se habían estropeado.

-¡Adelante! -tronó Giah Agha-. ¡Vamos a destruir a esos bandoleros!

La tropa se puso en movimiento dirigiéndose a la aldea.

-¿Alcanzará Hossein a los raptores? -comentó Tabriz que cabalgaba al lado del "beg".

-¡Pobre muchacho! -gimió el anciano-. ¡No se espe­raba este golpe! ¿Por encargo de quién habrán trabajado esos bribones? ¡No pueden haberlo hecho por cuenta propia!

-De seguro que no; los "águilas" no se llevaron a Talmá para guardársela ellos. Algún khan o emir ha de haber con­tratado sus servicios.

-Es lo que también yo sospecho. Pero por mucho que corran habremos de llegar a ellos antes de que salgan de la estepa... ¿Miraste bien a los raptores?

-No me fue posible. Rodé por tierra tan sorpresivamen­te, que cuando pude levantarme se hallaban muy lejos.

-Pues yo reconocí entre ellos a varios de los músicos que acompañaban al "mestvire".

-¡Imposible!.. . ¡Entonces ese perro es uno de sus aliados, un espía! -exclamó el coloso apretando los dientes-. ¡Ay de él si lo encuentro! ¡Lo voy a aplastar de un solo puñetazo...!

-Debe de haber sido por eso que no quiso pernoctar en la tienda.

-Cuando nos preparábamos a seguir la fuga de Talmá. lo vi que se encaminaba a la aldea de los sartos... ¡Que pida a Allah lo libre de caer en mis manos...

-En tanto yo le pediré que me deje capturarlo -replicó Giah Agha-. ¡Le reservo un suplicio que le hará maldecir el día en que ha venido al mundo! ...

El tropel de jinetes pasó al galope delante de la casa de Talmá donde se le incorporó otro grupo, quedando para guardarla la servidumbre reforzada por los huéspedes que habían perdido su cabalgadura. Ya no se oían detonaciones y una gran calma imperaba en la estepa, tan sólo turbada por el ruido de los cascos. Sin duda los bandidos, después de haber hecho una demostración de hostilidad para con­fundir a los perseguidores, se habían dispersado. En menos de una hora el "beg" y su tropa llegaron a la aldea donde únicamente habían quedado las mujeres y los niños y de­fendían los viejos armados de mosquetes y cimitarras.

-¿Los "águilas"? -preguntó Giah Agha cuando éstos lo circundaron.

-Desaparecieron, señor -informó un sarto de barba blanca-. Dispararon algunos tiros y siguieron rumbo al norte. Parece que no tenían la intención de asaltarnos.

-¿No viste a un "mestvire" con una "guzla a la espalda?

-Hace media hora estaba aquí y apostaría a que no ha salido todavía del poblado.

-¿No siguió a los "águilas"? ¿Lo conocías de antes? -Esta es la primera vez que lo he visto y estoy seguro .de que no se fue con los atacantes.

-¿Has oído, Tabriz" -dijo el "beg" volviéndose al gi­gante.

-Sí y lo tomaremos vivo o muerto.

-¿Muerto? ... ¡No; vivo, Tabriz! Ha de saber ciertamente muchas cosas y lo haremos hablar... -se dirigió a los hom­bres que lo habían seguido-: Ustedes rodeen la aldea y si el "mestvire" trata de huir lo prenden pero vivo... ¡Lo quiero vivo!

Los jinetes se diseminaron en torno de la aldea forman­do un cerco que nadie, por ágil y resuelto que fuera, hubiese podido atravesar. Una vez tomada esta precaución, Giah

Agha con la colaboración de unos cincuenta entre jóvenes y viejos, se había puesto a inspeccionar todas las casas una por una... El resto, ya lo conoce el lector, así como la horrible muerte que sufriera el criminal romancero.

Cumplida la ejecución del jefe de los "águilas de la es­tepa", el viejo "beg" seguido por Abei y Tabriz, fue a ocupar una de las mejores viviendas que los habitantes ha­bían puesto a su disposición. Estaba de pésimo numor y en cuanto llegó se dejó caer sobre un tapete y se tomó la cabeza con las manos mientras el coloso blasfemaba entre dientes y el sobrino jugaba con los botones de su ostentosa casaca como si nada lo preocupase. Parecía muy poco afec­tado por la desgracia acaecida a su primo y el tormento impuesto al "mestvire". La oscuridad había comenzado a invadir la habitación y el servidor encendió una vela de sebo colocada sobre una madera que pendía de la bóveda, que la llenó muy pronto de un humor denso y nauseabundo. El sarto es económico en cuestión de alumbrado: los pudien­tes usan ese combustible y los pobres se contentan con una mecha de algodón sumergida en aceite de mala calidad. Por lo demás, se acuestan temprano.

-Patrón -dijo Tabriz después de un rato de silencio-, ¿los habrán alcanzado?... ¿No cree que ya podrían estar de vuelta?

El barbiblanco hizo un gesto de desaliento y suspiró:

-Me parece difícil... y temo que los veremos llegar con las manos vacías.

-Si el "mestvire" dijo la verdad, el inspirador del rapto se encontraría en Samarkanda... ¿Quién podrá ser?

Giah Agha se había quedado taciturno; parecía que sus admirables energías lo hubiesen abandonado de pronto. El servidor, al no recibir respuesta, se volvió hacia Abei que se había tendido sobre un tapete y miraba distraídamente la llama de la vela.

-¿Qué dices tú de todo esto, señor? -le preguntó.

-Que habría que ir a Samarkanda -contestó con una sutil sonrisa- aunque el momento no sería muy favorable, porque la ciudad está ocupada por los rusos.

-¿Quién te lo dijo?

-Un turcomano presente en la boda. Se dice que el go­bernador moscovita del Turquestán prepara una expedición para castigar a la tribu de los bechs que se rebelaron contra el emir de Bukara.

Un galope furioso que se propagó rápidamente por las callejuelas del pueblo, hizo sobresaltar al "beg" y al gi­gante.

-¡Ya están aquí! -exclamaron los dos a un tiempo.

Abei se puso del color de la cera y preso de viva ansie­dad. Para no traicionarse se puso también de pie y se tiró hacia adelante las dos anchas cintas que colgaban de su turbante.

-¡Deben ser ellos patrón! -gritó Tabriz corriendo a la puerta-. ¿La traerán... ?

El galope habían cesado pero afuera se oía un murmullo de voces. Segundos después apareció en el umbral Hossein cubierto de polvo, y con las facciones contraídas por un in­tenso dolor. El anciano fue a su encuentro y lo estrechó contra su pecho.

-¡Huyeron, padre! -dijo el joven sin poder continuar-. ¡Huyeron llevándose a mi Talmá! ¡Los miserables! ... ¿Qué les había hecho mi adorada? ... ¡Ah, padre, tengo el cora­zón destrozado...!

-Sabremos encontrarla, hijo mío -lo reconfortó el viejo. -¡Tal vez ya no viva, padre! ... ¡Tengo sed de sangre... necesito matar... !

-¡Los destruiremos a esos malditos "águilas", te lo pro­meto, Hossein, aunque tenga que invertir en ello toda mi fortuna. Por lo pronto sabemos adónde se dirigen, y eso es mucho...

-Sí, a Katib.

-No, te engañas: a Samarkanda. Me lo dijo el "mestvire", que era un espía de los bandoleros y a quien le apliqué el castigo del yeso.

-Ese vil te ha mentido, padre.

-¡Pero no! -intervino Abei que simulaba estar conster­nado-. Lo confesó antes de morir, primo.

-¡Mintió! -rugió Hossein-. Es a Katib que conducen a Talmá. Me lo confesó uno de los miserables que conseguí voltear de un tiro y a quien luego finiquité con el "cangiar".

-¿Quién habrá dicho la verdad? -se preguntó Tabriz.

-Yo creo que el "mestvire" -sostuvo Abei.

-No, el bandido -replicó Hossein-. Estaba tan es­pantado que no pudo mentir. Es en Katib donde encontra­remos a mi amada, me lo dice el corazón.

-Tabriz, ¿tú conoces la ciudad, verdad? -inquirió el an­ciano después de un rato de silencio.

-Sí, patrón; mi madre era una shagrissiab, pariente del "beg" Djura, y tengo amigos allí.

-¿Cuánto tiempo necesitas para reclutar una partida de cincuenta hombres? Entre los concurrentes a la fiesta, que pertenecen en su mayor parte a tribus belicosas, podrías encontrar sin dificultad elementos decididos. Mi bolsa está abierta: gasta generosamente.

-Dentro de un hora los habré reunido, patrón. He visto a muchos quirguizos y shagrissiabs, gente que se juega la piel por pocos "thomanes".

-Hossein -dijo el "beg" cuando Tabriz hubo salido-. Al amanecer te pondrás en marcha con Abei. Quizás logren llegar a Kitab al mismo tiempo que los "águilas" e impedir a estos desalmados que entreguen a Talmá al que les encar­gó raptarla Hay que proceder rápidamente, antes de que lleguen los rusos que avanzan contra los shagrissiabs, según noticias que circulan. Como no tardarán en asediar la ciu­dad, es preciso alcanzarla antes que ellos. Tu primo te ayu­dará en la empresa... ¿Has comprendido, Abei? -preguntó á éste, que retraído en un rincón poco iluminado había he­cho una mueca.

-Semejante expedición con los moscovitas en campaña no será fácil, padre -observó el farsante.

-¿Y qué? -rugió el viejo jefe con voz de trueno diri­giéndole una mirada terrible-. ¿Tienes miedo? ¿Serás un hijo degenerado del que murió como un héroe frente al enemigo?

-Estoy pronto a morir por devolver la dicha a mi primo, padre -declaró Abei con falsa emoción-. Tú sabes que lo quiero como a un hermano y que no temo a los bandidos de la estepa.

-Perdóname si he sido violento -deploró Giah Agha-. Es mi carácter.

-Entre tú y yo primo, haremos temblar a esos canallas -alardeó Hossein-. Y si es cierto que el emir dispuso el rapto, le revolveremos las tripas con nuestros "cangiares".

-Sí, primo -aseguró el hipócrita-. Talmá volverá a tus brazos.

-Ahora vayan a reposar un poco para estar más frescos mañana -aconsejó el "beg"-. Tengo necesidad de estar solo.

-¿Cómo podría dormir? -exclamó Hossein con acento desesperado-. ¡Mi noche de bodas...! ¡Mejor hubiera sido que me hubiesen matado los "águilas"!

-¿Y la venganza? Un hombre de la estepa no muere sin haberla saboreado antes -declaró el temible jefe con voz sorda-. Ve, hijo; el combatiente debe sentirse fuerte cuan­do entra en batalla- y acercándosele agregó en tono so­lemne-: ¡duro por Allah que sea quien fuere el ser que ha turbado tu felicidad, conocerá la fuerza de mi castigo! ¡Y Giah Agha no ha faltado nunca a sus juramentos! ... Va­yan, que ya vuelve Tabriz.

Los dos jóvenes salieron en el momento en que entraba el servidor. Abei se había puesto lívido al oír las palabras del anciano.

-Asunto concluido, patrón -informó el coloso-. Ya tengo a la gente contratada: veinte "thomanes" por cabeza al final de la expedición.

-¿Qué son?

-Casi todos shagrissiabs y sartos; elementos hechos a la guerra.

El "beg " quedó un momento pensativo, luego acercándose al fiel servidor le golpeó familiarmente el hombro y le pre­guntó a quemarropa:

-¿Qué piensas de Abei?

-¿Por qué me haces esa pregunta, patrón? -exclamó el gigante muy sorprendido.

-¿Crees tú que realmente lo quiere a Hossein? ... ¡De­seo que lo vigiles de cerca!

-¿A tú sobrino, patrón?

-¡No me parece franco, Tabriz! ... Desde un tiempo a esta parte lo estoy observando y he constatado actitudes ambiguas y continuas vacilaciones. Está celoso de Hossein, de su lealtad, de su coraje, de su belleza y quizás de algo más todavía.. .

-¡Patrón! ...

-¿Convocaste a los enganchados para el alba?

-Estarán todos frente a la puerta.

-¿Conoces a Sagadsca, el jefe de los filiados? El podrá darte informaciones preciosas, porque si los "águilas", se dirigen a Kitab deben pasar por su campo.

-Veré a ese jefe.

-Y ahora, vete a descansar que es tarde y te lo reco­miendo, protege a Hossein y no pierdas de vista a Abei.

-Así lo haré, patrón.

 

 

CAPÍTULO 11

EL CAMPO DE LOS ILIADOS

 

 

A las primeras claridades de la aurora cincuenta guerre­ros armados de fusiles de caños largos, pistolas y "cangiares" y montados de cuatro en fondo, se alinearon delante de la casa ocupada por el "beg". Casi todos eran bajos de estatura, membrudos, de anchas espaldas, barbas hirsutas y rojizas, piel oscura, nariz arqueada y ojos rapaces. Mu­chos eran sartos, pero la mayor parte pertenecía a la tribu de los sagrissiabs, pastores y bandidos a un tiempo, con­siderados como los mejores jinetes de la estepa turana. Giah Agha, sus dos sobrinos y Tabriz, los pasaron rápidamente en revista y el primero opinó:

-Creo, Hossein, que con estos hombres podrás llegar sin inconvenientes a Kitab. Trata de evitar a los rusos y de no dejarte atrapar dentro de los muros de la ciudad, a me­nos que...

-Continúa, padre.

-... Djura Bey te devuelva o te haga devolver a Talmá, en cuyo caso quedas en libertad para ayudarle a combatir a los odiados moscovitas.

-Está bien, padre.

-Y ahora, a caballo, hijo mío, y no olvides que me que­do esperando con angustia tu regreso. -Le puso la mano sobre la cabeza y añadió-: Tienes mi bendición: Allah la ha concedido a mis manos.

El pequeño ejército partió al trote, despedido por los augurios de la población que se había reunido en las terra­zas y enderezó hacia el oriente. Diez minutos después galo­paba en procura del Amu-Darja, el río que sirve de frontera a las tribus turcomanas llamadas independientes. En la vasta etapa, donde existen campos inmensos en cuyo sub­suelo no falta el agua y con la construcción de pozos arte­sianos podrían fertilizarse, son raros los lugares habitados y la comitiva no hallaba a su paso ánima viviente. Hossein y Tabriz iban delante y Abei, que no se sentía muy cómodo

al lado del primo, con la excusa de vigilar alguna posible deserción, se había colocado a la cola. El novio de la bella Talmá, a quien dominaba una tétrica desesperación, parecía haber envejecido en las últimas veinticuatro horas.

-¡Mi pobre señor -le dijo el gigante- se diría que des­esperas de tu destino!

-Separado de mi amada, mi buen Tabriz, me parece es­tar rodeado de tinieblas eternas.

-No eres razonable, señor. A tu edad no se desfallece jamás. Talmá te ama, dentro de cuatro días estaremos en Kitab y tu tío es un "beg" demasiado notable para que Djura Bey se niegue a hacerte justicia.

-¿Y si hubiese sido él quien la mandó robar?

-Entonces el asunto sería distinto. Pero no creo que ha­ya tenido humor para ocuparse de Talmá si es verdad que los rusos marchan contra él.

-¡Si yo supiese quién ha sido el miserable que me la ha raptado...!

-Lo descubriremos, no lo dudes, patrón. Sagadsca cono­ce a todos los bandoleros de la estepa y nos dará informa­ciones precisas sobre la dirección que llevan los "águilas". Su gente está recogiendo la cosecha de rosas en las riberas del Amu y sabremos si pasaron por allí. No te desanimes y trataremos de ganar terreno.

Sin necesidad de ser espoleados, los caballos matenían un andar bastante rápido y podían seguirlo sin pausa duran­te mucho tiempo. Al mediodía se -les dio un descanso de dos horas en un lugar sombreado por enormes plátanos después de lo cual reanudaron la marcha tan frescos como cuando la habían iniciado. Tabriz conocía bien la comarca por haber vivido en ella muchos años y se orientaba perfecta­mente guiándose por la posición del sol. En lontananza em­pezaban a dibujarse algunos. grupos de tiendas alrededor de las cuales pacían camellos y carneros en buen número. Una que otra mezquita agrietada apuntaba al cielo su blanco minarete indicando que algunos siglos antes había existido allí un centro de población. Tal vez fuese aquella la tierra santa de losmagos de Zoroastro y del Zendavesta, pues co­rrespondía a la que los persas colonizaran en la antigüedad. Hacia el crepúsculo el gigante indicó a Hossein un conjunto de tiendas cónicas, de color oscuro, levantadas alrededor de un oasis de granados, membrillos de gran tamaño y ci­ruelos altísimos.

-El campo del emir de los filiados -le advirtió.

-¿El amigo de mi tío de quien tanto me has hablado?

-El mismo. En un tiempo combatieron juntos contra los bukaros y los beluchistanes. Si los "águilas" pasaron por sus tierras, ten la seguridad que nos lo dirá.

-A lo mejor ya ni se acordará del nombre de Giah Agha -terció Abei que en ese momento se les había reunido-. En la estepa se olvidan fácilmente a los amigos.

-Al contrario, señor -replicó Tabriz un poco picado-; se recuerdan más que en otros lugares, porque a menudo se los necesita para afrontar a los depredadores o a los soldados de los emires.

-Verás que si nos recibe nos tratará como a gente sos­pechosa. Tienen otros problemas de que ocuparse para que den importancia a nuestros asuntos.

-Será como tú dices, señor. Yo cumpliré las instruccio­nes del "beg".

-Mi tío cree demasiado en las amistades -ironizó el contradictor...

Tabriz lo miró con cierta extrañeza y arrugó la frente; Hossein, sumergido en su tristeza parecía no haber oído nada del diálogo.

-Tu tío, señor -repuso el servidor amoscado- ha sa­bido siempre elegir sus amigos y yo, que tengo más edad que tú, entiendo algo de eso.

Entretanto, en el campo de los. filiados se había produ­cido visible efervescencia. La columna armada que se apro­ximaba los había puesto en estado de alarma, creyendo se tratase de una de las tantas partidas de ladrones que se proponía asaltarlos. Recogían precipitadamente su ganado en los recintos cerrados y se parapetaban con sus caballos detrás de los gruesos troncos de plátanos. Los filiados son nómades que cambian de lugar según las estaciones y aban­donan en primavera las cadenas montañosas que atraviesan la parte meridional de la Bukara y se desparraman en la estepa turana, en las proximidades de estanques o cursos de agua. Los hombres, más parecidos a los tártaros que a los turcomanos, son de alta estatura y aspecto varonil; las mujeres son consideradas como las más graciosas de la lla­nura. El coloso, que conocía su índole desconfiada, hizo de­tener la tropa y avanzó solo con Hossein, los arcabuces apuntando al suelo. Cuando estuvo a cierta distancia gritó:

-Digan al emir de los filiados que los sobrinos del "beg" Giah Agha solicitan hospitalidad. Sagadsca no se negará a acordarla.

Hubo un cambio de opiniones entre los nómades y luego un viejo de barba blanca al que le faltaba un ojo, avanzó , al encuentro de los recién llegados.

-Los sobrinos de mi amigo pueden entrar en mi campo y gozar de mi hospitalidad.

El séquito se instaló bajo los árboles mientras Tabriz y los dos jóvenes eran conducidos a una vasta tienda en la que rodearon al jefe de la tribu seis muchachas.

-¿Eres tú Sagadsca? -le preguntó entonces el coloso.

-Sí, soy el amigo de Giah Agha; que sus sobrinos se sienten a mi lado.

-Gracias por tu hospitalidad -le expresó Hossein-. Hemos venido a tu campamento porque necesitamos de tus consejos e informaciones.

-Después de la cena obtendrás todo lo que deseas. Dé­jame cumplir antes con mis deberes y no te preocupes por tu gente: tendrá víveres y tiendas para repararse.

Sobre un tapete persa se tendió un mantel y se colocaron platos de plata, lujo que sólo un jefe de tribu podía per­mitirse.

-Han llegado ustedes a buen tiempo -dijo éste- hoy festejo el duodécimo aniversario de mi última hija.

Dos pastores trajeron varias fuentes cargadas de alimen­tos que exhalaban un olor apetitoso y las depositaron de­lante de los huéspedes. Es sabido que el mayor placer de los habitantes de la estepa cuando disponen de medios, es comer bien, y este hábito asume proporciones exageradas si se festeja algún acontecimiento. Su cocina no es tan ordinaria como podría creerse tratándose de gente irrequieta, pues preparan el carnero, asado entero o guisado en manteca, mechado o condimentado con almendras, dátiles, pasas de uva, bayas, rosas pimienta y otras especias y en trozos con arroz hervido que llaman "pilat", así como en pasteles con salsas sabrosísimas. Esa noche los cocineros de Sagadsca habían realizado verdaderos prodigios y pre­sentado variados manjares y vasos llenos de granadas dul­ces, membrillos perfumados y sandías con pulpa de muchos colores. Al servirse el café se trajeron cuatro hermosos narguiles de aromatizado líquido y tabaco fuerte y una vez encendidos, dijo el anfitrión a Hossein que había tocado apenas los alimentos:

-Ahora te escucho. Leo en tus ojos una gran pena incom­patible con tu juventud y te interrogo: ¿qué desgracia puede

haber golpeado a los sobrinos de mi viejo amigo Giah Agha?

-Me han raptado la novia en la ceremonia del desposo­rio -le informó Hossein.

-¿Quién? -exclamó el viejo asombrado.

-Los "águilas de la estepa" -completó Tabriz- y he­mos venido a preguntarte si tus hombres los han visto. -¡Mirsa Rabat! -gritó el jefe filiado golpeando las ma­nos. Y cuando un joven pastor estuvo en su presencia le ordenó:

-Relata a mis huéspedes el encuentro que has tenido esta mañana.

-Vi a numerosos jinetes que parecían quirguizos -in­formó el muchacho -a cuya cabeza iba un individuo de formas robustas que llevaba a una mujer en sus brazos...

-¡Talmá! -lo interrumpió Hossein.

El pastor lo miró sorprendido y a una señal de su jefe prosiguió:

-La mujer llevaba traje de bodas y en la cabeza una tiara de metal.

-¡Era ella -gritó Hossein, mientras Tabriz lanzaba un rugido y Abei se mordía los labios-. Mi prometida! -Cálmate, señor y sigamos escuchando a este mucha­cho -le pidió el servidor-. ¿Qué rumbo llevaba la banda?

-El de levante, en dirección al río.

-¿Se agitaba la joven? ... ¿Estaba viva? ...

-La vi levantar un brazo y amenazar al hombre.

-¿A qué hora fue eso?

-Alrededor del mediodía; iban al pequeño trote y sus caballos debían estar muy rendidos porque algunos queda­ban a menudo rezagados.

-¿Eran muchos?

-Lo menos ciento cincuenta.

-¿Cómo pueden haber sido tantos .. ? -se extrañó Hos­

sein-. ¡Los raptores no eran más de una docena...!

-Se les habrán reunido los que tirotearon la aldea sarta-indujo el gigante.

-¡No será su número lo que nos impida seguirlos! -bramó Hossein.

-¿Sabes adónde se dirigen? -inquirió Sagadsca.

-A Kitab.

-¿Qué irán a hacer allí? Quizás no sepan que los rusos salieron de Samarkanda con cañones y culebrinas para com­batir a Djura y al "beg" de Schaar.

-¿Luego es cierta la expedición?

-Sí: la manda el coronel Miklalowsky y se compone de infantería y algunas "sotnie" de cosacos. Tiene orden de dominar a los revoltosos y poner Kitab y Schaar bajo la autoridad del emir de Bukara. No se habla más que de eso en la estepa oriental y las informaciones que tengo las con­sidero exactas.

-No tenemos tiempo que perder, señor -dijo Tabriz a Hossein.

-Si quieren entrar a la ciudad, deben hacerlo antes de que la asedien los rusos -advirtió el filiado-. ¿Se hallan cansados vuestros caballos?

-Galopan desde la madrugada.

-Tengo trescientos en mi campo; elijan los mejores y partan en seguida. ¿Saben por cuenta de quién fue raptada la joven?

-Sospechamos que de Djura bey -dijo Hossein.

-¡Uhm! -hizo Sagadsca-. Tiene demasiadas preocupa­ciones para pensar en cosas de harén. Debe ser algún otro. De todos modos, no les será difícil dar con la muchacha, pues tanto Kitab como Schaar son ciudades pequeñas. Voy a darles un consejo; acudan directamente a Djura y díganle en mi nombre que si sus cosas anduvieran mal, siempre encontrará un refugio en la tribu de los filiados. Crucen al Amu-Darja por el vado de Ispás: allí encontrarán gente mía que seguramente podrá proporcionarles otros informes. Y ahora, amigos, vamos a escoger la caballada.

 

 

CAPÍTULO 12

DETRÁS DE LOS BANDIDOS

 

 

Era la medianoche cuando Hossein y su séquito, montan­do animales frescos abandonaron el campamento de los filia­dos. No deseaban verse envueltos en el conflicto a pesar del odio que, como todos los turquestanos, sentían por los moscovitas, insaciables conquistadores del Asia central. Al despertar el día, después de un galope furioso, llegaron a la orilla del Amu, el mayor de los ríos que cruzan la estepa y que va a desaguar en el lago de Aral.

-En estos campos cultivados de rosales deben de ha­llarse los hombres de Sagadsca y también el vado -dijo Tabriz-; esperemos que amanezca para dar con ellos.

Mientras se les proporcionaba un poco de reposo a los animales, los tres conductores se acercaron al borde del agua y comprobaron que en ese lugar no tenía más de un metro de profundidad.

-Este debe ser el vado -dijo el gigante.

-No te engañas, señor -respondió una voz que salía de una mata de altos rosales.

Un hombre de cierta edad, que llevaba en un brazo un cesto lleno de rosas recién cortadas, se acercó.

-¿Eres un filiado de Sagadsca? -le preguntó Tabriz--. Anoche recibimos hospitalidad de tu jefe y nos mandó aquí para que nos dijeran si habían visto pasar una masa de gente a caballo.

-Yo he dormido como un oso -confesó el hombre­pero podrán informarte los destiladores, que no apagaron el fuego. Sígueme; están a pocos pasos y desde aquí se distingue la humareda.

Atravesaron un pequeño bosque de plátanos y pronto llegaron a una explanada donde una docena de filiados se­midesnudos, ennegrecidos por el humo y manando sudor, estaban atareados alrededor de varias calderas de cobre colocadas sobre hogueras. Los turquestanos, lo mismo que los persas, destilan las rosas en el mismo terreno de cultivo para que conserven todo su perfume. Les colocan reci­pientes de una capacidad de cien a ciento veinte litros y las hierven en un volumen de líquido cinco veces mayor que su peso. De esta cocción extraen el agua de rosas, la que someten nuevamente al fuego hasta que aparecen pequeños glóbulos oleosos que son la esencia y que recogen con cu­charas perforadas. Un campo de cuarenta áreas de rosales puede dar hasta dos mil kilos de flores, y éstas producen setecientos gramos de esencia que se vende a precios muy elevados. El capataz de los destiladores, al ver a los foras­teros fue a su encuentro y los saludó cortésmente.

-¡Que Allah les sea propicio!

Y cuando le preguntaron si habían visto pasar por allí una caravana de caballeros, exclamó:

-¿Caballeros? ... ¡Bandidos querrán decir! ... Los que cruzaron el río en las primeras horas de la noche no eran personas honestas.

-¿Cuántos contaron?

-Más de cien y entre ellos advertimos una muchacha montada en una yegua blanca cuyas riendas llevaba uno de los jinetes.

-¿Qué hacía la muchacha?

-No tuve tiempo de observar bien porque el grupo atravesó apresuradamente el río y desapareció detrás de los árboles de la otra orilla.

-¿Estaban cansados los caballos?

-Me parecieron agotados.

-Patrón -aconsejó Tabriz- partamos en seguida. Si nuestros animales no ceden, llegaremos a Kitab junto con ellos.

-¡Si pudiéramos alcanzarlos antes para exterminarlos!... -rugió Hossein.

-Olvidas, primo -le objetó Abei, que no cesaba de atormentar su escaso bigote- que son ciento cincuenta y no les falta coraje, como lo demostraron en el asalto a la residencia de Talmá.

-¡Aunque fueran el doble!... -le replicó su primo.

-Bien dicho, señor! -apoyó el coloso-. Repetiremos la hazaña de la noche de los lobos.

La columna cruzó el vado con toda celeridad y entró en territorio gobernado por el khan de Bukara, el más exten­dido de la Tartaria llamada independiente, habitado en ge­neral por nómades que sólo en invierno viven en poblado y el resto del año ambulan por las estepas. Samarkanda es la más importante de sus ciudades, la que el famoso Tamerlán eligiera como capital y fuera el centro de activo tráfico mercantil. Hoy, a pesar de haber perdido gran parte de su antiguo esplendor, posee una academia de ciencias, fábricas que tejen la más apreciada seda de Asia y un comercio bas­tante activo. También Bukara, donde pasa la mayor parte del año el bárbaro khan, ha decaído después de haber sido un centro de hombres doctos entre los que se destacara Avicena, el "príncipe de los médicos". Cuando estuvieron en la otra orilla Tabriz ordenó a la gente que se detuviera y acompañado de Hossein fue a inspeccionar la arboleda.

-¿Qué buscas, Tabriz? -le preguntó el joven al verle observar atentamente el suelo.

-Las huellas de los bandidos -contestó el gigante.

Siguieron avanzando bajo los plátanos y abedules. La tierra estaba húmeda y podían distinguirse fácilmente las pisadas de numerosos caballos. Tabriz abandonó el suyo para verificarlas mejor y de pronto se incorporó y echó mano al fusil que pendía de su silla.

-¿Qué pasa ahora? -quiso saber Hossein, que también empuñó su arma.

Sin responder, el servidor apuntó a una espesa mata que crecía cerca de un banano y de la que salió en ese momento un lastimoso gemido.

-¿Has oído? -dijo entonces-. Debe haber un herido allí...

Se acercó con cautela y separó las ramas con el caño del arcabuz. Detrás se hallaba un hombre cuyo cuerpo sólo estaba cubierto con algunos jirones de camisa.

-¡Perdonen la vida a un pobre infeliz! -exclamó con voz temblorosa-. ¡Allah ha prohibido matarse entre cre­yentes!...

-¡¿Quién eres y qué haces aquí desnudo? -le preguntó Tabriz.

-Soy un usbek de la ciudad de Kitab a quien asaltó una banda de ladrones anoche. Me robaron mi majada de car­neros que había traído a pastar y me quitaron la ropa.

-¿Eran "águilas de la estepa"? ¿No llevaban una joven con ellos?

-Yo no la he visto.

-¿Cuántos eran?

-Una veintena, pero debía de haber más en el bosque, Porque oí relinchos de caballos. ¡Por favor, señor! ¡No me

dejes aquí solo y sin armas! ¡Hay lobos y panteras en la es­pesura!...

El coloso interrogó con la mirada a Hossein.

-Podrá servirnos de guía -sugirió éste.

-Monta en ancas de mi caballo -le dijo Tabriz-. Ve­remos de procurarte algo para que te cubras.

-¡Seré tu esclavo! -declaró el citado en un arranque de agradecimiento-. ¡Lo he perdido todo!

-Te vengaremos. Estamos persiguiendo a esos bandidos.

Se reunieron con la escolta y Tabriz obtuvo que algunos de sus integrantes se desprendiesen de alguna prenda de vestir para habilitar al usbek, mientras Hossein informaba a Abei del descubrimiento. Luego reanudaron la marcha al trote corto, atravesaron los pocos centenares de metros de terreno boscoso y desembocaron de nuevo en la planicie.

Los viajeros que recorren estas regiones observan que el crecimiento forestal cesa al pie de las montañas para reaparecer en las proximidades de los ríos, sin que ninguna vegetación se note en la tierra negra que recubre la parte llana y que debería ser tanto más fértil cuanto que es vir­gen. La explicación plausible es que la capa de esa tierra no va a más de cuarenta centímetros de profundidad y des­cansa sobre un fondo de arcilla compacta, impenetrable a las raíces de las plantas. A medida que la expedición avan­zaba en los dominios bukarenses, los conglomerados de tiendas aparecían con mayor frecuencia y en el horizonte se veían desfilar largas caravanas de camellos y grandes ma­jadas de ovejas, escoltadas por gente armada de aspecto siniestro. Todas se dirigían rumbo al occidente con una pri­sa que llamó la atención de Tabriz.

-Parecen huir ante un peligro -comentó con Hossein.

Hizo que se adelantara su caballo hasta alcanzar a un grupo que conducía una procesión de caballos y pidió la explicación.

-¡Los rusos! -le dijeron.

-¿Ya sitian Kitab?

-Todavía no, pero lo harán dentro de poco.

El gigante volvió a su puesto y dijo a los dos primos: -Hay que acelerar la marcha, si no, nos exponemos a

quedar cortados fuera de la ciudad.

 

 

CAPÍTULO 13

LA LLEGADA A KITAB

 

 

No obstante los esfuerzos prodigiosos realizados por los caballos, la noche sorprendió a la comitiva a cuarenta ki­lómetros de Kitab, en las inmediaciones del minúsculo y desierto villorrio de Iskander. Hombres y animales estaban tan extenuados por esa marcha de casi cuarenta y ocho horas, que todo avance resultaba imposible. Hossein y Tabriz, que no quería arruinar completamente a las cabalga­duras, se vieron obligados a ordenar un alto. Por otra par­te, los rusos todavía no habían atacado a la ciudad, como lo demostraba el éxodo de gente y ganado que proseguía hacia el oeste. Las diez o doce chozas que componían el lugar habían sido abandonadas por sus dueños, contingen­cia que aprovecharon los expedicionarios para pasar la no­che bajo techo. Consumieron de prisa las provisiones que llevaban j’ en cuanto se tendieron en el suelo quedaron profundamente dormidos.

Sólo dos hombres no cerraron los ojos: Abei y el pastor asaltado que habían recogido cerca del Amú. Ambos, du­rante la marcha, se habían cambiado miradas y signos de inteligencia, como si se conociesen de antes, y cuando el felón sobrino del "beg" se convenció de que su primo y el gigante dormían, salió silenciosamente de la choza y se dirigió hacia el primer grupo de caballos junto a los cuales se distinguía una forma humana agazapada.

-¿Qué significa tu presencia aquí, Hadgi? -le preguntó al hombre.

-Recibir nuevas instrucciones, ya que no habíamos pre­visto la invasión de los rusos. Eso puede haberte hecho cambiar de plan y como sabía que al perseguirnos tendrían que pasar ustedes por el único vado del río que existe en muchas leguas, resolví esperarte en sus proximidades.

-Has jugado una carta muy peligrosa.

-¿Por qué? Ni tu primo ni el servidor me conocen y en­gañarlos era cosa facilísima. No hice más que esconder ropa

y armas en una mata y, como has visto, la estratagema dio buen resultado.

-Eres un bandido astuto -reconoció el pérfido.

-Se hace lo que se puede... Dime ahora adónde debo conducir a la muchacha.

-¿Conoces algún refugio en las montañas de Kasret­Sultán?

-Sí, existen allí cavernas magníficas, aunque suden pe­tróleo por todas partes.

-Bien; entrarás entonces en Katib, atravesarás la ciu­dad poniendo bien en vista a Talmá y la llevarás a las montañas. Nadie se preocupará de ella aunque pida socorro, ya que los habitantes tienen otras cosas en qué pensar. En todo caso, dirás que es una loca que reconduces a su fami­lia. Tus hombres me conocen, ¿no?

-La noche que viniste al campamento a proponernos el negocio, estaban todos y ninguno ha olvidado tu cara.

-Deja entonces un par de ellos en Kitab para que me guíen más tarde al refugio.

-Mira que si tardas mucho corres peligro de quedar sitiado.

-Es lo que deseo. Por lo demás, esto a ti no te interesa. Lo que debe interesarte es ganar la suma convenida, que ahora te pertenece íntegra por la muerte del "mestvire".

-La supe. Tu tío fue muy cruel, pero tengo que estarle agradecido porque con su acto me convirtió en jefe de los "águilas".

-No te quejes, pues. Y ahora vete y alcanza a tu gente antes de que entre en la ciudad.

-Adiós, señor, y cuenta con mi fidelidad.

-Y tú con mis "thomanes" -replicó con sorna su inter­locutor.

Hadgi desató un caballo, le envolvió la cabeza para que no relinchase, saltó a la silla y se perdió en la oscuridad de la noche.

-Los moscovitas llegan en buena hora -murmuró Abei­-. Babá bey no habrá olvidado que un día mi padre le sal­vó la vida y me ayudará... ¿Con que lo querías todo para ti, mi querido primo? Belleza, coraje, admiración de las mujeres, felicidad... ¿Y nada para mí? Por lo menos tendré a Talmá, la muchacha a quien amo secretamente antes que tú y sin la cual no me importa la vida... ¡Qué poco me conocen ella y tú...!

Se deslizó en la choza tratando de no hacer ruido y se

echó sobre su gualdrapa sin que Hossein y Tabriz se diesen cuenta de nada. A medianoche, la tropa empezó a preparar­se y los despertó su vocerío y los relinchos de los animales Salieron al aire libre y dieron la orden de partida. En eso se acercó a Hossein uno de los sartos.

-Señor -denunció- falta mi caballo.

-Y también el hombre que ha recogido junto al río - agregó otro.

-¡Que vaya a que lo ahorquen en otra parte! -gruñó el gigante-. No nos preocupemos por ese truhán y pongá­monos en marcha antes de que se nos adelanten los rusos.

El hombre que quedara de a pie montó detrás de un com­pañero y la comitiva ganó rápidamente la estepa. Por la parte sur aparecían muchas aldeas y villorrios, situados en las márgenes de los afluentes del Amú y rodeados de arboledas y matas de rosales chinos de flores blancas y rojas. Los caballos, descansados, galopaban sin necesidad de ser aguijados y a los primeros albores del día se pudo distin­guir la silueta del Kasret-Sultán-Geb a espaldas de Kitab.

-Ya estamos, señor -anunció Tabriz a Hossein-. Si no nos han engañado, dentro de poco rescataremos a tu amada.

-¿Volveré a verla?... -gimió el malogrado esposo lle­vándose la mano al corazón.

-Tu tío es harto famoso en la estepa para que el emir de Kitab no lo conozca y no se negará a ayudarnos en nuestra búsqueda, especialmente si reforzamos el pedido con algunos miles de "thomanes".

-¿Qué clase de tipo es? ¿Lo conoces, Tabriz?

-Lo he visto más de una vez. Es un ambicioso que en diversas ocasiones se ha rebelado contra su señor, el emir de Bukara. Parece querer imitar a Yakub, el que fuera lu­garteniente de éste y después de haberse hecho declarar por la población "atalech-gazí", o sea, defensor de la fe, se construyó un reino a expensas de aquél y de los chinos de la Duzungaria. Malhadadamente para él, tendrá que ha­cer sus cuentas con los moscovitas, y el negocio le va sa­lir mal.

-Lo mejor es no meterse -opinó Hossein.

-Siempre que nos sea posible, primo -apuntó Abei-. Djura Bey podía pedir nuestro apoyo: cincuenta hombres a caballo le serían de gran utilidad en estos momentos, y si nos rehusásemos, podría decirnos que busquemos solos a Talmá.

-Es claro que tratará de aprovechar la ocasión para re­forzar su ejército -convino el coloso-. Por mi parte no me disgustaría dejar caer un poco la mano sobre los rusos...

Kitab estaba a la vista: se destacaban nítidamente sus blancas mezquitas de cúpulas doradas, las murallas almenadas y los altos terraplenes que reforzaban las defensas. Hossein estaba por disponer que espoleasen los caballos, cuando

se oyeron descargas de mosquetería y ’algunos tiros de - cañón.

-¡Los rusos! -exclamaron a la vez los tres conductores.

-Debemos apresurarnos si no queremos llegar tarde -incitó Abei lanzando adelante su montura-. Esas nubes de polvo que se ven en el norte, las debe levantar un cuerpo de caballería.

-Aflojen las riendas -ordenó Tabriz.

El tropel partió a todo galope. La fusilería se hacía oír a pausas regulares, lo que revelaba que procedía de solda­dos disciplinados. Algunas detonaciones secas, poderosas, parecían salir de culebrinas más que de piezas de verdadera artillería. Detrás de los terraplenes densas cortinas de pol­vo denotaban que la caballería de Kitab ya combatía con­tra los cosacos de Miklalowsky. La comitiva de Hossein había llegado a un centenar de metros de la puerta de Ravatak, cuando apareció una masa de jinetes que bajaba apresuradamente de las alturas al tiempo que estallaban algunas granadas sobre sus cabezas.

-¡Los shagrissiabs! -reconoció el gigante-. ¡Cuando escapan de ese modo es porque los moscovitas han de ha­berlos golpeado bien...!

Los fugitivos volvían a la ciudad lanzando furiosos alari­dos y de tanto en tanto volvían atrás la cabeza y descarga­ban sus mosquetes.

-¡Apuren, amigos! -exhortó Hossein-. ¡Tenemos que llegar antes que los rusos!

La tropa superó la distancia que faltaba, atravesó el puen­te levadizo y penetró en poblado al tiempo que en los re­ductos tronaban los arcabuces y los cañones de Djura Bey.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 14

LOS FANÁTICOS DEL TURQUESTAN

 

 

Kitab, sin poseer la categoría de Bukara y de Samarkanda, las "reinas de la estepa", como la llaman los turquestanos, era en 1875 una ciudad importante por su población, su comercio y sus fortificaciones que, ligadas a las de Schaar, la hacían respetable. Aunque no se consideraba una roca inexpugnable para un ejército europeo, lo era para los bárbaros, debido a los veinte cañones y cierto número de culebrinas que guarnecían los reductos de su ciudadela. Po­seía, como todos los centros poblados del Turquestán, gran número de mezquitas y bellísimos jardines, pero sus casas eran bajas, con muros de tierra batida de un metro de es­pesor y techos de cañas revestidas de creta. Sólo la del bey tenía más de un piso y vastas galerías y terrazas de estilo mitad chino y mitad musulmán y se erguía majes­tuosa en medio de esa chatura.

Una gran agitación reinaba en la ciudad en el momento en que el séquito de Hossein entraba en ella. Hombres de a pie y a caballo se cruzaban en todas direcciones aullan­do rabiosamente y blandiendo toda clase de armas, mien­tras multitud de mujeres y niños se dirigían a las salidas arreando’ camellos y carneros. De los muros, terraplenes y terrazas, se hacía fuego continuo contra un enemigo invi­sible, pues hasta entonces no había aparecido ningún ruso.

-¡Al bazar! -ordenó Tabriz a sus hombres.

Atravesaron la parte meridional de la ciudad e hicieron alto en una amplia plaza ocupada por tiendas y bancos completamente vacíos, pues los vendedores habían huido

llevándose las mercaderías. El coloso, después de haber da­do un vistazo en derredor, enderezó hacia una construcción que se levantaba en un ángulo y tenía varias puertas de entrada.

-Ocupemos ante todo el caravanserrallo y esperemos a que se restablezca un poco la calma antes de ir a visitar al bey -díjole a Hossein-. Los moscovitas no acometerán antes de haber abierto brechas en las murallas. No igno­ran que la ciudad está bien defendida, de manera que por el momento no tenemos por qué apresurarnos.

-Primo -propuso Abei-. ¿No te disgustas si me encargo de ir a ver al "beg" de Schaar que es aliado de Djura? No podrá negarme su apoyo, porque tiene una deuda de gratitud con mi padre.

-Una vez me contaste algo de él. Si mal no recuerdo le salvó la vida. ¿Se acordará de ello? -Yo se lo recordaré si lo ha olvidado. -¿Estará en la ciudad?

-Su caballería se retiró tras los muros y es de suponer que él ha entrado con ella. Yo sabré descubrirlo: estará en la ciudadela o en el palacio de Djura. Si tardo en volver, no te inquietes, primo.

Mientras la comitiva se acomodaba en un inmenso local destinado a servir de hospedaje a las caravanas provenien­tes de la estepa, Abei, después de haber rechazado una es­colta, se dirigió lentamente a la ciudad. Sobre una pequeña altura se destacaba la ciudadela. protegida por cuatro re­ductos y por terraplenes almenados.

-Es más probable que se encuentre allí, rodeado de sus cañones -musitó Abei sonriente-. ¡No te imaginas la par­tida que voy a jugarte, querido primo!... ¡Te aseguro que mis "thomanes" van a estar bien empleados!

Aunque ya no se produjesen descargas más allá de las huertas, la inquietud de la población estaba lejos de cal­marse. Pelotones de gente armada recorría las callejuelas y de las terrazas se seguía tirando al acaso. También de la ciudadela disparaban los cañones consumiendo municiones inútilmente, y desde los minaretes se desgañitaban los almuecines clamando con voz estridente:

-¡A las armas, hijos de Allah! ¡En nombre del Profeta, de Alí y de Hussein! ¡Muerte a los infieles!

Abei seguía trepando por las angostas vías y los tortuo­sos senderos que llevaban a la ciudadela sin preocuparse de toda esa alharaca y girando la mirada en torno para ver de descubrir a alguno de los bandidos que Hadgi debió dejar.

-Es imposible que no hayan advertido nuestra llegada -murmuró-. Cincuenta hombres a caballo llaman la aten­ción de cualquiera. A lo mejor me están esperando en las cercanías del caravanserrallo.

Eran las nueve de la mañana cuando llegó al sitio fortifi­cado. Ya había percibido en uno de los reductos a un hom­bre de edad madura vestido como un príncipe, con grandes bordados de oro en la casaca blanca y un descomunal tur­bante de muselina verde. Al llegar a una de las puertas fue detenido por un centinela de gran estatura que le apuntaba un enorme trabuco.

-Pon de lado tu trombón -le dijo, con acento irónico­y ve a decirle a Babá bey que el sobrino de Giah Agha e hijo de Abei Hakub desea verle.

El shagrissiab, impresionado por el tono altanero y la calma del joven, hizo transmitir de inmediato el mensaje y poco después abría la puerta de par en par y escoltando por cuatro artilleros el visitante entraba en la ciudadela. Babá bey lo esperaba apoyado en su cimitarra en una pe­queña explanada.

-¿Eres el hijo de Abei Hakub? -le preguntó cuando hu­bo descendido del caballo.

-¿No me parezco a mi padre, "beg"? Siempre me han dicho que soy su vivo retrato.

-En efecto -confirmó el emir de Schaar- me recuer­das al hombre que me salvó un día la vida. ¿Qué quieres de mí?

-¿Has saldado con mi padre tu deuda de gratitud?

El "beg" lo miró un poco inquieto e hizo seña a los arti­lleros para que se retirasen.

-Llegas en un mal momento, mi joven amigo -le dijo luego-. Tenemos a los rusos en la puerta de la ciudad.

-Tal vez mi llegada puede serte propicia. No he venido solo; he traído cincuenta caballeros que valen por doscien­tos de tus shagrissiabs.

Babá bey le dirigió una mirada de estupor y su rostro se iluminó con una sonrisa.

-¿Cómo? ¿Vienes a pedirme el pago de mi deuda de gratitud y al mismo tiempo me traes ayuda?

-Sí, y con una condición: que destines a mis hombres y a sus jefes donde sea más intenso el fuego de los mosco­vitas.

-No te comprendo, jovencito. Tu padre me salvó la vida en la estepa un día en que una pequeña horda de quirgui­zos me habían asaltado. ¿Qué es lo que tú quieres ahora en

retribución?

-Contéstame antes algunas preguntas. Ayer estuvo aquí una numerosa cabalgata conduciendo a una muchacha, ¿verdad?

-Sí, eso me informaron. Parece que se trataba de un matrimonio, porque la joven llevaba vestido de novia y una tiara valiosa.

-¿Dónde se encuentran ahora?

-No lo sé; atravesaron velozmente la ciudad y salieron por la puerta opuesta sin detenerse.

-Bien; tu deuda está saldada, "beg" -declaró Abei con expresión gozosa-. La tropa que te he traído está coman­dada por un primo mío, también sobrino de Giah Agha. Mándalo a la primera línea de fuego y no te preocupes de otra cosa. El resto me concierne.

-He ahí un negocio para mí excelente -declaró Babá sonriendo-. No quiero averiguar cuál es el misterio que te impele a sacrificar a esos hombres; necesito gente vale­rosa y voy a disponer de la tuya.

-¿Tienes alguna esperanza de resistir á los rusos? ¿Cuándo crees que intentarán el asalto a la plaza?

-No antes de mañana y si consigo fanatizar a la po­blación, quizá pueda rechazarlos. Esta noche saldrán a la calle los almuédanos con las reliquias sagradas del Islam y predicarán la guerra santa.

-¿Cuento entonces con tu palabra, Babá bey?

-Puedes confiar en ella.

-Nos volveremos á ver en el campo de batalla.

El malvado jovenzuelo saludó con un gesto de la mano y abandonó la ciudadela al trote corto de su farsitano, diri­giéndose a la plaza del bazar. Hossein y Tabriz, después de haber adquirido alimentos para su gente se preparaban a comer cuándo lo vieron llegar sonriente y satisfecho.

-¿Qué noticias traes, primo? ¿Supiste algo de Talmá? -le preguntó el primero, impaciente.

-Tu Talmá está aquí, pero Babá bey todavía no sabe dónde la ocultara. Tiene una sospecha y me ha jurado so­bre el Corán que nos ayudará a encontrarla... Pero no hay que alegrarse demasiado, primo: como me lo temía, el ser­vicio habrá que pagarlo.

-¡Qué dices?... ¿Cómo?

-Exige en compensación que le ayudemos contra los rusos.

-Si no es más que eso, lo haremos con todo placer -ter­ció Tabriz-. Siempre que encuentre y nos devuelva a Talmá, sablearemos cumplidamente á los moscovitas, ¿verdad, señor?

-¿Y los "águilas"? -preguntó Hossein.

-Huyeron después de haber dejado aquí a la muchacha.

-¿Pero, a quién se la dejaron? ¿No te lo dijo?

-No lo sabe aún.

-Señor -intervino el coloso- si Babá bey juró sobre el Corán, como buen musulmán mantendrá su promesa. Vamos a ayudarlo a rechazar a esos malditos rusos... Cla­ro que hubiera sido mejor no mezclarnos en este negocio, pero ya que nos vemos envueltos en él, moveremos las manos lo mejor que sepamos.

-Ahora almorcemos -propuso Abei-. Dentro de poco comenzará la procesión de las reliquias para despertar el fanatismo de los creyentes y nosotros debemos también to­mar parte. Encontraremos a Talmá, primo, no lo dudes, pues no ha salido de la ciudad. Y el que pagó a los "águi­las" para robártela, pagará con la vida su bribonada. ¿Ver­dad, Tabriz?

-Yo me-encargo de eso -respondió el hombrón mos­trando sus peludos brazos-. Bastará un apretón y ... ¡crac! Me va a quedar el cuello entre los dedos...

La comida transcurrió silenciosa; los tres parecían preo­cupados, especialmente Abei, que no podía separar los ojos de las manos del gigante. Al ruido de los tiros y al bullicio callejero había sucedido un profundo silencio, pues la gente se había retirado a sus casas y se preparaba a tomar parte en la procesión de la noche. Y cuándo el sol había apenas tramontado, los almuecines, -desde los alminares de las mez­quitas comenzaron a convocar al pueblo:

-¡He ahí a la luna del Islam que surge! ... ¡Por la glo­ria de Hussein y de Alí! ... ¡Demuestren los creyentes a estos. santos su fe!...

-Vamos a hacerlo también nosotros como buenos maho­metanos -dijo Hossein-. Además, podríamos encontrar a Talmá entre la muchedumbre...

Montaron todos a caballo y abandonaron el local. La ciudad se había llenado de lámparas y de todas partes cen­telleaban luces rojas, verdes, amarillas, blancas, que le daban un aspecto fantástico. Por las callejas descendían torrentes de antorchas que dejaban tras sí nubes de humo y de chispas. Un mundo de gente llenaba la plaza, rodeaba la mezquita dedicada á los dos santones y salmodiaba ver­sículos del Corán. Los turquestanos están considerados co­mo los más fanáticos de los musulmanes, casi tanto como los hindúes lo son de su religión. No se arrojan, como és­tos, debajo de los carros para dejarse aplastar a centenares, pero celebran sus fiestas, aún hoy, con derramamiento de sangre. En sus procesiones eligen de entre la enorme concurrencia cierto número de exaltados que ponen a su frente armados de armas blancas y arrastrando pesadas cadenas, les cuales, durante la ceremonia, con feroz y repugnante voluptuosidad se hacen cortes y tajos en la cara, el pecho y los brazos entre aullidos ensordecedores e invocaciones a Alí Hussein. Llega a tal grado su erotismo, que los parien­tes y amigos se ven obligados a desarmarlos para evitar que se degüellen. Pero a pesar de esta vigilancia siempre se cuentan, después de cada procesión, varios muertos, a los que se envidia, porque es convicción general que han ascendido al paraíso de Mahoma.

Cuando la comitiva de Hossein llegó a la plaza decora­da con banderas verdes y tiendas negras, la columna de fieles ya estaba organizada. Unos trescientos fanáticos, cu­biertos con amplias túnicas blancas y arrastrando con rui­do infernal gruesas cadenas abrían el cortejo, flanqueados por allegados y personas amigas que llevaban hachones en­cendidos. Seguían varios almuecines conduciendo por la brida a tres caballos blancos fastuosamente enjaezados, grandes penachos en la frente y cubiertos con gualdrapas bordadas en oro y plata. El primero llevaba dos cimitarras con sendas manzanas ensartadas, la fruta predilecta de Alí, el yerno de Mahoma asesinado por los partidarios de Omar, el aspirante al califato; el segundo animal cargaba un traje de seda verde que representaba el que la víctima endosaba el día de su sacrificio; y al tercero se le había colocado en el dorso un cesto que contenía dos palomas, símbolo de la horrible matanza que hicieran en las huestes de Hussein los sostenedores de Omar. Detrás de los corceles venían sol­dados, jinetes, peatones, todos apiñados, chocando, empu­jándose, entre el estrépito indescriptible de miles y miles de voces que repetían desaforadamente:

-¡Alí! Hussein! ¡Protejednos de los infieles! ¡Extermí­nenlos! ¡Fulmínenlos! ¡Allah! ¡Allah!

-¡Mahoma! ¡Mahoma!

En medio de esa turba marchaban los "begs" de Kitab y de Schaar caballeros en cándidos bridones y seguidos de un brillante estado mayor. El desfile se hacía a pasos acele­rados, porque los fanáticos que lo encabezaban se habían puesto a correr. De pronto se elevó de la muchedumbre un alarido formidable:

-¡Alí! ... ¡Hussein! ... ¡Allah! ...

Los exaltados habían empezado a tajearse rostro, brazos, cuello; usando sus cimitarras, cuchillos y "yataganes" con insano deleite y la sangre les manchaba la ropa y salpicaba a los vecinos. El horrible espectáculo impresionaba muy poco a esa masa de salvajes y cuando alguno de los marti­rizados se desplomaba en medio de convulsiones, la boca llena de espuma y los ojos fuera de las órbitas, lo metían en una casa, lo lavaban y trataban de reponerlo dándole a beber "choumis" o aguardiente de centeno. Ya duraba el desfile una media hora cuando Abei, que como muchos otros había tenido que desmontar para no aplastar a los ca­minantes, se sintió tirar fuertemente de la manga. Tabriz y Hossein se hallaban muy adelante, pues habían sido sepa­rados en la confusión. Un tipo barbudo con el rostro medio tapado por un gran turbante le susurró al oído:

-Señor, deja pasar a estos idiotas; apóyate en la pared y ten bien sujeto al caballo. -Después lo empujó contra una puerta y agregó:

- Hadgi...

-Espera -le contestó Abei radiante.

Cuando hubo desfilado toda la procesión, el bandido le manifestó:

-No podemos perder tiempo; los rusos se acercan...

-¿Eres uno de los hombres de Hadgi?

-Sí, señor, y cuatro compañeros me esperan junto a la . puerta de Ravatak. Tengo que comunicarle que la joven está segura en las montañas de Kasret, de manera que debe­mos apresurarnos a salir para no quedar asediados.

-Vamos -dijo Abei y masculló para sí: "mañana los ru­sos harán aquí una masacre y será difícil que Hossein y Tabriz escapen con vida ... ¡Talmá me pertenece!..."

En quince minutos estuvieron en el lugar donde se halla­ban los otros compinches, pero cuando quisieron salir al campo libre, un grupo de guerreros les salió al paso.

-La puerta ha sido cerrada -les informó-. Los rusos nos están sitiando.

Un cañonazo retumbó en las tinieblas como anuncio de que las columnas del general Abramow había iniciado la conquista de la ciudad.

 

 

 

 

 

CAPITULO 15

EL ATAQUE A KITAB

 

 

Los habitantes del Asia central, especialmente los de la región conocida con el nombre de Tartaria independiente, son de una turbulencia increíble. Es raro que pase un año sin que estalle una insurrección y los tremendos castigos que se imponen a los vencidos no bastan para contenerlos. Desde que Yakub pudo formarse mediante una revolución, un Estado, que lo convirtió en poco tiempo en uno de los más prósperos y civilizados, muchos caudillos locales tra­taron de imitarlo. Los beys de Kitab y de Schaar se habían aliado para independizarse dei emir de Bukara y posible­mente lo consiguieran si no hubiese intervenido el imperio ruso, que ejercía sobre él su protectorado. Y como el emir no contaba con fuerzas para hacer frente a los revoltosos, el gobernador moscovita del Turquestán formó con las tro­pas que guarnecían Samarkanda un pequeño ejército y lo mandó con orden de aplastarlos. No era muy poderoso, pero lo suficiente como para derrotar a la indisciplinada horda de los shagrissiabs, excelentes para emboscadas pero pési­mos para sostener una verdadera batalla.

La expedición, al mando del general Abramov, se había dividido en dos columnas: la del coronel Kiklalowsky, que debía detenerse en Diam y la del teniente coronel Schovnine con orden de tomar Kitab. Habían calculado que la lucha sería breve y las tropas llevaban víveres para diez días, aunque se habían acumulado en Diam provisiones en abundancia. El 11 de agosto de 1875 la primera columna ocupó la aldea de Makrt sin disparar un solo tiro. Los ha­bitantes estaban tan distantes de pensar en una invasión rusa, que fueron sorprendidos mientras cultivaban sus campos y no tuvieron tiempo de organizar la menor resis­tencia. Al día siguiente algunas bandas a caballo, después de dejar pasar al grueso de la soldadesca, atacaron su reta­guardia matando e hiriendo a muchos, pero bastaron pocos disparos de mosquetes y culebrinas para dispersarlas.

El 13 por la tarde la columna llegaba sin combatir a las huertas de Urens-Reschlak, en la cintura externa de de­fensa de los shagrissiabs y poco después hacía su conjunción con la comandada por Schovnine. En la madrugada del 14 algunos contingentes de la plaza acometían de improviso el flanco del campamento con fuego violento aunque mal diri­gido y desaparecían a las primeras descargas de los mosco­vitas. Una vez rechazado este intento, el general, seguido por su estado mayor, hacía un rápido reconocimiento de las murallas para escoger el punto a atacar y al anochecer se iniciaba el bombardeo de la ciudad.

Al oír Abei el tronar del cañón y ver acudir en masa a los defensores a los reductos, estalló en maldiciones. Se veía encerrado en la plaza amenazada, expuesto a los peli­gros de la lucha e imposibilitado de juntarse con los ban­doleros que retenían a Talmá.

-¡Allah condene a esos bribones de Djura y Babá! - aulló rojo de ira.

Los cinco "águilas" lo habían rodeado a la espera de ins­trucciones y asombrados de verlo tan furioso.

-¿Y ustedes, estúpidos, no podían haberse dejado ver más pronto? -les espetó amenazándolos con el puño.

-Lo hemos buscado por todas partes, señor -le explicó el que lo había guiado-. También a nosotros nos hubiera gustado salir antes de que los rusos nos encerrasen aquí.

El excitado joven se quedó un rato pensativo, luego se encogió de hombros y volviendo bridas murmuró:

-¡B h! Acaso sea mejor así... Trataré de empujar ade­lante a los otros sin exponer mi piel...

Seguido por los cinco tunantes se dirigió al trote hacia el caravanserrallo donde encontró a Hossein y Tabriz con el séquito, listos para tomar parte en la defensa de la ciu­dad. Habían recibido un mensaje de Babá bey solicitando su ayuda.

-Creíamos que te había pasado algo -le dijo Hossein-. Las balas están cayendo como lluvia en las calles.

--Me había extraviado, primo y gracias a estos hombres he podido hallar el camino.

-Llegas a buen punto. Los moscovitas se aprestan a ex­pugnar la ciudad y arremeten por la puerta de Ravatak -informó Tabriz.

-Ven, primo -le dijo Hossein-. Enseñémosles cómo se baten los nómades turquestanos.

A una seña¡ el pelotón, reforzado por los cinco quirguizos, se puso en marcha hacia el sitio amenazado. Los rusos querían terminar pronto y atacaban vigorosamente, segu­ros de que los parapetos de adobe no podrían ofrecer mu­cha resistencia. El general había mandado excavar una pro­funda trinchera frente al punto elegido para abrir una brecha y hecho colocar en ella cañones y culebrinas. Las columnas de ataque las había ocultado detrás de un ba­rranco. Los shagrissiabs, a pesar de que no tenían ninguna duda respecto al éxito de la batalla, habían acudido en tropel a defender las murallas y hacían un fuego infernal de mosquetería apoyado por los tiros de la ciudadela. Las balas enemigas desfondaban los techos de las casas, ponían en fuga a sus mujeres y niños y producían incendios que no se preocupaban de apagar. Cuando los hombres de Hossein llegaron al puesto que debían ocupar, se hacía un fuego intenso por ambas partes. Abandonaron los caballos y se achataron detrás de las almenas de los terraplenes, mientras el primero y Tabriz se hacían cargo de una bate­ría de falconetes. Los defensores eran tres o cuatro veces más numerosos que los atacantes, pero no tenían disciplina y estaban mal dirigidos; cada cual combatía por su cuenta y la artillería, de tipo anticuado, carecía de eficacia. A las siete de la mañana las piezas instaladas en la torre de Ravatak habían sido silenciadas y se había abierto un gran boquete en los muros. Los cazadores resguardados en el barranco se habían dividido en dos columnas y se prepa­raban a dar el asalto.

-Tabriz --manifestó el sobrino mayor del "beg" sin de­jar de descargar su pieza -esto toca a su fin; los shagrissiabs no podrán resistir un cuarto de hora más.

-Pienso lo mismo señor -le contestó el coloso-. Estos hombres no son comparables a los de la estepa; temen de­masiado a las bayonetas moscovitas.

-¿Cómo terminará la aventura?

-Seguramente mal si no escapamos más que de prisa, primo -dijo una voz a sus espaldas-. Ya no tenemos nada que nacer aquí. Acaba de decirme Babá bey que Talmá no está en la ciudad.

-¿Qué has dicho? -aulló Hossein.

-Que los bandidos antes de la llegada de los rusos la llevaron a las montañas de Kasret-Sultán.

-¿Y por qué no lo dijo antes ese bellaco?

-Seguro que para utilizar nuestra fuerza -presumió Tabriz.

-Es posible -concedió Abei- aunque más bien creo que no lo sabía.

-¿Qué hacemos, Tabriz?

-Me parece que sólo una cosa nos queda que hacer: retirarnos antes que acometan los sitiadores. Como no dis­ponen de bastantes tropas para rodear la ciudad, quizás podamos salir por la puerta de Raschid, donde no se per­cibe ruidos de combate.

-Será una defección de parte nuestra -opinó Hossein.

-Es evidente de buena guerra, señor -le replicó el gi­gante-. El "beg" nos ha engañado y nosotros le devolve­mos el golpe. Vamos, señor, no tenemos nada que ver con el emir de Bukara ni con sus protectores. -Se volvió a sus hombres y le ordenó con su vozarrón de trueno-: ¡A caballo, amigos! ¡A cargar a los rusos!

Era tal la confusión reinante que nadie se preocupó de la retirada del pelotón auxiliar. Los atacantes, protegidos por la artillería de la trinchera y profiriendo fragorosas ¡hurras!, se habían lanzado al asalto llevando altas escale­ras y sin preocuparse de los millares de fusiles que dispa­raban contra ellos. El séquito de Hossein atravesó a galope tendido la ciudad atiborrada de fugitivos, muchos de los cuales fueron atropellados y pisoteados por los caballos, y alcanzaron la puerta de Raschid guardada por algunos de­fensores.

-¡Abran! -les gritó Tabriz desenvainando su "cangiar"-. ¡Orden de Djura bey!

-¿Qué van a hacer? -le preguntó el que mandaba la patrulla.

-¡Cargar a los rusos por la espalda! -contestó el colo­so-. ¡Apúrate, antes de que tomen por asalto la torre de Ravatak!

La puerta fue abierta y la comitiva cruzó como un huracán el puente levadizo.

-Preparen los arcabuces -indicó Hossein-. Esta calma es sospechosa... ¿No ves nada, Tabriz?

-No, y participo de tus temores. Este silencio me huele a celada.

-¡Carguemos a fondo, el "cangiar" entre los dientes! ... ¡Adelante! ...

El primer barranco se hallaba a mil metros de la última huerta. Cuando lo alcanzaron e iniciaron el descenso, vie­

n ron surgir de repente ante ellos una selva de bayonetas. Ya era demasiado tarde para detener las cabalgaduras y el pelotón pasó volando y derribando a cuanto enemigo encontró a su paso, pero trascientos metros más lejos se alzaba otro barranco y de él partió una descarga cerrada capaz de voltear a la mitad de los animales.

-¡A tierra! -gritó Hossein-. ¡Parapetarse detrás de los caballos!... ¡Fuego al barranco!...

La orden fue obedecida en el acto y los disparos respon­didos con otros disparos. Abei, aprovechando la confusión, había hecho una seña a sus compinches y cuando pudieron oírlo los instruyó:

-Aquí... cerca mío... no se expongan... un golpe supremo ... o no les daré ni un "thomán".. .

El rostro del miserable en ese momento se había puesto morado. Tendido cerca de su caballo no miraba a los rusos, sino a su primo y al gigante que se hallaban a pocos pasos delante de él.

-¡Amigos! -voceó Hossein- ¡no tiren hasta que se muestren...! ¡Ahora!... ¡Fuego!...

Unos cincuenta moscovitas avanzaban con precaución por entre las hierbas: quince - o veinte cayeron heridos en las piernas, pues los esteparios habían apuntado bajo. Eso desorganizó un poco a los atacantes, pero inmediatamente, como por encanto, surgió una media "sotnia" de cosacos de las matas y derribó con acertados tiros un buen número de contrarios.

-¡Estamos perdidos, Tabriz! -exclamó Hossein.

-¡No tenemos más recurso que cargar, señor! -precisó el coloso-. ¡En vuelo y a fondo!

-Da la orden antes de que nos estropeen todos los ani­males.

El gigante estaba por incorporarse cuando dos descar­gas, de frente y de atrás, que procedían de los dos barran­cos, les aniquilaron más de la mitad de la gente.

-¡A caballo los que quedan ... ! -ordenó Hossein po­niéndose de pie.

Un tiro de pistola sonó detrás de él. Tabriz, con los dientes apretados se volvió empuñando el "cangiar" y bramando:

-¡Traición! ¡Trai...!

No pudo terminar: se oyó una segunda detonación y el gigante, herido en la espalda, cayó al lado de su señor... ¡Pero había visto la mano que había disparado! En el mis-

mo instante Abei, que había saltado sobre su farsitano, gritaba con voz tonante:

-¡A montar! ... ¡Carguen!.. .

Quince hombres, entre ellos los "águilas" de Hadgi, ha­bían respondido a la orden lanzando el grito de guerra: -¡"Uran"! ¡"Uran"!

Y como un hato de demonios se arrojaron con inconte­nible impulso sobre los rusos que ocupaban las márgenes -del barranco y les cayeron encima en forma tan brusca, que para no ser aplastados se apartaron desordenadamen­te, sin intentar hacerles frente. Los audaces jinetes esteparios pasaron como una flecha y desaparecieron tras las altas hierbas saludados por una última pero tardía des­carga.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 16

EL REFUGIO DE LOS BANDIDOS

 

 

Mientras Abei galopaba con la pequeña escolta hacia la cadena de montañas de Kasret-Sultán-Geb, la ciudad de Kitab iba siendo poco a poco dominada por los rusos. Los defensores se habían apiñado sobre muros y terrazas y hacían un fuego violento de arcabuces apoyados por algu­nos falconetes de la ciudadela, pues los cañones yacían en su mayor parte destrozados. Los atacantes bajo una tor­menta de balas habían colocado sus escaleras y, superado el primer cinturón de las fortificaciones, marchaban a la conquista del segundo mientras los shagrissiabs se daban a la fuga a través de huertos y jardines gritando:

-¡El enemigo! ... ¡El enemigo! ... ¡Sálvese quien pue­da!...

El número de invasores aumentaba continuamente y pro­seguía su avance al resplandor del incendio de algunas cho­zas, sólo hostilizados por los disparos que les hacían en su huida los defensores. El general Abramow deseoso de aca­bar rápidamente, lanzó una tercera columna en la ofensiva y un cuarto de hora después, sin mayor esfuerzo, sus tropas dominaban la ciudad no obstante que los beys Djura y Babá habían concentrado alrededor de ella ocho mil hombres entre infantes y caballería. Los rusos habían peleado cuer­po a cuerpo en las veredas, huertos y callejas; sosteniendo la avalancha de los guerreros que bajaban como un torrente de la ciudadela abandonada; tomado por asalto la última torre artillada, y a las ocho de la mañana eran dueños de todo el campo de batalla, los shagrissiabs hacían acto de sumisión y su ejemplo era imitado en seguida por la guar­nición de Schaar. A los partidarios de los "begs" la aven­tura había costado más de seiscientos muertos y una can­tidad ignorada de heridos; a los imperiales, diecinueve de los primeros y ciento dos lesionados, entre ellos siete ofi­ciales.

El pelotón conducido por Abei no había sido molestado: marchaban delante los cinco hombres de Hadgi, conocedo­res de la región, que lo guiaban a la frontera de la Tartaria china, no muy distante. Al mediodía llegaba a los primeros contrafuertes cubiertos de pinos y cedros salvajes, sobre los cuales volaban halcones águilas de Astracán. Cuando es­tuvieron a la entrada de un sensdero que serpenteaba por entre un barranco, los "águilas" se detuvieron y miraron a su patrón. Este comprendió que se hallaban cerca del refugio y había que tomar precauciones, pues fuera de los cinco bandidos la escolta se componía de sartos fieles a Talmá, dispuestos a cualquier sacrificio para salvarla y no debían sospechar en ningún momento su complicidad con los bandidos.

-Amigos -les dijo fingiéndose profundamente afligi­do-; mi pobre primo ha caído bajo el plomo de los rusos, pero yo juré al "beg" mi tío llevar a feliz término la empre­sa que los ha traído tan lejos de sus casas. Mi vida pertene­ce a vuestra señora y no volveré a atravesar el Amú sin haberla rescatado. ¿Estáis dispuestos a ayudarme?

-¡Estamos dispuestos a morir por nuestra patrona! -de­clararon los sartos a una voz.

-Estos hombres que nos han guiado conocen la caverna en que se guarecen los "águilas" que retienen a Talmá. Haremos una exploración mientras ustedes se quedan aquí.

-Señor -repuso un sarto de barba gris- no podemos dejar que expongas tu vida separado de nosotros. El "beg" te nos ha confiado y debemos protegerte.

-Se trata de un simple reconocimiento, ya que no esta­mos en número suficiente para atacar a los bandoleros y tendremos que valernos más bien de una sorpresa para qui­tarles la cautiva. No se inquieten, pues por mí’ y esperen tranquilos el regreso.

Los sartos acamparon al pie de un grupo de grandes plá­tanos y Abei siguió adelante escoltado por los bandidos. Al término del barranco, que se extendía más de una milla, les dio el alto una patrulla de barbudos armados hasta los dientes.

-¡Abajo las armas! -les intimó uno de los de la escolta a los raptores.

Los vigilantes inclinaron los fusiles y los viajeros prosi­guieron su camino hasta llegar frente a una elevada pared rocosa en cuya base se abría una ancha hendedura. De entre las matas que crecían en los alrededores salieron otros forajidos, los cuales bajaron las armas en cuanto reconocie­ron a sus compañeros.

-Llamen al jefe -les indicó uno de éstos.

A los pocos minutos Hadgi salía de la caverna y se reunía con Abei que lo esperaba detrás de un grupo de plantas.

-Ya empezaba a preocuparme tu retardo, señor -le dijo el bandido-. Toda la noche he oído tronar el cañón en Kitab. ¿La tomaron?

-Creo que a estas horas todo ha terminado para Djura bey -contestó el joven-. ¿Y Talmá?

-Está adentro y bien vigilarla. No hace más que llorar.

-Yo me encargaré de consolarla.

-¿Y tu primo? ¿Dónde lo dejaste?

-Lo mataron los rusos, junto con Tabriz.

-¿Estás seguro, señor? Te confieso que me inspiran más miedo esos dos hombres que todos los shagrissiabs de Djura bey.

-Los moscovitas no me dieron tiempo para comprobar­

lo, pero vi caer a ambos heridos por la espalda...

-¿Por la espalda? -repitió el taimado mirándolo mali­ciosamente-. ¿Con balas de plomo o revestidas de cobre?

¿Y si hubiesen quedado solamente heridos?

-No te preocupes por ello: los moscovitas no bromean con los espías; los deportan al Don o los fusilan.

-No te comprendo, señor.

-Como no soy un idiota, deslicé anoche en la faja de mi primo algunos papeles comprometedores.

-¡Eres maravilloso!.. . -reconoció el pícaro con sincera admiración.

-Bueno; dejemos a los muertos y ocupémonos de los vivos. ¿Preparaste tu plan? Recuerda que yo debo aparecer como salvador, si no, todo el edificio se vendrá abajo... y los "thomanes" también.

-¿Traes una escolta, verdad? -preguntó Hadgi después de un minuto de reflexión.

-Unos quince hombres.

-Haré creer a Talmá que debo correr en ayuda de Kitab con la mayor parte de mis hombres y dejaré sólo una decena para cuidarla. Esta noche asaltarás el refugio, éstos huirán a los primeros tiros por un pasaje conocido única­mente por nosotros y tú te llevarás a la muchacha...

¿Quieres algo más simple?

-¡Eres un maestro en astucias...!

-Y ahora, los "thomanes", señor, porque quizá no volveremos a vernos más. Regreso a la estepa del hambre y por algunos años no traspasaré la frontera de Bukara.

Abei sacó de su amplia faja dos papeles y se los entregó.

-Son dos órdenes: una para ti y otra para la familia del "mestvire" y serás pagado. Ya tiene aviso desde hace va­rias semanas... ¡Espero que serás leal con la familia del "mestvire"!

-¡Lo juro sobre el Corán! Gracias, señor y adiós. Esta noche estaré muy lejos.

Abei lo despidió con un gesto, montó en su farsitano y regresó al punto en que había dejado a los sartos, seguido siempre por los cinco barbudos de Hedgi. Cuando se re­unió con aquéllos les dijo:

-Acampemos aquí, amigos. He descubierto el escondite de los bandoleros y sabido también por un pastor que casi todos abandonaron la montaña para llevar ayuda a la gente de Kitab. Sólo un pequeño grupo vigila a Talmá.

-¡Señor -exclamó uno de los sartos de más edad- si eso es verdad, partamos en seguida y hagamos pedazos a esos miserables!

-No -declaró el joven con voz firme-, esperaremos la noche para sorprenderlos.

-Tu tío no hubiese esperado ni un segundo -observó otro sarto.

-El que manda aquí soy yo y no mi tío -acentuó amos­cado el mozalbete-. Acampen y déjenme reposar. Yo sé lo que hago.

Desensilló su caballo para que pastase libremente, tri­turó una galleta de maíz y fue a echarse a la sombra de un plátano. La tarde transcurrió sin novedades y al oscurecer reunió a la escolta para arengarla:

-Ha llegado, amigos, el momento de tomar la revancha. Piensen que del valor de ustedes depende el rescate de Talmá. ¿Han cargado sus fusiles?

-Sí, señor -respondieron en coro.

-¡Adelante, entonces; los guía el sobrino de Giah Agha!

Desenvainó su "cangiar" y se puso a la cabeza del pu­ñado de hombres para contornear el sendero bordeado de altas plantas. La oscuridad se hacía cada vez más densa a medida que se entraba en una cortina de niebla que había invadido la parte alta de la montaña. Cuando el pelotón se halló a trescientos metros de la caverna, Abei mandó hacer 1 alto y desmontar para poder acercarse inobservados y sor­prender a los bandidos.

-Señor -le preguntó uno de los sartos-, ¿atacamos a fondo o sitiamos la cueva?

-Hay que tomarla de asalto. Podrían regresar los que marcharon a Schaar y sorprendernos a nosotros. Hagan fue­go cuando estemos cerca de la entrada y luego atropellen con los "cangiares".

Habían llegado a unos treinta metros de la guarida cuan­do un grito retumbó en el interior.

-¡A las armas! ¡Nos asaltan...!

Los sartos superaron en pocos instantes la distancia y después de descargar sus arcabuces se lanzaron a la caverna empuñando "cangiares" y pistolas. Dentro sonaron algunos disparos y gritos que se fueron alejando y cuando los ata­cantes penetraban por la abertura los detuvo una voz que hizo latir el corazón del despreciable joven.

-¡Cesen el fuego, amigos!

-¡Talmá! -exclamó Abei.

-Sí soy yo, cuñado -respondió la muchacha corriendo a su encuentro.

-¿Y los bandidos?

-Todos huyeron... ¿Dónde está Hossein? ¿Por qué no lo veo con ustedes?

-¡Viva nuestra señora! -exclamaban los sartos rodeán­dola.

-Hossein está junto al "beg" -le mintió el felón-. Una herida lo obligó a regresar con Tabriz.

-¡El, herido...!

-Cosa de nada, hermanita. Un bayonetazo en un brazo que le dio un ruso durante el asalto de Kitab. Dentro de dos días, cuando lleguemos a tu casa, lo encontrarás curado. Sube a caballo y partamos.

Volvieron al sitio en que habían quedado los animales y pocos minutos más tarde la comitiva descendía por la montaña.

Hacia el crepúsculo del segundo día Abei, que había de­jado a Talmá bajo la protección de los sartos y se había adelantado alguna milla, entraba en la tienda del "beg" plantada frente a la casa de aquélla.

-Padre -dijo al anciano simulando secarse una lágri­ma- te traigo a Talmá que arranqué del poder de los bandoleros, pero debo anunciarte que ahora sólo te queda un hijo para que te consuele, si es que lo podrá, en tu vejez.

Al oír Giah Agha esas palabras se puso blanco como la nieve y se lanzó sobre el sobrino tomándolo por los brazos.

-¡Hossein!... -pronunció en un aullido de dolor.

-Murió junto con Tabriz bajo los muros de Kitab, alcan­zados ambos por el maldito plomo moscovita -le informó con voz compungida el miserable.

El viejo "beg" había permanecido algunos instantes ergui­do, con los ojos desencajados y las facciones contraídas por intenso sufrimiento; luego se había desplomado sobre un diván sollozando desesperadamente.

-Padre -prosiguió el indigno sobrino- has perdido un hijo pero podrás tener una hija, ya que Talmá está viva y a salvo y si tú lo quieres reemplazaré a mi primo y te daré una familia.

-Sí... -murmuró el inconsolable anciano.

 

 

SEGUNDA PARTE

 

CAPÍTULO 1

LOS PRISIONEROS

 

 

-A tus órdenes, sargento.

-Adelante. Tal vez haya que recoger algunos caídos en los barrancos... ¡Cargaba bien ese puñado de shagrissiabs! ... Si Djura bey hubiese dispuesto de un par de miles como ellos, no hubiera caído tan fácilmente Kitab en nues­tras manos.

-Deben haber quedado bastantes de los nuestros allí, sargento.

-Sí; vayan pues y atención donde ponen los pies. Cuida que no se apague la linterna; la noche es muy oscura.

-Así lo haré, sargento.

Cuatro soldados de línea mandados por un vigoroso cabo de pelo rojizo, avanzaron con precaución en el espacio com­prendido entre los dos barrancos donde había sido casi exterminada la escolta de Hossein.

-No debemos estar lejos, muchachos -apuntó el supe­rior-: las aves rapaces revolotean sobre nuestras cabezas y eso es señal de que hay muertos cerca. Abran los ojos.

-Esto es más negro que la boca de un cañón -protestó el que llevaba la linterna.

-Pídele a la luna que se muestre, tú que eres hijo de pope -le retrucó un compañero.

-Sería más seguro poner fuego a estas hierbas.

-Para que nos asáramos todos, ¿verdad? Cómo se cono­ce que no eres cosaco y no entiendes de cosas de estepa. Cuando arde, querido, hasta el incendio de los pozos petro­leros de Bakú, con todos sus depósitos, haría un papel des­lucido al lado de ella ... ¡Ah, ya hemos llegado ... ! ¡Entre hombres y caballos hay una buena cantidad de cadáveres aquí!

A cincuenta metros del segundo barranco se habían de­tenido. El cabo tomó la linterna y proyectó la luz delante suyo.

-Vamos a ver si encontramos algún camarada para dar­le sepultura; de los bribones de shagrissiabs no hay que preocuparse, los cuervos y halcones se encargarán de ellos.

-También puede haber algún herido -observó un sol­dado.

No sin repugnancia se pusieron todos a extraer cuerpos humanos debajo de los animales. Los caídos mostraban un aspecto fiero y todos tenían en sus manos contraídas por la agonía un "cangiar" o una pistola.

-Son bien feos -comentó el graduado- y tienen cara de bandoleros.

-Este no, cabo -exclamó uno de los subordinados que se había inclinado sobre un cuerpo-. Hasta haría buena figura entre los de la guardia imperial.

-A ver, Mikaloff. ... -dijo el nombrado acercándose con la linterna-. En efecto, es un lindo muchacho.

-¡Parece un príncipe! -admiró otro de los rusos-. Debe ser hijo de algún emir... no hay más que verle las ar­mas... ¡Qué lástima haberlo muerto! ¡Tan joven!

-Levántalo un poco, Olaff -le indicó el cabo.

Dos soldados retiraron a Hossein de debajo del caballo y el suboficial se puso a revisarlo.

-Delante no se le ve ninguna herida... Denlo vuelta... ¡Ah, aquí, debajo del omóplato izquierdo! ... ¡Bala! ... ¡Pe­ro me parece imposible que haya podido ocasionarle la muerte...! ¡Vamos, muchachos, todavía no ha expirado! ... ¡Yo entiendo bastante de esto!

Los cuatro soldados que habían sentido una súbita sim­patía por el joven, lo apoyaron sobre uno de los animales muertos; el cabo le quitó el "cangiar" de la mano, pulió la hoja y se la arrimó contra los labios diciendo:

-El aire es frío; veamos si se empaña el acero.

Algunos segundos después lo retiró y profirió un grito de gozo al ver que un ligero velo había enturbiado el metal.

-¡Respira! ... Aunque sea nuestro enemigo, me gustaría que se salvase.

Interrumpió el examen y retrocedió bruscamente, lo mis­mo que sus subordinados, acudiendo rápidos a sus fusiles. Una sombra gigantesca había surgido a pocos pasos y se les acercaba tambaleante increpándolos con voz ronca:

-¡Qué están haciendo, canallas! ... ¿Son los cuervos de la estepa?. .. ¡No toquen a ese joven o los mato a todos! .. .

-¡Eh, eh! ¡Nosotros somos rusos y no ladrones! -le gritó el cabo preparándose a agredirlo.

El coloso se quedó callado y paseaba los ojos de Hossein a la linterna. De pronto dejó escapar un alarido des­garrador.

-¡Mi señor...! ¡Muerto! ¡Muerto!.. , ¡Que Allah maldi­ga al condenado asesino!

-¿Y si te engañaras, Hércules? -le dijo el suboficial-. ¿Quién es?

-¡Mi patrón! ... ¡El sobrino del "beg" Giah Agha! ...

-Me imaginé que era de buena casa. Tranquilízate, Hér­cules; no está muerto; todavía no ha llegado al paraíso de Mahoma; parece que vive.

Tabriz dio un salto adelante, pero cayó sobre el mismo. caballo en que estaba apoyado su señor.

-¡Condenada bala! -gimió apretando los dientes.

-¿También tú estás herido? -le preguntó el cabo.

-Sí, pero no me preocupo por mí, ¡se necesita más que una bala para abatirme!.. .

-Ya lo veo, pareces más fuerte que un gorila.

-Cabo -le observó Olaff- estamos perdiendo el tiem­po en charlar en vez de curar al muchacho.

-Tienes razón. Colóquenlo en una frazada y llevémoslo al campamento; nuestros médicos se encargarán de él. Más tarde volveremos a inspeccionar a los caídos. Tú, Hércules, ¿puedes seguirnos? ... Para llevarte a ti haría falta un elefante...

-¡Salven a mi señor! Yo iré detrás de ustedes, pero es él quien debe vivir.

-¡Uhm! -murmuró el cosaco-. ¡Con tal de que no lo fusile luego o lo prive de la vista el emir de Bukara...! ¡No es muy tierno ese bárbaro con los rebeldes que turban sus sueños!

Quitó a Hossein la blusa, hizo tiras de la camisa de seda, le revisó la herida, colocó dentro una mecha de hilo, fajó rápidamente y mandó que lo acomodaran con toda delica­deza en una de las frazadas que los soldados llevaban en banderola.

-¡Vaya! Creo que un doctor del ejército no lo haría mejor -alardeó al término de la operación. Se volvió a Tabriz que se mantenía en pie por un milagro de voluntad y le preguntó-: ¿Qué puedo hacer por ti, Hércules? ¿Quie­res que revise tu herida?

-Harás lo que quieras, moscovita -le contestó el gigan­te- pero más tarde, en el campamento.

-¡He aquí un magnífico oso! -masculló el suboficial-.

¡Tienen la piel dura estos shagrissiabs! -luego levantando la voz ordenó-: ¡Ligero, muchachos, al campamento!

Los soldados levantaron las cuatro puntas de la cobija y se pusieron en marcha seguidos por Tabriz que parecía haber sanado repentinamente. A la media hora alcanzaron las huertas de Kitab donde los rusos estaban acampados; atravesaron un bosque de tiendas y se detuvieron delante de una muy vasta, iluminada por un gran farol y sobre la cual tremolaba la bandera de la cruz roja. En el interior había alineados unos veinte colchones, en la mayor parte de los cuales se hallaban tendidos hombres con la cabeza o algún miembro vendado. Bajo una linterna, en el centro, se hallaba sentado el capitán médico, barbudo, fumando un grueso cigarro y leyendo un diario vaya a saber cuanto tiempo atrasado.

-¿Qué me traes, Alikof? -preguntó al cabo-. ¿No ter­minó todavía la cosecha?

-No, capitán; pero el que traigo no es de los nuestros.

-¿Un rebelde? Llévenselo a Djura bey o a su socio Babá -dijo el doctor disgustado.

-No llegaría vivo... Es un pez gordo, capitán; el hijo de un "beg", parece...

-Bueno, veamos... -tiró el cigarro y se acercó al heri­do-. ¡Por San Pedro y San Pablo! -exclamó-. ¿Dónde pescaste a tan lindo muchacho?

-Entre un cúmulo de cadáveres, capitán; parece que está con vida.

-¿En qué parte está herido?

-En la espalda.

-¡No es una herida gloriosa, que digamos! ... Hazlo poner en aquella cama vacía y alcánzame los fierros.

-Hay otro más capitán -repuso el cabo señalando a Tabriz que entraba en ese momento.

El galeno miró al recién llegado con asombro y dijo sonriendo:

-A ese bastará con suministrarle una buena sopa para que se reponga.

-No, capitán; también él tiene una bala en el cuerpo; con todo, ha llegado aquí sin ayuda.

-¡Ni que tuviese el alma asegurada con pernos de ace­ro! ... Bueno, que espere; vamos a ocuparnos del muchacho. Si no ha muerto hasta ahora, es posible que se salve.

Se acercó a Hossein y le puso el oído sobre el corazón comprobando que latía; luego revisó la herida.

-Es grave, sin duda -opinó- pero acaso no sea mortal. Vamos a extraerle ante todo la bala.

Mientras le quitaba la larga faja de seda que le rodeaba la cintura, cayó a tierra un pequeño sobre que .recogió y guardó en su bolsillo, acto que no dejó de notar el gigante aunque no creyó oportuno hacer observaciones. El cabo había traído la caja con los instrumentos quirúrgicos y dos enfermeros preparaban paños y fajas de hilo. El capitán hizo colocar de bruces al paciente y primero sondeó la herida, la ensanchó e introdujo una pinza. Procedía rápida­mente, con mano segura, revelando una gran práctica en su profesión. Al cabo de algunos minutos retiró suavemente el utensilio y enseñó a los circunstantes una bala redonda cubierta de sangre.

-Afortunadamente la detuvo el omóplato -explicó-; si hubiese continuado su camino habría atravesado el pulmón.

-¿No es bala rusa, verdad, señor? -preguntó Tabriz cuyos ojos echaban llamaradas de cólera.

El médico dejó caer la pieza en una vasija para lavarla y cuando la sacó dijo:

-Está revestida de cobre: es una bala turquestana... ¿De manera que se matan entre ustedes?

-No señor; es que se ha cometido un delito infame y lo comprueba la herida en la espalda. Este joven valeroso no ha mostrado nunca los talones al enemigo...

En ese momento se escapó un suspiro de la boca de Hossein.

-¡Buena señal! -declaró el capitán-. Vamos a ver aho­ra lo que tienes tú, titán; los enfermeros se ocuparán de tu amo.

El coloso se tendió sobre un colchón vacío que se hallaba al lado del de Hossein después de haberse quitado la ropa sin ayuda de nadie.

-Una herida casi idéntica, también en el omóplato, pero el derecho en lugar del izquierdo -manifestó el médico-. Parece que el que les tiró quiso dar un doble golpe... Aquí la cosa va a ser más fácil. .. ¡Lo que es a ti, ni aunque la bala hubiese sido de falconete te hubiese volteado!

Durante la operación que duró algunos minutos Tabriz no emitió una sola queja y cuando oyó el ruido del metal en la vasija preguntó:

-¿Turquestana, doctor?

-Exactamente igual a la otra.

-¡El miserable...!

-¿Conoces al asesino? ¿Es un estepario como tú?

-Sí, capitán; un falso camarada, al que encontraré un día y mataré como a un chacal, no obstante ser sobrino de un "beg" y pariente de mi señor.

-Calla ahora y piensa en curarte. Los enfermos no de­ben hablar.

-Todavía una palabra, señor. ¿Respondes de la vida de mi señor? ¿Crees que vivirá?

-Pienso que ya no corre ningún peligro. Dentro de un

par de días podrá hablar, pero por ahora debe estar com­pletamente tranquilo. A ti te asaltará la fiebre muy pronto, ¡aguántala!

Abandonó la tienda-hospital y pasó a otra pequeña que i se hallaba a poca distancia y contenía un catre de campaña, una mesita y una silla, todo en bastante mal estado. Se sentó, encendió un cigarro y extrajo del bolsillo el sobre que había caído de la faja de Hossein.

-Puede ser un documento importante -murmuró abrién­dolo.

Contenía dos hojas de papel, pero debía ser muy grave

lo que en ellas estaba escrito, porque el facultativo había experimentado un sobresalto y enarcado las cejas.

-¡Un complot contra el general Abramow y el emir! -exclamó espantado-. ¡Hizo muy bien en escapar Djura ’ bey!... ¡Y estos dos eran los encargados de asesinarlos’ ¡No valía la pena sacarles las balas para tener que me­terles más tarde una docena! ... ¡Veremos lo que dirá el khan de Bukara!

 

 

 

CAPÍTULO 2

LA TRAICIÓN DE ABEI

 

 

Después de tres días de alta fiebre con frecuentes accesos de delirio, durante los cuales no hizo más que invocar el nombre de Talmá, Hossein reconoció. por fin a su leal Tabriz. Pero fue tal su estupor al verse yacente al lado de éste en un lugar desconocido, que al principio creyó estar todavía delirando, hasta que el gigante al notar que lo contemplaba con ojos desconcertados y -no abría los labios, le dijo:

-No te engañas, mi señor: soy yo, tu fiel servidor... ¿Cómo te sientes? A lo que parece mejor que ayer... Hemos escapado a la muerte por un pelo.

-¡Tabriz... ! ¡Tú! ...

-Habla en voz baja, señor; sino el capitán médico se disgustará, pues todavía estás débil.

-¿Qué ha sucedido, Tabriz? ¿Qué haces tú ahí? ¿Dónde estamos? ¡Siento una confusión horrible en mi cerebro!

-Han pasado cosas que es mejor que las ignores por el momento -contestó el coloso con voz sorda-. Estamos en un hospital de los moscovitas, bajo los muros de Kitab.

-¿Y Talmá?

-Calla, señor y no la nombres. No debes pensar en ella por ahora. Bástete saber que conozco a la persona que pagó a los "águilas" para robártela. Nuestras heridas me han abierto los ojos.

-¿Qué quieres decir, Tabriz?

-Que no hemos caído bajo el plomo de los rusos. Un miserable nos ha baleado por la espalda y era un estepario como nosotros.

-¿Quién era? ¿Conoces su nombre?

-Sí, patrón; pero no te lo diré hasta que no estés com­pletamente sano. -Luego bajando la voz le preguntó-: ¿Llevabas algún documento en tu faja?

-No. ninguno -contestó el joven.

-¿Otra traición? -se preguntó el gigante tirándose ra­biosamente la barba.

-¿Qué te sucede, Tabriz?

-Cuando el doctor te sacó la faja, cayó un sobre, señor.

-No es posible, no tenía nada encima. Cuando voy a la guerra sólo llevo mis armas y nunca papeles.

-Me habré engañado -admitió el coloso notando que su patrón se ponía intranquilo-. Silencio, señor, que el doctor se acerca.

Este había entrado precediendo a varios enfermeros y al ver a Hossein con la cabeza inclinada sobre Tabriz, le había lanzado una mirada poco benigna.

-¿Cómo está, jovencito? -le preguntó con acento ru­do-. Ya decía yo que no moriría.

-Gracias a su ciencia y a sus cuidados, capitán -com­pletó cortésmente Hossein-. Mi tío, el "beg" Giah Agha, le quedará muy agradecido.

-¡Quién sabe! -dudó el facultativo en extraño tono-. Ten presente que con tu compañero están en calidad de pri­sioneros.

-¿De guerra?

-¡Ah, eso no lo sé! Pero no debes hablar mucho; tu fie­bre todavía no ha cesado y necesitas reposo absoluto. En cuanto a ti -le dijo a Tabriz- podrás levantarte dentro de un par de días; tu resistencia es maravillosa.

Sin esperar respuesta pasó a inspeccionar a los otros en­fermos. Apenas abandonó la tienda, dos casacos armados de fusil se colocaron junto a los dos turquestanos.

-Nos ponen guardias -comentó el gigante inquieto.

-¡Silencio! -impuso uno de éstos-. Tenemos orden de no dejarlos hablar.

Tabriz dejó escapar una especie de gruñido y se metió dentro de las cobijas; su señor hizo lo mismo. Y así trans­currieron seis días; el coloso estaba completamente curado, pero no se le permitía poner los pies fuera de la tienda ni cambiar una palabra con su compañero. Al cumplirse la se­mana, Hossein aprovechó la visita del médico para expre­sarle:

-Capitán, creo que ya es tiempo de que me consienta abandonar el lecho. La herida se cicatriza rápidamente y el reposo no está hecho para los hombres de la estepa.

-Haga lo que usted quiera -le respondió el médico vol­viéndole la espalda.

El gigante se había levantado para ayudar a su señor a vestirse, pero fue detenido por el cosaco.

-¡No te muevas! -le gritó-. ¡Eres prisionero!

Tabriz arqueó los brazos y cerró los puños dispuesto a triturar al nativo del Don, pero lo dominó una imperiosa mirada de Hossein. En ese mismo instante penetraba en la tienda una patrulla de soldados con la bayoneta calada. Al verla dijo aquél:

-Señor, ¿quieres que despachurre a estos imbéciles?

-¡No muevas ni un dedo! -le ordenó Hossein-. Vea­mos de qué nos acusan estos moscovitas. Un prisionero de guerra no puede ser tratado como un bandido de la estepa.

El cabo que los había recogido del campo de batalla man­daba la patrulla y les aconsejó:

-Traten de seguirnos sosegados, porque tengo la con­signa de hacer fuego en caso de rebelión. Yo espero que todo terminará bien para ustedes, mis pobres amigos.

-¿De qué se nos acusa? -quiso saber el sobrino del "beg"-. ¿De haber querido abandonar Kitab antes de ser sometida? No deseábamos vernos mezclados en los asun­tos de Djura y de Babá.

-Yo no lo sé... ¡Vamos, que al mayor no le gusta es­perar!. . .

Los dos prisioneros fueron colocados en medio del piquete y conducidos a una pequeña tienda plantada a la som­bra de un plátano delante de la cual un soldado montaba guardia. En el interior dos personas se hallaban sentadas a una mesa: una de edad madura, barba rubio oscuro y el pecho cubierto de medallas; la otra con un gran turbante verde, una casaca bordada en oro y una enorme cimitarra. El uno era el mayor ruso; el otro, un alto dignatario de la corte del khan de Bukara. Al entrar Hossein, el primero clavó sobre él sus ojos grisáceos.

-¿Tú eres... ? -le preguntó después de un breve si­lencio.

-El sobrino del "beg" Giah Agha -le contestó el joven.

-¿Le conoce? -inquirió el ruso volviéndose al perso­naje que estaba a su lado.

-Sí; Giah Agha es uno de los jefes más notables de la estepa occidental -respondió aquél- y hace algunos años dio bastante que hacer a mi señor. .. Un hombre peligroso.

-¿Y su sobrino no lo será menos, verdad?

-Probablemente.

-Juzga usted demasiado de prisa -le observó Hossein con cierta ironía.

-¿Niegas haber combatido contra nosotros? -le replicó el mayor-. Yo mandaba el batallón delante del cual has caído.

-No digo lo contrario. Pero me interesa hacerte obser­var, mayor, que yo no quería medirme con los rusos, pues j nunca me han interesado los negocios de Djura bey ni los del emir de Bukara. Venía persiguiendo a una banda de "águilas de la estepa" que me habían robado a mi prome­tida.

-¡Bah, bah... ! -soltó el oficial con una sonrisa burlo­na-. No soy tan niño como para tragarme semejantes his­torias.

Una llamarada de ira Inundó el rostro del sobrino del "beg" al tiempo que Tabriz apretaba sus formidables puños.

-¡Yo no he mentido jamás, mayor! -gritó el mucha­cho-. ¡No soy un bandolero! ¡Mi padre era un príncipe!... -¡Yo sostengo que has venido aquí con otra misión y tengo las pruebas! -afirmó el ruso. -¿Otra misión? ¿Cuál?

-La de atentar contra la vida del emir de Bukara y del general Abramow, comandante de la expedición contra los revoltosos.

-¡Quien te ha dicho eso te ha mentido! -estalló Hossein hirviendo de indignación.

-¿Y las cartas que te hemos encontrado encima? -¿Cartas? ...

-¡Ah, el infame! -rugió Tabriz-. ¡Lo había sospe­chado!

-¿Lo ves? -se mofó el oficial-. Tu servidor involun­tariamente se ha traicionado y te ha perdido.

-¿Qué quieres decir, mayor? -inquirió el muchacho con ja mirada extraviada.

-Que cuando el médico te desnudó, encontró ocultas en tu ropa dos cartas que contenían las instrucciones para lle­var a cabo los asesinatos.

-¡Es imposible!

-¿No lo crees?. . Pues bien, mira. ¿Reconoces esta ca­ligrafía?

El ruso sacó de un bolsillo interior de su casaca dos ho- jas de papel y las puso bajo los ojos del joven. Este fijó en ellas la mirada y retrocedió espantado, pálido como un muerto, las pupilas dilatadas. Un grito desgarrador se es­capó de sus labios.

-¡La letra de mi primo...! ¡Ah. el miserable! ¡El infa­me!. .. ¡El fue entonces quien me hirió por la espalda para quitarme a Talmá! ...

-Sí, mi señor -le confirmó el gigante con acento aira­do-. Yo lo vi cuando descargó sus pistolas contra noso­tros. Ahora puedo decírtelo: es él quien lo ha tramado todo.

-¡Canalla! ... ¡Canalla! -rugió Hossein.

El ruso y el representante del emir no parecían haberse conmovido ni por el dolor del joven ni por la cólera del coloso. El primero susurró al oído del segundo.

-¡Que hábiles comediantes son estos salvajes de la este­pa! -y volviéndose a Hossein que se había dejado caer en una silla ocultando el rostro entre las manos, le precisó-: ¿De modo que ha reconocido la caligrafía?

-Sí, es la de mi primo Abei.

-¿Y dónde está ese primo?

-No lo sé. Debe de haber huido.

-Habrá ido a reunirse con los "águilas", mi señor- in­tervino Tabriz-. No me queda la menor duda que ha sido él quien los contrató.

-¿Sabrán por lo menos dónde se han refugiado esos ban­didos?

-Posiblemente en las montañas.

-¡Y el primo con ellos! ... Ha sido más astuto que ustedes -dijo el mayor irónicamente-. Ya pensará el emir mandar a desanidarlos, si tiene tiempo.

Permaneció un rato en silencio y luego golpeó las ma­nos. De inmediato entró el cabo seguido por la patrulla.

-Conduzca a estos hombres a la ciudadela y que se le ponga doble guardia.

-¿Qué piensas hacer de nosotros, señor? -preguntó Hossein poniéndose en pie.

-Lo decidirá el representante del emir -contestó el ofi­cial-. Si el asunto dependiera de mí, estaría resuelto. Us­tedes son dos individuos peligrosos y acreedores a un po­zo de Siberia en el fondo de una mina.

-¿De manera que no crees en lo que hemos dicho y nos tratas como a bandoleros?

-No; como a rebeldes.

-No hemos tomado parte en la insurrección... ¡lo juro!

-Han hecho fuego contra nosotros y eso basta.

-Porque nos impedían irnos... ¡Son unos miserables que abusan de la fuerza!

-¡Eh, jovencito! ¡Recuerda que aquí no estamos en la estepa y pon un poco de cuidado en lo que dices...! ¡Tene­mos plomo en nuestros fusiles!

-¡Y nosotros acero en nuestros "cangiares"! -réspondió orgullosamente Hossein.

-¡Y puños que abisman en nuestros brazos! -agregó Tabriz.

-¡Llévenlos! -ordenó el mayor al suboficial-. Ya los he aguantado bastante.

Cuando quedaron solos el ruso y el bukaro, preguntó el primero al segundo:

-¿Cree usted lo que han contado los prisioneros? -No -contestó secamente el interpelado.

-¿No cree tampoco que el joven sea un personaje im­portante? A mí me lo parece.

-Es posible que sea un sobrino del "beg" Giah .Agha.

-Es un hombre fuerte ese "beg"?

-Goza de gran autoridad en la estepa de occidente por j haber purgado la región del bandidaje que la asolaba y también por haber contenido los avances de mi señor que deseaba extender sus dominios más allá del Amú-Darja.

-¿Cree que ese joven quisiera de veras atentar contra :a vida del emir?

-No tengo la menor duda; es más, sospecho que perte­nezca a la secta de los "babi".

-¿Los "babi"? ¿Quiénes son ésos?

-Fanáticos que persiguen derribar a todos los emires y también al cha de Persia. En ese país han recibido golpes terribles, especialmente en Zindjan, donde fueron pasados por las armas todos los que tomaron las tropas de Nasser­el-Din. Pero a pesar de todo, se han infiltrado también en nuestro khanato.

-¿Qué piensa hacer con los prisioneros?

-Conducirlos a Bukara junto con los rebeldes captura­dos. Esta es la orden de mi señor.

-¿Y si no fuesen afiliados a la secta?

-El emir decidirá.

-Pero sepa -le previno el ruso- que después de inte­rrogarlos deberán devolvernos a todos los prisioneros vi­vos... ¡no lo olvide: vivos! Europa entera tiene puestos los ojos sobre nosotros....

-No mataremos a ninguno; lo prometo en nombre del emir. Nosotros respetamos los tratados.

-Bien; le entregaré, también a estos dos, pero "babis" no, tendrá que devolvérnoslos. Tenemos demasiadas tie­rras desocupadas en torno al Caspio y esta gente no se en - contrará mal allí. Y sacaremos también del medio a pre­tendientes como Djura bey y Babá bey. Nosotros no trabajamos por los bellos ojos de su señor. Mañana pondre­mos a su disposición a todos los insurrectos de Kitab; pue­den retenerlos durante una semana, pero no más, ¿me en­tiende? Hablo en nombre del general Abramow y del gobierno del Turquestán. Creo que estamos de acuerdo.

 

 

 

 

CAPÍTULO 3

LOS ESPIASEN ACECHO

 

-¿Has sabido algo?

-No, Karawal.

-¿Crées tú que puedes ganarte los "thomanes" del so­brino del "beg" tomando café y paseando por las calles de Kitab?

-Es que no es posible averiguar nada: sepultan los ca­dáveres en montón, sin preocuparse de si son pobres o ri­cos.

-¡Eres un estúpido, Dinar! Yo he sido más sagaz que tú y supe de ellos.

-¡Has tenido más suerte... ¿Muertos, verdad?

¡Vivitos como tú y yo; las sospechas de Abei eran bien fundadas!

-¿Pero no estaba seguro de haberlos muerto?

-Nunca se sabe en qué va a terminar una bala -sen­tenció Karawal- ¡a veces fulmina, otras falla! ... ¡Fíate

de ellas! Mejor es el "cangiar", querido: el acero es más

seguro. Hossein y Tabriz están vivos; los vi con mis pro­pios ojos salir de una tienda-hospital en medio de un pe­lotón de cosacos.

-¡Si están en manos de los rusos…!

-Supe otra cosa: que mañana serán conducidos a Bukara junto con los rebeldes prisioneros... Y nosotros los seguiremos.

-¡Nuestra misión debería terminar aquí.

-¡Eso es! ¿Piensas que Abei nos hubiera prometido qui­nientos "thomanes" tan sólo por hacerle saber si los dos hombres habían muerto? ¡Eres un cretino! Si no querías tomarte más molestias debían haber seguido a Hadgi y con­tentarte con las diez o doce monedas que recibieron los otros dos que estaban con nosotros. Pero yo sé conducir mis propios negocios.

-¡Tienes razón, soy un imbécil! Puedes repetírmelo que no me ofendo. No poseo como tú el cerebro de un futuro jefe de los "águilas de la estepa".

-Ese es mi sueño y lo realizaré aunque tenga que re­negar de Mahoma.

-¿Qué haremos ahora?

-Seguiremos a Hossein y su servidor y en caso de que él emir no los suprima, nosotros repararemos el error.

-¡Se te hace fácil a ti! ¡Ponerse frente a ese demonio de Tabriz! ...

-Me animan los "thomanes" del señorito... ¡Con un golpe a traición terminaremos con él!

-¿Y no inspiraremos sospechas a la gente del emir?

-¿Quién va a sospechar de dos pobres "loutis" que se ganan la vida haciendo bailar a monos amaestrados? Ni Hossein ni Tabriz podrán reconocernos; estaban demasia­do ocupados en la lucha para poner su atención en noso­tros. Además, estamos bastante bien disfrazados... ¡Patrón, otra taza!

Este diálogo tenía lugar en uno de los tantos "cabue-ca­bué" de Kitab, pequeños cafés donde se reúnen diariamen­te los desocupados para saborear una taza de la aromática infusión; jugar al ajedrez o a las damas; escuchar las histo­rias contadas por algún "mestvire" o fumar un narguilé. Eran dos auténticos tipos de bribones: el uno no mayor de veinte años y el otro de doble edad, barba hirsuta y una horrible cicatriz que le cruzaba la cara pasando entre la nariz y los labios. Ambos vestían ropa desgarrada, cubrían la cabeza con gorros persas y llevaban en la mano fustas de mango corto. Cuando terminaron la segunda taza de café, Karawal, el de la cicatriz, tocó con el pie el de su compañero y le murmuró en voz baja:

-¿Has comprendido cuál es mi plan? Como tu inteligen­cia es muy corta, tendré que repetírtelo ... ¡Nunca llegarás a nada, hijo mío!

-Soy muy joven, Karawal.

-A tu edad yo era un bandido perfecto y robaba ca­ballos, camellos y carneros casi bajo las miradas de los pas­tores.

-Espero llegar algún día también yo a ser tan hábil.

-Te lo deseo de corazón... Bueno; mi plan consiste en informar a Abei del fracaso de su golpe, a fin de que apre­sure sus bodas con Talmá.

-Falta que la muchacha acepte...

-Las mujeres se resignan y olvidan pronto. Por otra

parte, lo mismo que el otro, él es sobrino del "beg"... Una vez que lo hemos puesto al corriente seguiremos a los pri­sioneros y si escapan de las manos del emir, procuraremos que no se salven de las nuestras. Es preciso que no vuelvan a la estepa, sino se nos escaparán los "thomanes" de Abei.

-Estoy completamente contigo.

-¡Bravo! Parece que tu inteligencia comienza a desper­tarse... Bajo mi dirección harás carrera, hijo... Recoja­mos nuestros monos y dispongámonos a partir.

-¿Nos dejarán seguir a los prisioneros?

-No lo dudes; los "loutis" son bien vistos por los sol­dados.

Pagaron y abandonaron el cafetucho detrás del cual, bajo un improvisado cobertizo, se hallaban dos cuadrumanos de medio metro de alto con colas de veinticinco centímetros. cuerpo macizo de pelo verdoso y la cara del color del bron­ce. Procedían de las montañas de Cachemira y podían so­portar el frío por su hábito de vivir en la altura, pero eran agresivos y difíciles de domesticar. Los dos cofra­des los desataron y llevándolos por las cadenas se ale­jaron velozmente, pese a la resistencia y chillidos de pro­testa de los animales. La ciudad de Kitab todavía estaba trastornada; los rusos vivaqueaban en la plaza y las calles principales y la gente prefería permanecer en su casa a pesar de la orden impartida por el general a su ejército, de no molestar a la población. La atravesaron en menos de media hora y llegaron a la puerta de oriente donde los ru­sos, bajo grandes tiendas y vigilados por un doble cordón de centinelas, habían concentrado a los prisioneros que se­rían conducidos al día siguiente a Bukara, donde se encon­traba el emir. Escalaron un muro y se dejaron caer en un huerto abandonado por sus dueños, abrigándose debajo de un granado.

-Aquí estamos como en nuestra casa; nadie vendrá a molestarnos mientras los rusos no regresen a Samarkanda -dijo Karawal-. Es un puesto excelente para vigilar a los prisioneros.

Sacaron galletas de maíz de sus alforjas de cuero y unos trazos de carnero asado; comieron, dieron a los monos algu­nas granadas y se tendieron sobre la hierba encendiendo sus "cibuc". Cuando cayó la noche, el de mayor edad se en­caramó al muro y dio un vistazo al campamento que se ha­llaba alumbrado por grandes fogatas; se aseguró de que todo estaba en calma y fue a ocupar su lugar al lado del compañero. El sonido estridente de un clarín despertó a hombres y cuadrumanos cuando recién aparecían en el ho­rizonte los primeros tintes del alba.

-¡En marcha! -dispuso Karawal-. Vamos a enterar­nos de lo que sucede en Bukara.

Tirando de sus monos se dirigieron al campo de los pri­sioneros, los cuales habían sido sujetos en grupos de veinte mediante una larga cadena que pasaba por sus cinturas y guardados por caballería usbeka y bukara. Se trataba de los más comprometidos en la insurrección a los cuales el emir quería interrogar y devolver luego vivos a los moscovitas sin tener derecho a imponerles otro castigo que el de mul­tas pecuniarias, las que, naturalmente, serían ruinosas. En el cuarto grupo se hallaban Hossein y Tabriz atados uno junto al otro con doble cadena. El gigante estaba furioso y lanzaba miradas de exterminio sobre los guardianes; su señor, en cambio, parecía como si el último golpe lo hubie­se aniquilado.

-¡Uhm...! -hizo Karawal, tirándose de la barba-. Creo que no tendremos necesidad de emplear nuestros "cangiares"… ¡No quisiera encontrarme en la piel de nuestros esteparios, te lo aseguro! ...

-¿Piensas que el emir los matará?

-Tal vez no se atreva a ello porque es muy vigilado por los rusos, pero tiene a sus órdenes excelentes "arranca­ ojos” ¡ese querido príncipe!

-Lo sé -confirmó el joven Dinar-. El año pasado vi dejar ciegos a unos cincuenta bandidos que habían asaltado a una de sus caravanas. Me produjeron una impresión terrible.

-Te creo... ¡Ahí salen los últimos..., pongámonos a la cola!

La caravana, compuesta de unos trescientos cautivos y casi doscientos guardianes bajo el comando del represen­tante del emir; se había puesto en movimiento y los dos fingidos saltimbanquis la siguieron sin que a nadie le lla­mase la atención. Descendió las últimas pendientes del Sar­set-Sultán y entró en la estepa de Karnak-Tschul, que divide las tierras de Kitab de las de Bukara. No era ésta una planicie como la habitada por los sartos, en que crecían hierbas y flores, sino un páramo interminable quemado por el sol y sin más vegetación que algunas gramíneas tan duras que apenas los camellos podían tolerarlas. A pesar de la tranquilidad del aire, se veían numerosas cortinas de polvo que a la hora del crepúsculo tomaban un tinte color azul oscuro y producían la impresión de un extenso mar al fondo del horizonte. El que levantaban los cascos de los caballos cubría a la columna de una ligera nube como de humo que secaba la garganta e irritaba los ojos de los pri­sioneros.

-Este es un país maldito -dijo Tabriz a Hossein-. ¿Has visto alguna vez, mi señor, una estepa más árida que ésta? Si llegara a soplar la "burana" pasaríamos un mal cuarto de hora.

-.Qué es la "burana"? -preguntó el joven distraída­mente.

-Un terrible huracán de arena que a" ’Veces resulta fatal a muchas caravanas.

-¡Ojalá se produjera para terminar de una vez! -mur­muró Hossein con voz sorda.

-No debes descorazonarte, señor; debes vivir para la venganza.

-Ya no espero nada... Además, no saldremos vivos de la mano del emir.

-Yo creo lo contrario.

-¿Quién nos defenderá de la formidable acusación que pesa sobre nosotros? Mi tío nos creerá muertos y no podrá intervenir para ayudarnos.

-Desgraciadamente eso es verdad -reconoció el servi­dor-. Tu despreciable primo le habrá hecho creer que nos mataron los moscovitas.

-¡Necesitaba mi vida para apoderarse de Talmá...! ¡Mi Talmá... ! ¡También ella creerá que ya no existo! ... ¡Infame! ... Tienes razón, Tabriz, necesito vivir para ven­garme. ¡Ay de él si llego a volver a la estepa! ¡El castigo será atroz!

-Así me gusta verte, señor.

-¡Con tal que el emir crea en nuestra inocencia!

-¡Eh... señor! ¡A lo mejor ni tendrá el placer de cono­cernos...! ¡Todavía no estamos en Bukara, tenemos una semana por delante, y en una semana pueden suceder mu­chas cosas! Las cadenas pueden quebrarse y los prisione­ros verse libres, caer de improviso sobre la escolta y ani­quilarla...

-¿Qué quieres decir? ¿Meditas alguna evasión?

-Me bastaría un poco de "burana", señor, y ¿quién te dice que no la tengo? Esas cortinas que desfilan a lo lejos indican que si aquí reina calma absoluta, allá sopla el vien­to... ¡No hay que desesperar!...

-¿Y qué ayuda podría proporcionarte una tormenta de polvo?

-Tú no has visto nunca lino de estos fenómenos, porque en tu estepa no se producen, pero te darás cuenta de lo qué es si tenemos la suerte de presenciarlo... Silencio, ahora, pues parece que los guardias tienden la oreja.

En lontananza, ’mezclados a gruesos cristales de sal que despedían resplandores intensos, enormes médanos de are­na se extendían hasta perderse de vista; las matas de hier­ba eran raras y en el inmenso llano no se veía ni una tien­da. Era la verdadera estepa del hambre, sin agua para calmar la sed; sin que un solo animal la habitase. Al me­diodía la caravana hizo alto junto a un minúsculo oasis formado por algunas raquíticas encinas y tristes palme­ras salvajes. Los prisioneros, poco acostumbrados a andar a pie, se hallaban exhaustos, con las gargantas secas y los ojos hinchados por el polvo. Se les hizo una magra distri­bución de alimentos, pues se contaba con provisiones con­ducidas por sólo seis camellos, y se los dejó que se asaran al sol mientras los soldados plantaban sus tiendas para guarecerse de sus rayos. Tabriz, cuya juventud había trans­currido en buena parte en aquel erial maldito y sabía bastante del movimiento de las arenas, observaba el hori­zonte con profunda atención. De tanto en tanto mojaba un dedo y lo levantaba para conocer la dirección del viento.

ion tal que no cambie -comunicó a Hossein que se había acostado a su lado -viene del norte, que es el que provoca las "buranas".

-¡Débil esperanza!

-¡No tanto!... Mira allá... el cielo se oscurece; las cortinas se vuelven más espesas; el viento sopla fuerte... Iskandú y Karakie deben hallarse cubiertas de polvo... los soldados del emir han comenzado a darse cuenta de ello...

En efecto, entre los bukaros y usbekis se notaba agita­ción: habían salido de las tiendas e interrogaban ansiosa­mente con los ojos el cielo.

-¡"Burana"! ¡`Burana"! -se les oía repetir con inquie­tud.

Desmontaron rápidamente las tiendas y dieron la señal de partida. El gigante dijo a uno de ellos que le pasó cerca:

-¿Por qué no permanecen aquí, tontos, al reparo de los árboles?

-Más adelante lo estaremos al de las colinas -le con­testó-. Caminen lo más ligero que puedan si quieren salvar la vida. No tenemos tiendas suficientes p todos.

La columna se había puesto en marcha casi corriendo, acuciados los cautivos por los gritos y chasquidos de fusta de sus guardianes.

-¡Adelante! ¡Adelante! -gritaban éstos sin descanso.

Caballos y camellos empezaban a dar señales de desaso­siego: los primeros temblaban y relinchaban sordamente; los segundos alargaban el cuello y bamboleaban nerviosos la cabeza. La tormenta se acercaba; las ráfagas de polvo se hacían más frecuentes; enormes trombas de arena se le­vantaban a gran altura y se desplazaban a toda velocidad: algunas chocaban contra la caravana y se deshacían sobre los pobres prisioneros. La carrera desenfrenada duraba desde hacía un cuarto de hora cuando el representante del emir ordenó detenerse: las colinas no eran todavía visibles y la "burana" ya estaba encima.

-¡Arréglense como puedan! -vociferaban los guardias entre el rugido del viento-. ¡Tírense detrás de los ca­ballos!

-¡No dudes que nos arreglaremos! -musitó el gigante y volviéndose a Hossein-: Prepárate, patrón; dentro de poco la arena nos envolverá y nadie podrá distinguir a su vecino. No te preocupes de las cadenas, yo podré romper­las.

-¿No moriremos sofocados, Tabriz? -preguntó el joven.

-¡Confiemos en Allah, pero no te separes de mi lado! - contestó el servidor.

 

 

CAPÍTULO 4

EL HURACÁN DE ARENA

 

 

La "burana" de las estepas turquesanas puede compa­rarse al "simún" de los desiertos del Sahara y tal vez sea más peligrosa, porque es tan ardiente que llega a sofocar a los viandantes que carecen de todo reparo. Ordinariamente esas tormentas se desencadenan después de las primeras lluvias: el cielo se cubre de nubes amarillas, los remoli­nos se forman en toda la inmensa llanura y el viento sopla con tal violencia que a veces transporta la arena hasta la India, donde le dan el nombre de "hotwind", porque mar­chita las plantas y deshoja los árboles. Los habitantes de ciudades y aldeas tienen que cubrir sus ventanas con cor­tinas de paja trenzada, bien empapada en agua, para im­pedir la entrada del polvo y refrescar un poco el aire que respiran. En invierno, en cambio, la "Burana" es fría y en la estepa es la nieve en vez de la arena, la que atormenta a los seres vivientes.

Cuando la caravana se detuvo, los soldados plantaron febrilmente las tiendas; situaron los animales formando una doble línea en la parte del viento y cavaron trincheras para mayor’ resguardo. El huracán se desencadenó muy pronto: desapareció el sol y se inició un concierto endemoniado de aullidos, mugidos y silbidos, mientras la cortina de arena se volcaba sobre el campamento. Tabriz, llevando de la mano a Hossein, se había dejado caer dentro de una zanja defen­dida por una pequeña tienda que se apoyaba sobre dos ca­mellos. Un par de usbeki que se hallaban dentro al prin­cipio trataron de rechazarlos, pero al- ver a aquel gigante con los brazos levantados y libre de la cadena, que con poco esfuerzo había quebrado, se apresuraron a hacerles un poco de lugar. Minutos más tarde. Tabriz acercó los labios al oído de su señor y le susurró:

-Este es el momento y hay que aprovecharlo.

Sin agregar más, se movió como si quisiera cambiar de postura y rápido como el rayo, con puñetazos terribles

fulminó a los soldados del emir sin darles tiempo ni de exhalar un suspiro.

-¡Las armas, señor! -rugió con su vozarrón capaz de cubrir todos los ruidos.

Hossein se lanzó sobre el usbeki que tenía cerca y le qui­tó las pistolas y el "cangiar" que llevaban a la cintura; Tabriz, que había hecho lo mismo con el otro, tomó al joven de la mano y lo instruyó:

-Cúbrete la cabeza y cierra bien la boca y los ojos... ¡Vamos, señor! Es mejor morir sepultados por la arena que en manos de los torturadores del emir.

Arrancaron la tienda, que podría servirles más tarde, y abandonaron el foso desapareciendo entre las oleadas de arena. El riesgo a que se exponían era grave, ya que podían ser embestidos y sepultados por una de ellas o absorbidos y arrastrados en alto por una borda. Marchaban con la cabeza baja y los ojos, nariz y boca defendidos por la tienda que el huracán trataba de arrebatarles de las manos. No sabían cuál era la dirección que llevaban debido a profunda oscu­ridad; Tabriz tenía sujeto a Hossein de una mano y en los intervalos entre dos ráfagas furiosas le repetía:

-¡Valor, señor, y no dejes de taparte la boca!

Jadeantes, semisofocados, ciegos, continuamente derriba­dos, vagaban de un lado a otro sin rumbo, empujados por el deseo único de alejarse del campamento, Cuando una masa de arena los arrojaba al suelo, el gigante no tardaba en incorporarse y liberar al compañero, el cual hubiera perecido sin su ayuda, hasta que se produjo un torbellino tan impetuoso que los dos hombres, a pesar de haberse abra­zado formando un solo cuerpo, se sintieron chupados, le­vantados y transportados con una velocidad extraordinaria. Cayeron en un estado de inconsciencia y nunca supieron el tiempo que estuvieron sumidos en ella.

Cuando Tabriz volvió en sí la "burana" había cesado; al gunas cortinas de arena ondeaban todavía en el horizonte, pero el cielo se había vuelto limpio. A su alrededor reinaba el caos: dunas abatidas, ramas y raíces amontonadas, arrancadas quién sabe de dónde; cúmulos de pedruscos, tro­zos de tiendas arrastradas tal vez de millas de distancia. El gigante miró el sol, rojo como un disco de metal incan­descente, se palpó las costillas doloridas, giró la vista en torno y repitió con voz angustiada:

-¿Y Hossein?... ¿Y Hossein?.. .

Aunque casi no podía mover una pierna, se puso a correr afanosamente aullando como un poseído:

-Patrón... ¡Patrón! ...

Un lamento ronco que salía de una montaña de ramas y piedrecillas, le respondió. El coloso se puso a removerlo precipitadamente y descubrió a su señor sepultado en la arena hasta las rodillas, lo que le imposibilitaba moverse.

-¡Salvado! ... -exclamó-. ¡Allah es grande! ...

-¡Pronto, Tabriz!... -le gritó Hossein-. ¡Sofoco! ... El abnegado compañero, sirviéndose de manos y pies dispersó los impedimentos, aferró al joven de los brazos, lo sentó y le limpió el rostro cubierto de polvo.

-¡Agua!... ¡Una gota de agua... ! ¡Tabriz! ... ¡Una sola!... ¡Me quemo!...

-¡Ah, señor!... ¿Dónde hallar agua aquí! ...

-¡Tengo ... abrasada la garganta... ! ¡Me... siento morir!

-¡Agua!... ¡Agua!... -gritaba el servidor desesperado. Hubiese sido locura pensar encontrarla en aquellas pro­

fundas capas de arena, porque en el supuesto de que hubiera podido pasar por ese páramo un arroyuelo, la "bura­na" lo habría tapado por completo.

-¡Aguó! ... ¡Dame agua... Tabriz!.. .

-¡Pero sí ... sí, mi señor!... -rugió el gigante, extra­yendo el "cangiar"-. ¡Un poco de sangre podrá por un momento calmar su sed! ...

Se remangó el brazo izquierdo y con la punta del arma se pinchó una vena de la que empezó a brotar el rojo lí­quido.

-¡Bebe, señor! -le dijo, acercándole el brazo.

-¡No, Tabriz! -gimió el joven, echando hacia atrás la cabeza.

-¡Bebe sin miedo, señor! ¡Mi cuerpo está bien provisto! La sed del muchacho debía ser bien terrible, porque posó

sus labios en el pulso de su siervo y chupó tres o cuatro largos sorbos.

-¡Gracias, mi generoso Tabriz! -murmuró luego-. ¡Me has devuelto la vida!

-¿Tienes bastante?

Hossein hizo un gesto afirmativo y cayó de espaldas co­ mo asaltado por un repentino sopor. El coloso se arrancó un pedazo de manga, se fajó apretadamente la herida y contemplando satisfecho a su patrón, musitó:

Dejémoslo reposar un poco, ya que por el momento no nos amenaza ningún peligro. Dentro de algunos instan­tes habrá oscurecido y podremos continuar viaje.

Subió a una elevación de arena e investigó atentamente los cuatro puntos cardinales.

-¡Sí pudiese saber dónde nos encontramos! ¿Estaremos cerca o lejos del campamento de los bukaros? ¡No hay ni un árbol en esta estepa maldita! ¡Y no podemos detenernos mucho tiempo...!

Tomó el aletargado en sus brazos como si se tratase de una criatura y se puso resueltamente en marcha, dirigién­dose hacia el poniente.

-En línea recta tengo que encontrar el Amú-Darja -infirió.

El sol iba desapareciendo tras una nube rosada que se volvía cada vez más oscura, pero otro disco que la refrac­ción hacia ver rojo y grande, surgía lentamente en el cielo: la luna. Tabriz seguía andando con los ojos bien abiertos y los oídos atentos para percibir el más lejano rumor o la aparición de algún ser viviente. Pensaba que una vez pasa­da la tormenta los soldados habrían descubierto a sus ca­maradas desmayados por sus puños y estarían buscando a los fugitivos en todas direcciones. Ese temor lo impulsaba a caminar; pese a su cojera, lo más rápidamente posible. Así anduvo durante una buena hora al encuentro de una mancha confusa que iluminaba el astro nocturno. Cuando se hallaba cerca de ella Hossein abrió los ojos y se deslizó de sus brazos.

-¡Me has llevado como a un niño! -exclamó.

-Era necesario, mi señor. Puedes alabarte de tener los huesos bien resistentes. No sé si otro hubiese salido vivo del vuelo planetario que nos hizo emprender el maldito tor­bellino.

-¡Qué bueno eres, Tabriz!

-No hice sino cumplir con mi deber de leal. servidor... ¿Te sientes mejor, señor?

Sí, pero tengo una sed que me devora.

-Ten un poco de paciencia. Veo algunas plantas delante de nosotros y espero que encontraremos allí un poco de agua, o por lo menos fruta.

-¿A qué distancia nos encontraremos del campamento?

-Creo que la tromba nos llevó bastante lejos, porque su velocidad era extraordinaria. Pero dejemos eso y trate­mos ahora de alcanzar ese pequeño grupo de árboles. ¿Pue­des caminar?

-Sí, mi buen Tabriz.

-Adelante entonces y ten prontas las armas, pues los raros oasis de la estepa del hambre son refugio de bandidos y animales feroces, tan peligrosos los unos como los otro-. Al occidente se divisaba una mancha de plantas que ocu­paba algunas hectáreas, lo que hacía presumir que allí hu­biese agua. Los dos fugitivos no tardaron en llegar; el sitio se hallaba al parecer deshabitado pero los árboles eran plátanos que sólo producían una materia colorante usada por las mujeres turquestanas para pintarse las uñas. Tam­bién había arbustos resinosos g.-otros de incienso, pero nin­guno de ellos era de provecho para personas sedientas.

-¡Mala suerte! -exclamó Tabriz, que se había detenido a la entrada del bosquecillo-. ¡No se ve una higuera ni un granado!

-¡Ni tampoco agua! -agregó Hossein, espantado.

-Vamos a explorar, señor.

Después de posar el oído en el suelo por si percibieran el rumor de alguna corriente, con toda cautela se abrieron paso entre aquellos vegetales a los cuales observaban con atención, ya que es habitual que estén infestados de ara­ñas tan gruesas como una nuez, cuya mordedura es muy venenosa. Habían atravesado varios grupos de árboles cuan­do Tábriz se paró de pronto y martilló una pistola.

-¿Que has visto? -le preguntó Hossein.

-Me ha parecido oír un leve maullido en medio de esa mata de tragacantos.

-¿Habrá alguna fiera escondida?

-Es probable, señor; las panteras no faltan en la estepa del hambre.

-Sería una buena señal, porque indicaría que hay agua.

-Es verdad; vamos a asegurarnos, pero preparemos los "cangiares".

Avanzaron protegiéndose detrás de los troncos de los ár­boles y en cuanto estuvieron junto a la mata se pusieron a escuchar.

-¡Agua! -gritó de pronto Tabriz, con cara radiante-. ¡La oigo murmurar!

-¿Dónde?

-¡Allí, en el medio! ¿No la oyes, señor? ¡Estamos salva­dos!

-¿Y la fiera?

-Aunque sea un tigre no me da miedo.

El gigante se lanzó adelante con el "cangiar" en la mano, pero no había hecho cinco pasos cuando tropezó con algo blando que emitía maullidos y le arañaba las botas.

-¡Alto, Hossein! -gritó.

Este le respondió con una resonante risotada.

-¡Estás aplastando a unos pobres gatitos, Tabriz! -le contestó-. ¡Acuérdate que Mahoma prohibió matarlos! ...

 

 

CAPÍTULO 5

LAS SORPRESAS DEL OASIS

 

 

El voluminoso servidor que había caído cuan largo era, se incorporó prestamente, echando maldiciones y dispuesto a hacer trizas a los animales predilectos del Profeta.

-¡Eh, eh...! -exclamó de pronto-. ¿Llamas gatos a éstos? ¡Cuídate, que la madre puede andar cerca!

Dos bestezuelas, no más grandes que gatos comunes, de pelo amarillento cubierto de manchas negruzcas, jugaban entre los tragacantos sin hacer el menor caso de los in­trusos.

-¿Cómo? ¿Te inspiran miedo estos dos animaluchos? -le preguntó Hossein, burlón, al verlo girar los ojos al­rededor.

-Dos de mis dedos sobrarían para estrangularlos -res­pondió el gigante-. De quienes tengo miedo es de los padres...

-¿Qué clase de animales son, entonces?

-Onzas; una especie de pantera tan peligrosa como ésta, aunque sean menos corpulentas.

-¿Y a estos cachorros, van a matarlos?

-No; no hay que irritar a sus mayores, señor. Calme­mos nuestra sed y luego acampemos al margen del oasis.

Separó las hojas secas que cubrían el suelo y quedó al descubierto un arroyito que corría casi oculto.

-Bebe, patrón, mientras yo vigilo -dijo al joven.

Este, que se sentía morir de sed, se echó de bruces y se puso a beber ávidamente, pero estuvo en pie de un salto con las dos pistolas en la mano en cuanto le oyó a Tabriz gritar

-¡Las onzas!. .. ¡Huyamos! ...

Salieron de la mata y alcanzaron los bordes de la arbo­leda con el fin de encaramarse a los altos árboles en caso de peligro. Si hubiesen dispuesto de buenos arcabuces ha­brían hecho frente a las fieras, pero con las viejas pistolas de que estaban armados no era posible. Sé colocaron debajo de un granado salvaje y tendieron el oído.

-¿No te habrás engañado, Tabriz? -comentó Hossein después de algunos momentos de espera.

-No, señor; sentí moverse los arbustos y juraría haber visto también brillar dos ojos entre las ramas.

-¿Pero son tan peligrosas estas bestias como para hacer retroceder a un hombre de tu clase?

-Tanto como las panteras y... ¡Calla! ... ¿No oyes?

-Sí, un crujido como si alguien quisiera abrirse paso en­tre los tragacantos.

-Trepemos a este árbol, señor. Estaremos más seguros.

El coloso ayudó a su amo a colocarse a horcajadas en la rama más baja del granado; luego trató de alcanzarla a su vez abrazándose al tronco, pero cuando estaba por cumplir la operación oyó a Hossein que le gritaba:

-¡Rápido, Tabriz, sube! ¡Ya están aquí!

Dos animales parecidos al leopardo habían salido de la arboleda y con un gran brinco se habían precipitado sobre el gigante. Uno de ellos, el más corpulento, lo había asido de una pierna y tiraba de ella. Por fortuna las botas eran de cuero muy resistente y el que las calzaba poseía una sangre fría admirable; con un esfuerzo se izó, mientras la desilusionada fiera se venía a tierra.

-Un segundo de retardo y me hacía caer -dijo Tabriz.

-Ahora vamos a arreglarles las cuentas -significó Hossein.

-Hay que procurar no perder tiro, señor. Sólo dispone­mos entre los dos de ocho balas y podemos tener todavía otros encuentros como éste. Hemos cometido una gran im­prudencia al no habernos apoderado de todas las municio­nes que llevaban los usbeki .

Las onzas se habían puesto a girar en torno al granado sin atreverse a atacarlos, cosa que les hubiera sido fácil, pues son hábiles trepadoras, pero sin quitarles los fosfores­centes ojos de encima.

-¿Estarán hambrientas o irritadas porque hemos descu­bierto sus madrigueras? -preguntó el joven.

-Tal vez las dos cosas -contestó Tabriz--. Apresuré­monos a desembarazarnos de estos importunos: yo apunta- j ré al más grande, que debe ser el macho.

Aprovecharon que las dos fieras se habían quedado quie­tas a pocos pasos del árbol para tomarlas de mira, e hicie­ron fuego simultáneamente. Cuando se disipó el humo vie-

ron a la hembra contorcerse en el suelo mientras el macho, espantado por las detonaciones escapaba dando saltos de cinco o seis metros.

-¿Habremos fallado? -interrogó el joven.

-¡Mala pólvora, señor! ¡Es un milagro que haya caído

la hembra! .

-Quizás también el compañero esté herido, pero me hu­biera gustado verlo muerto. A lo mejor se nos presenta de nuevo... ¿No tienes hambre, Tabriz?

-Más que hambre me devora la sed. Tengo la garganta ardiente.

-El agua no está lejos, pero allí están los cachorros...

-Empuñemos los "cangiares", señor; sis nos asalta-el pa­dre nos defenderemos con ellos.

Apartaron con el pie el cuerpo de la onza y se dirigieron a la mata en busca del arroyo. Las dos bestezuelas estaban jugando igual que cuando las habían dejado.

-He ahí nuestro asado -indicó el gigante, después de cerciorarse de que no había nadie en las proximidades.

Bastaron dos apretones de sus manos para ahogar a las pequeñas fieras; después levantó algunas hojas que tapa­ban la corriente de agua y se puso a beber a largos sorbos mientras Hossein montaba la guardia. Ya estaba por in­corporarse, cuando una enorme sombra le pasó por encima y cayó sobre su señor derribándolo antes de darle tiempo para usar la pistola.

-¡A mí, Tabriz! -pudo gritar.

-¡Ah... bestia infame! -rugió el coloso.

De un salto superó los tres pasos de distancia que lo se­paraban de la onza, a la que tomó de la cola y con un formidable tirón la arrancó de allí. El animal, que sin duda no esperaba tan brutal ataque, se volvió mostrando los dientes y maullando, pero antes de que pudiera agredirlo, Tabriz le descargó tan descomunal golpe con el "cangiar", que le separó netamente la cabeza.

-¡Asombroso!... -exclamó Hossein.

-¡Se hace lo que se puede, señor!... ¡El brazo no se porta tan mal! ...

Regresaron al margen del bosquecillo, recogieron ramas secas, encendieron el fuego y después de haber despelle­jado a los dos cachorros, los ensartaron en un palo y los pusieron a asar sobre las brasas, dándolos vuelta de tanto en tanto.

-El almuerzo va a ser exquisito, lástima no tener a mano una pipa y buen "tomac"! Necesitaríamos también un poco de "cumis", pero no hay camellas en la estepa del hambre.

Con los ojos fijos en el fuego Hossein parecía sumer­gido en profundos pensamientos... La pérdida de Talmá o la infame traición de su primo.

-Patrón -le dijo Tabriz para distraerlo- el asado está pronto; tendremos que comerlo sin el sabroso acompaña­miento de una hogaza de maíz.

Retiró la carne del fuego, la depositó sobre una capa de hojas de granado y la cortó en trozos con su "cangiar".

-Te va a -resultar un poco coriácea, señor, pero hay que comer... así que plántale los dientes.

Cuando hubieron satisfecho el apetito, se echaron debajo de un plátano y se quedaron dormidos, seguros de que na­die iría a molestarlos en un oasis en que se guarecía una familia de animales tan feroces como los que habían des­truido. Su sueño debió ser muy largo y el primero en abrir los ojos fue Tabriz, despertado por un gruñido ronco. Cre­yendo procediese de Hossein, inquirió:

-¿Te sientes mal, señor?

Pero un segundo gruñido, más fuerte que el primero, y la sensación de que lo estuviesen pisoteando dos pesados pies, lo hicieron levantar y descubrir una masa imprecisa que trataba de aferrarlo.

-¡A las armas, señor! -gritó-. ¡Los usbekis del emir!...

Hossein se puso de pie instantáneamente, pero las som­bras eran tan densas que en el primer momento no distin­guió nada.

-¡Tabriz! -llamó.

-¡Ya lo tengo! -contestó el servidor-. ¡Ah, perro!... ¿Quieres luchar conmigo?

-¿Qué sucede, Tabriz?

-¡Estúpida bestia, te voy a hacer pedazos!...

Un aullido horrible, capaz de helar la sangre en las ve­nas, resonó en las tinieblas y a él siguió una blasfemia.

-¡Ahá! ... ¿Conque muerdes? ¡Animal maldito, ahora verás! ... ¡Toma esto! ... ¡Y esto! ¡Toma más! ¡Desgra­ciado!

Un gruñido doloroso y el ruido de un cuerpo pesado que se desploma, hicieron eco a esas palabras.

-¡Se derrumbó! ¡Ya era tiempo!... -bramó el coloso-. ¿Qué clase de animal será? ¡Querría luchar conmigo! ¡Le ha costado caro convencerse de que tengo las costillas só­

lidas y los brazos fuertes!

-¿Pero, qué es lo que has derribado, Tabriz?

-En verdad que no lo sé, señor. Enciende un tizón en alguna de las brasas que quedan y lo veremos.

El joven tomó una rama seca y consiguió una llama bas­tante luminosa.

-¡Tabriz -gritó, sorprendido- un oso!

-¡Me lo sospechaba! Quiso empeñar conmigo una ver­dadera lucha; al principio creí que era un usbeki, pero pron­to me di cuenta, por el pelaje, que no se trataba de un ser

humano.

-¡Y creías que este oasis estaba desierto! ...

-¡Parece más bien una casa de fieras, señor!

-¡Dos onzas y un oso hasta ahora! ... ¡Vamos a mi­ rarlo bien, Tabriz!

-Aviva el tizón, señor.

 

 

CAPITULO 6

EL AMAESTRADOR DE MONOS

 

 

En efecto, el animal que había intentado sorprenderlos en el sueño, era un oso y pertenecía a una raza particular que se encuentra en el continente asiático, especialmente en las pendientes de la gran cordillera que, partiendo de la India se extiende hacia el Afganistán y la Tartaria. No tie­nen la corpulencia de los osos negros o castaños; son más ágiles, su hocico es aguzado, las orejas grandes y redondas, el pelo oscuro estriado de blanco en el pecho y una especie de crin les rodea el cuello. Son muy robustos y corajudos y el que acababa de abatir Tabriz pesaría no menos de dos­cientos kilos y presentaba tres grandes heridas abiertas por el "cangiar" de su adversario.

-Primero le partí la espina dorsal -comprobó el gigan­te sin mostrarse mínimamente impresionado -y. cuando empezó a morderme, lo ataqué con el "cangiar". Los usbekis tienen pésimas pistolas, pero saben afilar bien sus armas blancas.

-¿Cómo puede encontrarse aquí esta bestia que habita generalmente en las montañas?

-Es lo que también yo me pregunto. Debe haber des­cendido del Kasret-Sultán empujado por el hambre.

-Son peligrosos estos animales ¿verdad?

-En mi juventud cacé algunos. Atacan a los hombres y son el terror de los criadores de caballos. Muy golosos de miel y fruta, no desprecian la carne cuando la han probado, sobre todo la de los equinos. Pero los perjudicados se in­demnizan con la de ellos, que es más sabrosa que la del carnero... Lo comprobarás en breve.

Mientras hablaba, el gigante había cortado las patas tra­seras del oso y con el "cangiar" estaba cavando un agujero de medio metro de profundidad; luego lo llenó de ramas secas entrecruzadas y les prendió fuego.

-He aquí un horno soberbio -explicó-. Ahora hay que quitar el cuero a las patas y envolverlas en hojas para que no se quemen.

-¿Me vas a enseñar a cocinar, Tabriz?

-Talmá me lo agradecería... ¡Qué bruto soy!... No debía recordártela... ¡Perdóname, señor!

-¡Al contrario, Tabriz es bueno que hablemos de ella! -lo tranquilizó Hossein, que se había puesto intensamente pálido-. Pero termina antes tus preparativos.

El servidor desembarazó el foso de los tizones semiconsumidos e introdujo en las cenizas calientes los dos jamo­nes; cubrió de tierra hasta el ras y encendió encima una buena cantidad de leña y hojas secas para mantener el ca­lor interno.

-Ya está hecho, señor.

-Dime, entonces: ¿qué me aconsejas hacer con respecto a Talmá?

-Matar a tu primo, señor... Es él quien ha pagado a los "águilas" para raptarla y el que intentó asesinarnos. ¡Má­talo sin piedad, sin misericordia! ¡Si tú no lo haces, juro por Allah que lo haré yo! ... Tú no has advertido ciertos actos sospechosos que no escaparon a tu tío ni a mí...

-¿El "beg"?

-Sí, también él había notado algo y antes de que aban­donáramos la estepa me encargó que vigilara a Abei.

-¿Quieres queme vuelva loco, Tabriz?

-Quiero abrirte los ojos. Por otra parte, ¿no tenemos las pruebas? No sólo trató de asesinarnos, sino que llevó su infamia hasta colocarte en la faja documentos que ha­bían de perdernos en el caso de no sucumbir a su primo traidor.

-¡Tienes razón, Tabriz! ¡Tengo que matarlo! -rugió Hossein-. Pero de Talmá... ¿Qué le habrá sucedido a Talmá, Tabriz? ¡Dime algo! ...

El fiel amigo estaba por abrir los labios, pero no se atre­vió a exteriorizar lo que pensaba y contuvo su impulso. Dejó pasar algunos instantes y dijo:

-Cálmate, señor. ¿Has olvidado a tu tío? Giah Agha no dejará que tu prometida quede en manos de los bandidos y procurará rescatarla aunque tenga que emplear en ello toda su fortuna.

-¿Y a quién la dará si se corre la voz de que hemos caí­do bajo los muros de Kitab?

-No hará nada si antes estar completamente conven­cido de tu muerte. Además, ¿no estamos libres ahora?

-Todavía no hemos salido de la estepa, Tabriz...

-Saldremos. Los usbekis han de creernos sepultados en la arena y no perderán el tiempo en buscarnos. Estoy seguro que están galopando con rumbo a Bukara.

-Acaso tengas razón -concedió Hossein, que parecía un poco más tranquilo-. ¿Crees que estamos muy, lejos del Amu-Darja?

-Creo que no lo alcanzaremos antes de una semana, pa­trón. No podemos contar con nuestras piernas, pues acos­tumbrados al caballo, somos muy malos caminantes. Trate­mos de hacer honor al asado si queremos reponer las fuerzas; después nos pondremos en macha llevando algunas provisiones con nosotros.

-Sobre todo agua, aunque no veo en qué recipiente.

-Utilizaremos la vejiga del oso, que puede contener va­rios litros, señor. Olvida tus preocupaciones y hagamos ho­nor a los jamones, que deben estar a punto.

El coloso excavó la ceniza y los retiró sin hacer. caso del calor, aspirando el olor exquisito que de ellos se despren­día.

-¡Un bocado que nos envidiaría el mismo cha de Per­sia! -elogió.

Cortó varias anchas hojas de plátano y depositó la carne sobre ellas después de limpiarlas de las quemadas que la envolvían.

-¡Cocción perfecta! ¡Mira el rosado y agrietado de la piel, patrón!...

Dividió el asado en cuatro pedazos y comenzaba a sabo­rearlo cuando oyeron una voz jovial decir tras ellos:

-¡Buenas noches, mis señores! ¿No hay nada para un pobre "loutis" que se muere dé hambre y que ha perdido a los colaboradores que lo ayudaban a vivir?

Hossein y Tabriz, tomados de sorpresa, se pusieron de pie y empuñaron sus armas. El hombre que había salido de la mata de tragacantos hizo un gesto de innocuidad y aña­

-¡No teman nada de mí, señores! ¡Ya ven que no soy más que un pobre diablo!

-Me parece haberte visto otra vez -dijo Tabriz, des­pués de haberlo escudriñado atentamente.

-Y a mí también, señor, me parece haberte visto -con­cordó Karawal, pues era él.

-¿No formabas parte de la caravana de prisioneros toma­dos en Kitab?

-Sí; la seguía para divertir con mis monos a aquellos infelices y ganarme el sustento.

-Si no me equivoco tenías un compañero... ¿Cómo te encuentras ahora aquí? ¿Por qué no has continuado con la caravana?

-Cuando arreció la tormenta me sentí elevar en el aire y arrojar no sé donde.

-Igual que nosotros -terció Hossein.

-Al recobrar el sentido me encontré en medio de las dunas con los huesos destrozados; me orienté lo mejor que pude y traté de ganar de nuevo el campamento, pero en el sitio en que debía hallarse no encontré ni tiendas ni ánima viviente.

-¿Habían partido?

-Lo dudo, señor; creo más bien que hombres y animales hayan sido sepultados por la violencia de la "burana". Sólo vi una enorme colina de arena y si hubiese dispuesto de algún instrumento para hacer una excavación, lo habría comprobado.

-Prosigue. ¿Y luego?

-Me puse en marcha para alcanzar este oasis antes de morir de sed.

-¿Conoces entonces la estepa?

-He nacido en ella; además nosotros, los amaestradores de monos, no cesamos de caminar durante toda nuestra vi­da, por lo que la Tartaria, Persia, el Beluchistán, nos re­sultan completamente familiares.

-Siéntate y come -lo invitó Hossein-; tenemos carne en abundancia.

-Lo veo, señor -constató el "loutis" echando una mi­rada ávida sobre el cuerpo del oso que yacía a pocos pagos.

Los tres se pusieron a comer sin agregar palabra. El bri­bón devoraba como si no hubiese probado bocado desde hacía varios días y una sonrisa de satisfacción se dibujaba en sus labios, producida no por el hambre apagada, sino por haber dado con los fugitivos. Terminado el banquete dedicaron varias horas a prepararse para la prosecución del viaje. Asaron otra buena parte del oso, convirtieron su vejiga en odre para llevar el agua y abandonaron el oasis con rumbo opuesto al que seguía la caravana. Tabriz, que las últimas experiencias hicieran desconfiado en extremo, había prestado muy poca fe a las afirmaciones del "bailamonos" pues sabía que después de un fuerte huracán la

estepa cambia de fisonomía y no es fácil reconocer un lugar cualquiera. En ese momento atravesaban una región cu­bierta de "tepe", montículos de tierra finísima dispuestos en estrato, debajo de los cuales se encuentran carroñas de bestias y también de seres humanos. Ninguna mata de hier­bas alegraba el inmenso erial; ni un pájaro, ni una gacela lo animaba: hasta las avutardas, comunes en otras estepas, allí faltaban en absoluto.

-¡Qué triste región! -lamentó Hossein.

-¡Y de este espectáculo tenemos lo menos por ocho días! -advirtió Tabriz que sudaba copiosamente-. ¿Verdad, "loutis"?

-Sí; no tardaremos menos en alcanzanzar las limpias aguas del Amú-Darja, señor -confirmó éste.

-¿No equivocaremos la dirección? -inquirió Hossein.

-Un trotamundos no se equivoca nunca; si podemos renovar nuestra provisión de agua y aguantan nuestras piernas, llegaremos de seguro.

Hacía algunas horas que el sol había desaparecido cuan­do los viandantes, completamente agotados, decidieron hacer alto entre dos dunas que formaban una especie de barranco bastante profundo en el que se veían los esque- letos de algunos camellos y caballos.

-¡Compañía poco alegre! -comentó el coloso-. ¡Pero que nos dará menos fastidios que los vivos!

seguro que a éstos los ha sepultado alguna "burana", pues de lo contrario tendríamos a los usbekis siguiendo las huellas que vamos dejando en la arena y que se mantienen hasta que sopla de nuevo el viento.

-¿Sabes dónde nos encontramos, "loutis"?

-A pocas horas de marcha de otro oasis al que llega­remos antes del mediodía.

-¿Hay. allí agua y caza?

-Así lo espero, señor.

-Creo que haremos bien en dividir la noche en cuartos de guardia.

-Es inútil señor -objetó el bandido-. Nadie vendrá a turbar nuestro sueño. En estos parajes en que falta el agua no se ve nunca a nadie. Cenemos y durmamos tranquila­mente para reponer fuerzas y poder reanudar la marcha al despuntar el alba.

Devoraron otro trozo de oso, bebieron parcamente y cavaron un pozo en la arena en el que se dejaron caer teniendo las armas a mano. Diez. minutos después Hossein

y Tabriz, que estaban rendidos, dormían profundamente, pero no Karawal, quién habituado quizás a caminar o más resistente al sueño, había pegado el oído en el suelo y puéstose a escuchar acuciosamente. Permaneció así una media hora, luego se incorporó silencioso tratando de no hacer crujir la arena y musitó:

-Debe ser él; no es tan tonto como lo creía... -dirigió f una mirada a los durmientes y prosiguió-: ésta sería una buena ocasión para terminar con ellos, pero es peligroso. Con este oso no debe jugarse... mientras mato a uno el otro puede saltarme encima y entonces ¡adiós ambiciones de comandar la banda! Hay que ser prudente y tener pa­ciencia... ¡No soy un estúpido!

Esperó algunos minutos y después de comprobar que ni Tabriz ni Hossein se habían movido, ascendió la duna sin producir el menor rumor y se situó en la cima monolo­gando:

-No debe de hallarse lejos; mis sentidos no me engañan jamás. -Armó una pistola del par que llevaba oculto en su ancha faja y dijo-: Las precauciones nunca están de más...

Una sombra se había dibujado sobre otra alta duna. El falso "loutis" se llevó dos dedos a la boca y emitió un leve silbido al que respondió otro igual; la sombra se dejó resbalar hasta el pie de la duna y Karawal hizo lo mismo.

-No me engañé, Dinar -dijo éste cuando se encontra­ron-; muchacho querido, te estás convirtiendo en un hábil bandido más pronto de lo que yo pensaba. Si continúas a este paso, cuando yo sea el jefe de los "águilas" tendré en ti un buen lugarteniente:

-El mérito es de mi maestro -reconoció con toda mo­destia el aprovechado discípulo- y espero responder con honor al alto cargo.

-¡Ajá!... ¿De modo que también tú tienes tus ambicio­nes?... ¡Muy bien! Con ambición se puede conquistar el mundo... Dime ahora cómo te ha ido.

-He podido seguirlos sin ninguna dificultad... ¿Así que son ellos?...

-¡Por Allah, el Profeta y todos los santos de nuestro Paraíso!... ¡Es claro que son ellos!... ¿Sabes algo de los Bukaros?

-No he vuelto a verlos. Sospecho como tú, que la tem­pestad los habrá enterrado.

-Hemos hecho bien en escapar cuando vimos que lo hacían nuestros queridos amigos…

-¿Qué piensas hacer ahora, Karawal?

El bandido mayor se acarició la barba y miró las estre­llas como si les pidiera inspiración; luego declaró con voz grave:

-Es preciso que cumplan su interrumpido viaje a Bukara, así embolsaremos otra recompensa que nos dará el emir y también estaremos seguros de que allí terminarán su aven­tura mientras nosotros redoblamos las ganancias.

-¡Eres un genio de sagacidad, Karawal! ¿Y cómo reali­zaremos ese propósito?

-Muy fácil: a orillas del Amú hay un; puesto de usbekis y quirguizos, mitad soldados y mitad bandoleros, situados allí por el emir para vigilar la frontera. A su jefe, que un tiempo formó parte de los "águilas", lo conozco bien. Su­pongo que no tendrás miedo de atravesar solo la estepa del hambre; eres joven y robusto y en seis días puedes alcanzar el puesto y hablar con él. Ese hombre por pocos "thomanes" sería capaz de matar a su padre, además de que podrá contar con un premio del emir.

-Bueno, ¿y después qué pasa?

-¿Recaes en tu estupidez, muchacho? Yo conduzco a mis dos hombres al Amú-Durja; el pelotón de usbekis nos de­tiene, nos hace prisioneros a los tres... ¿Comprendes?

-¿Y no informaremos de esto al señor Abei?

-Se necesitarían de quince a veinte días para llegar a la estepa de los sartos y no contamos ni podemos fiarnos de nadie. Lo sabrá todo a nuestro regreso.

-¿En qué paraje se encuentra ese jefe usbeki amigo tuyo?

-En Georlu-Tochgoi ... ¿Sabrás hallarlo?

-Allí pesqué muchas veces con los somorgujos, cuando era niño, la deliciosa "garitsa" que tanto abunda.

-Entonces, hijo mío, parte sin pérdida de tiempo y trata de llegar entero a ese lugar.

-Adiós, Karawal.

El joven Dinar se echó a la espalda una alforja con víve­res, remontó la duna y desapareció tras ella.

-¡Así es como se dirigen los negocios! -murmuró Ka­rawal refregándose las manes alegremente-. Comparado conmigo Hadgi, que asumió la jefatura de los "águilas", no es más que un cretino.

Y fue a reunirse con sus protectores.

 

 

CAPÍTULO 7

EN LA ESTEPA DEL HAMBRE

 

 

Un poco antes de amanecer, para aprovechar la frescura matutina los tres viajeros reemprendían la marcha a través de la interminable estepa donde reinaba un silencio im­presionante. A pesar de la estación avanzada, a las pocas horas el calor era abrasador y ponía a dura prueba la resis­tencia de Hossein y Tabriz, habitantes de una zona relativa­mente fresca y ventilada. En cambio, el otro compañero se mostraba incólume a los ardores del sol y al polvo que levantaban sus pies, bien aclimatado como estaba a esa atmósfera agobiante. A mediodía, aprovechando el poco de sombra de una duna muy elevada, hicieron una pausa de varias horas; reanudaron luego el fatigoso andar y con las últimas claridades del crepúsculo alcanzaron felizmente el segundo oasis, formado. por un grupo de árboles que ocu­paban dos o tres hectáreas de terreno.

-¡Que Allah te condene al infierno, "loutis"! -dijo Tabriz, que ya no daba más, tirándose sobre las hierbas al llegar-. ¡Nosotros no tenemos tus piernas para esta clase de caminatas! ¡No nos asustan trescientas millas a caballo, pero nos agotan tres mil metros a pie!

-Mi señor -le contestó humildemente el hipócrita- en la estepa del hambre no debe uno detenerse si quiere salvar, la vida... Mira, el calor casi ha hecho que se evapore nuestra provisión de líquido.

-¡Me siento como si hubiese atravesado el Asia entera! -replicó el otro.

-¿Encontraremos al menos agua? -preguntó Hossein, también tumbado en el suelo.

-Así lo espero, mi señor. Permanezcan aquí mientras yo voy a buscarla.

El bandolero empuñó el "yatagán" que llevaba a la cintu­ra, tomó el odre ya semivacío y se internó en la arboleda no sin cierta aprensión, pues sabía que esos parajes eran muy frecuentados por animales feroces. Como era su cos­tumbre, iba monologando entre dientes.

-Me gustaría saber si ese tonto de Dinar se paró aquí. Tiene buenas piernas y...

Se interrumpió bruscamente corrió a ocultarse detrás del tronco de un grueso plátano e surgía aislado en medio de un grupo de arbustos.

-Querido Karawal -continuó cuando se hubo tranquili­zado un poco- una rama no se rompe sola a menos que sople un fuerte viento, según me enseñó mi padre...

Se mantuvo inmóvil espiando con los sentidos aguzados a su alrededor y pasados algunos minutos sin que notara nada sospechoso, prosiguió su camino husmeando el aire como los perros de caza. Había avanzado tina veintena de pasos cuando oyó un ruido igual al de un cuerpo que cayera a un pozo.

-Parece que bebida no falta -masculló-; ahora hay que averiguar quién es el que está bebiendo... ¡Atención, amigo!

Separó unas ramas y descubrió una abertura redonda de una docena de metros de circunferencia llena de un líquido clarísimo. En la superficie se veían círculos concéntricos que se ensanchaban hasta romperse en los bordes.

-Alguien ha cruzado el estanque -se dijo poniéndose inquieto.

Miró en tornó y dio un rápido salto al agua en la que se hundió hasta las caderas. Un animal que se hallaba ocul­to entre los arbustos acababa de saltar también y caer en el mismo punto en que Karawal se había encontrado: un solo segundo de vacilación que éste hubiese tenido lo habría puesto entre las garras del agresor el cual, desilusionado, emitió una suerte de balido similar al de la oveja.

-Sé que no eres un cordero, mi amigo -exclamó el ban­dido- y también lo que vales. Conozco tus uñas pero no me agarrarás tan fácilmente... ¡Un guepardo! ¡Peligroso vecino!

El animal no era mayor que una oveja y tenía la cabeza de un perro, pequeña y alargada, el cuerpo de un gato de grandes dimensiones; las patas altas, el pelaje largo e hir­suto, de color gris amarillento con manchas negras y marro­nes. Pariente próximo de la pantera y del leopardo, aunque de menor corpulencia, es tan audaz y feroz como ellos; pega saltos extraordinarios y es un temible cazador, pues corre con tanta velocidad como las gacelas. Sin embargo se deja domesticar fácilmente y árabes e hindúes se sirven de él como auxiliar en la caza.

El guepardo daba vueltas alrededor del estanque soplan­do y bufando, pero sin osar poner las patas en el agua. Karawal no ignoraba que estos animales no se deciden nun­ca a cruzar un río por pequeño que sea, porque tienen a la mojadura la misma aversión que los gatos. Con todo, se había situado en el centro del estanque para evitar que tuviese la tentación de echarle las zarpas.

-Aquí no corro peligro -pensó- pero me encuentro in­movilizado. ¿Cómo saldré si los otros no vienen a socorrerme?

Mientras tanto la fiera, cada vez más exasperada, corría en torno a la circunferencia buscando el punto más cercano para pegar el brinco. De cuando en cuando se detenía de golpe, plantábase tiesa en sus largas patas y miraba feroz­mente al "loutis" para reemprender en seguida su carrera. Por fin cansada de malgastar inútilmente sus fuerzas, se había tendido a la entrada de una espesa mata refunfuñan­do sordamente y azotándose los flancos con la cola como un gato irritado.

-¡Héme aquí sitiado! -murmuró el bandido-. ¿Qué ha­cen mis dos protectores que no acuden en mi ayuda? ¿Se habrán quedado dormidos?... ¡Yo no puedo medir mis uñas contra las garras de un guepardo...!

En ese instante la bestia volvió la cabeza, dio un reso­plido, se incorporó y aguzó la vista.

-Debe de haber percibido algún rumor -indujo el sitia­do-. Tal vez sean mis compañeros que llegan. ¡Y sería tiempo!

El guepardo daba evidentes señales de inquietud y se preparaba a alejarse de la mata cuando sonaron dos deto­naciones a corto intervalo una de otra. Se le vio entonces replegarse sobre sí mismo y luego caer para no volver a levantarse más.

-¡Gracias, mis señores! -dijo simplemente el bandido apresurándose salir del estanque-. Me encuentran fresco como una rosa y bien bañado.

-¿Y con mucho miedo? -le preguntó Hossein, que fue el primero en aparecer con la pistola en la mano.

-Ni siquiera un adarme, mi señor, se lo aseguro -con­testó Karawal-. El guepardo no podía atacarme porque el agua me servía de trinchera.

-Pero te tenía bien asediado -le hizo notar Tabriz.

-Eso es verdad, señor, y ya empezaba a impacientarme. ¿Sospecharon ustedes que me había ocurrido alguna mala­ventura?

-Es más, creímos que sólo encontraríamos tu cadáver -respondió el sobrino del "beg".

-Todo está bien cuando termina bien -sentenció el "bailamonos"-. Ahora calmen su sed, mis señores, en esta agua que es de manantial y no existe otra tan buena en toda la estepa del hambre.

-Y debe saber al polvo que llevabas encima -bromeó el gigante.

-No es culpa mía, señor; no podía dejarme devorar como si fuera un pastel para no ensuciar el estanque.

Bebieron largamente y regresaron al punto que habían escogido para acampar dejando a la fiera allí tirada por ser su carne incomible. Tabriz había descubierto dos nidos de avutardas y recogido una veintena de huevos al parecer frescos, que puso a cocer entre cenizas.

-Pasaremos aquí la noche -dispuso Hossein-; las mar­chas en estos terrenos ondulados abisman a los más fuertes.

-Yo no tengo ningún apuro, mi señor -declaró el "loutis"-; llegar al río diez días antes o después, me es exacta­mente lo mismo.

Cenaron dividiéndose fraternalmente los huevos, recogie­ron leña para mantener el fuego en previsión de que hubiese ocultas otras fieras en los alrededores, y se tendieron sobre la hierba. La noche pasó tranquila, turbada tan sólo por los aullidos de una pareja de lobos, y cuando aparecieron las primeras luces de la aurora emprendieron nuevamente su andar en busca del oasis de Kara Kum. No soplaba la más leve brisa, pero a pesar de ello, algunas cortinas de arena ondeaban hacia el occidente, que era la dirección que lleva­ba la pequeña comitiva.

-¿Nos amenazará . otra "burana"? -interrogó Hossein.

-No, señor -fue el parecer del amaestrador de monos que observaba atentamente el horizonte-; la atmósfera está limpidísima y no advierto ningún cirro que anuncie viento.

-Sin embargo -observó el gigante- esos polvos se le­vantan en forma de torbellino y no podrían hacerlo si no fuesen aventados.

-La causa debe ser algún grupo numeroso de animales -presumió Karawal.

-¿Gacelas? -preguntó el joven. -No, ejemplares más grandes.

-Elefantes no deben ser -significó Tabriz- porque nunca los hubo en la estepa.

-Apostaría a que son onagres -opinó el "loutis"-. Algunas veces se dejan ver por estos eriales y siempre en grandes manadas. Hay que cuidarse de ellos, porque cuando corren no los detiene ni un cañonazo y tiran coces muy poderosas. Un día recibí una que casi me deja muerto. Cuando cargan lo mejor es aplastarse detrás de alguna duna y dejarlos pasar sin intentar hacer fuego.

-Yo comería con gusto un poco de asado de onagre -confesó el coloso-. La carne de estos asnos silvestres es apreciada’ hasta por los emires.

-Se dice que no falta ningún día de la mesa del cha de Persia -añadió Hossein.

-Pues tendrán que esperar otra ocasión para saborearla -significó Karawal.

Las nubes de arena continuaban y cambiaban brusca- . mente de dirección, como si las bestias que las producían se divirtiesen en galopar sin rumbo fijo. Por cierto que esa es la costumbre de los onagres, los cuales se pasan el día compitiendo entre ellos a quien es más veloz y sólo se detie­nen algunos momentos para comer un poco de gramínea.

-Pues parece que ahora se están entreteniendo en asus­tarnos, porque obstruyen el camino -observó Tabriz­señal de que nos han visto.

-Sí, también yo me he dado cuenta de ello -manifestó el bandido con cierta preocupación.

-¿Qué hacemos, entonces? -preguntó Hossein.

El "loutis" estaba por contestar cuando aparecieron entre las nubes de polvo los primeros grupos de onagres galopando desenfrenadamente. Este animal es parecido al asno co­mún, tiene su mismo tamaño, pero sus formas son más esbeltas, las orejas menos largas y el pelaje grisáceo con una línea longitudinal negra en el dorso que se cruza con otras dos a la altura de la espalda.

-¡A ocultarse! -gritó Karawal con voz tonante.

Con pocos saltos ganaron la duna más cercana, de un par de metros de alto y cien de extensión, cavaron apresurada­mente algunos pozos y se tendieron uno al lado del otro. Eran lo menos cuatrocientos los asnos silvestres, y salva­ban con rapidez prodigiosa las dunas que encontraban a su paso. Delante iban los machos, seguían los más jóvenes y luego las hembras, pero detrás de éstas había una retaguar­dia formada por los ejemplares más fuertes. Cuando llegaron a la altura detrás de la cual se guarecían Hossein y sus compañeros, se detuvieron un breve instante y la cru­zaron levantando una enorme columna de polvo. Era tal la impetuosidad de su carrera, que pasaron sobre los tres hombres sin tocarlos con sus cascos.

-¡Salvados! -exclamó Tabriz poniéndose en pie de un salto, con una pistola en la mano.

Pero había cantado victoria demasiado pronto, porque en ese momento aparecían dos masas amarillentas en lo alto de la duna persiguiendo a la manada.

-¡Atención! -advirtió al verlas-. ¡Leones!

-¡Huyamos! -gritó a su vez el "loutis"-. ¡Pronto! ¡Pronto!

Una suerte de cerro de arena de unos diez metros de elevación surgía a unos cincuenta pasos y hacia él corría desesperadamente el bandido.

-¡Piernas, señor! -recomendó el coloso a su patrón, siguiéndolo.

En el tiempo que dura un relámpago alcanzaron la cúspi­de del cerro y se aprestaron a defenderse. Los leones, ad­vertidos un poco tarde de su presencia, se quedaron inde­cisos entre acometerlos o seguir detrás de la velocísima presa que perseguían. Los onagres habían aprovechado su detención para ganar distancia.

-¡Esos pícaros nos han dejado en la estacada! -protestó el "bailamonos"-. ¡Como las fieras ya no podrán alcanzar­los, ahora se echarán sobre nosotros! ... Son macho y hem­bra y probablemente deben de estar hambrientos.

-¿De dónde pueden venir estos leones? -quiso saber Tabriz-. En nuestra estepa nunca he visto uno.

-Seguro que de los desiertos de Persia -susurró Karawal-. Hay muchos en ese país.

-¡Cuidado! -avisó Hossein-. Se acercan.

Las bestias carniceras habían cruzado la primera duna. Eran de talla más bien pequeña pero muy temibles por su extremada agilidad. No parecían tener mucha prisa por ata­carlos y los observaban con cierta inquietud a juzgar por el movimiento de sus colas.

-Tomemos posiciones -sugirió el gigante-. Yo cuidaré esta parte y ustedes la contraria, pues tengo la impresión de que atacarán por ambos lados.

-A menos que esperen la noche -apuntó el amansamonos.

-¿Y nos tendrán aquí quemándonos al sol y sin tener nada que llevamos a la boca?

-Ya te resarcirás después con un muslo de león -lo consoló su señor.

-Pésimo bocado, señor; valía más el guepardo.

-Parece que las bestias están de consulta -dijo el sobri­no del "beg" que no las perdía de vista. Vuelto a Karawal inquirió-: ¿Están cargadas tus pistolas?

-Sí, señor, pero dudo que la pólvora prenda: todavía debe estar mojada.

-Yo no tengo más que una carga. ¿Y tú, Tabriz?

-Dos, patrón; algo es algo. Empero tenemos los "cangiares", que también valen... ¡Ah, parece que los señores leones están explorando! ¡No los creía tan prudentes!

-Procuran ganarse la comida sin exponer la piel -co­mentó el bandido.

Las dos fieras, después de haberse aproximado a la pe­queña colina casi arrastrándose por la arena, se habían separado y cumplían el giro en sentido opuesto, con los ojos puestos en la altura, como si la midieran para elegir el punto más favorable al asalto. Concluida la exploración se habían echado el uno junto al otro y emitían roncos rugidos.

-Es el asedio -dijo el "loutis"-. Anoche fue el gue­pardo, hoy los leones: voy a terminar en el vientre de una bestia feroz...

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 8
EL ATAQUE DE LOS LEONES

 

 

Los animales carniceros de cualquier *taza, que no va­cilan en atacar gacelas, antílopes y hasta jirafas en pleno día, no se atreven con el hombre aunque estén hambrien­tos. Se diría que su mirada los hacen titubear y esperan las tinieblas para agredirlo. Los dos leones, quizás impre­sionados también por la actitud resuelta de los tres viaje­ros, estaban esperando que desapareciera el sol para obrar.

-Comienzo a creer que tengan el estómago menos va­cío de lo que nos imaginábamos y que anoche han dis­frutado de una cena más copiosa que la nuestra -opinó el coloso.

-Estamos perdiendo un tiempo precioso -lamentó Hossein.

-En cuanto pasemos el Amú-Darja dispondremos de los caballos que queramos y en un par de días alcanzare­mos la tienda del "beg", señor -lo alentó el servidor.

-¡Con tal que ella estuviese allí...! -murmuró el jo; ven que sólo pensaba en Talmá.

-Silencio, señor; éste no es el momento oportuno para hablar de estas cosas... ¡Mire! Los leones se permiten el lujo de echar una siestita... ¡Si los pudiera sorprender les acariciaría bien el lomo con mi "cangiar"! ...

En efecto, las fieras al ver que los hombres no aban­donaban la altura, habían colocado la cabeza entre las patas delanteras y entornado los ojos. Al coloso ya em­pezaba a aburrirlo aquella situación y suponiendo que se hubiesen realmente dormido, había decidido tentar un golpe audaz.

-¡Pase lo que pase, voy a embestirlos! -dijo.

-¡Te acompaño! -declaró el sobrino del "beg".

-¡Es una locura, señores! -les previno Karawal.

No era por sus vidas que se preocupaba el bandolero, sino porque si eran despachurrados por los leones él se encontraría solo para afrontarlos.

-Quédate aquí si tienes miedo -le dijo Tabriz.

-Yo no soy un guerrero como ustedes, señores, sino un pobre "loutis" -lloriqueó el taimado.

-Permanece, entonces -concedió Hossein.

Los dos turquestanos armaron sus pistolas, desenvaina­ron los "cangiares" y con infinitas precauciones iniciaron el descenso del cerrito para ver de acercarse a las fieras hasta tenerlas a tiro. Estas parecían verdaderamente dor­midas, pero cuando ya estaban a mitad camino detonó eh los ámbitos un rugido tan potente como un trueno. El ma­cho había saltado como movido por un resorte, con la crin erizada, y se había encogido preparándose para el gran brinco.

-¡Atento, señor! -gritó el gigante.

La fiera había arremetido contra el joven que se hallaba eh un plano más bajo, pero éste le hizo fuego con una calma admirable, deteniéndolo eh su impulso y haciéndolo rodar casi a los pies de Tabriz.

-¡Ahora me toca a mi! -aulló el servidor propinándole un formidable golpe de "cangiar" eh la cabeza.

La leona eh tanto, al oír el rugido del compañero tam­bién se había incorporado, pero tuvo un instante de hesi­tación que aprovechó el coloso para descargarle las dos pistolas. Profirió un bramido lamentoso y a largos saltos se perdió entre las dunas.

-¡Eh, "loutís"! -gritó Tabríz-. ¿Has visto cómo los hombres de la estepa turquestana saben matar a vuestros leones?

-Tiran ustedes mejor que los cosacos del Don -se limi­tó a expresar el bandido.

-Ahora podemos continuar nuestro viaje -consideró Hossein-. Hemos perdido demasiado tiempo y llegaremos a hora tarda al oasis de Kara Kum.

Bebieron unos sorbos de agua del odre y se pusieron eh movimiento procurando caminar lo más ligero posible. Al­canzaron la meta completamente deshechos, muertos de hambre y sedientos, tres horas después de ponerse el sol. pero en ese terreno más vasto, poblado de árboles y de rica vegetación, no sólo encontraron agua fresca, sino gran can­tidad de huevos de avutarda, por existir allí una inmensa colonia de estas aves. Comieron de buen humor al margen del pozo y luego, mientras uno de ellos montaba guardia y mantenía el fuego encendido para alejar a posibles fie­ras, los otros dos dormían a pierna suelta.

Los días que siguieron fueron una monótona secuencia de marchas por la ilimitada estepa, interrumpidas sola­mente para comer algo y descansar un poco, y cuando cum­plían la sexta jornada descubrieron por fin la zona um­brosa que se extiende a lo largo del Amú Darja. El pseudo. domesticador de mohos había maniobrado de modo de’ desembocar cerca del puesto quirguizo comandado por su amigo.

-Señores -dijo cuando se detuvieron delante de los primeros árboles, fingiendo incontenible alegría- la parte más difícil de nuestro viaje la hemos superado. Ahora no tenemos sino atravesar el río y entraremos eh la estepa de los filiados que confina con la de los sartos.

-Eres un buen hombre y recibirás un regalo digno del sobrino de un "beg" -le prometió Hossein.

-¿Habrá aquí un vado? -inquirió Tabríz.

-Eso es lo difícil, señor -manifestó el bandido-; el Amú debe ser en esta parte ancho y profundo y sin una barca no podremos atravesarlo. Pero si no yerro debemos estar no distantes de una aldea de pescadores de "garitsa". ¿Conocen ustedes esos exquisitos peces que se parecen a las truchas?

-Nos interesa más conocer a los que los pescan -apun­tó el coloso.

-Si me lo permiten me. pondré a buscarlos. Tenemos todavía unas horas de luz y mis piernas aguantan perfec­tamente. Aquí pueden aguardarme tranquilos, pues estas riberas están deshabitadas; continúen andando hasta el río y enciendan fuego; me comprometo a volver con una barca.

-Bien; nosotros trataremos entretanto de procurar la cena -dijo Hossein.

El "loutís" se alejó siguiendo el margen de la arboleda y el gigante y su, señor se internaron bajo la bóveda de follaje para gozar de su deliciosa frescura al cabo de ocho días de extenuantes caminatas asaeteados por los ardientes rayos del sol.

-¡Me parece revivir! -exclamó el coloso-. Siento có­mo los poros de mi reseca piel absorben voluptuosamente la humedad de este ámbito... ¡Hasta husmeo el aire de nuestra estepa, señor! ...

-¡Se va acercando la hora de la venganza...! -dijo Hossein que se había puesto sombrío.

-¡Si, patrón; y el castigo debe ser despiadado como es

ley entre los hombres de nuestra tribu!

-Mi tío no perdonará. Lo conozco: es implacable. Pero me atormenta una sospecha.

-¿Cuál, señor?

-Que Abei le haya hecho creer que he muerto y obte­nido sustituirme al lado de Talmá.

-Descarta por ahora esos malos pensamientos e inten­temos averiguar si es posible cruzar el río sin esperar la vuelta del "loutis".

En aquel sitio el Amú tenía un ancho de más de medio kilómetro, su corriente era muy rápida y parecía profundo; además, la orilla opuesta no ofrecía ningún punto de abor­daje. Estaba formada por altísimas rocas negruzcas, corta­das a pico, que trasudaban una materia viscosa de color oscuro que se deslizaba lentamente al agua.

-Sin una embarcación no podremos pasar -manifestó el coloso- y deberemos hacerlo más arriba o más abajo de aquí, pues enfrente tenemos un terreno petrolífero: no hay sino ver el líquido que mana de aquellas piedras.

-Esperemos entonces al hombre de los monos. Sabiendo que va a recibir un premio, no dejará de volver.

-Entretanto iré a buscar algo de comer. No ha de faltar aquí algún árbol frutal.

No fue muy rendidora la excursión de Tabriz, ya que sólo recogió algunas grosellas y bayas.

-Por el momento contentémonos con esto -dijo-. El domamonos sabe que estamos desprovistos de víveres y pos traerá de seguro muestras de famosos peces.

Comieron golosamente la fruta y se sentaron bajo una gigantesca encina que extendía sus ramas en todas direc­ciones. Amo y siervo se quedaron callados con la mirada fija en la otra ribera. Ambos pensaban en lo mismo: el "beg", Talmá y, sobre todo, en el indigno causante de to­das sus desdichas. Hacía varias horas, que las tinieblas los rodeaban cuando el gigante, que observaba de tanto en tanto el curso del río, percibió algunos puntos luminosos que se reflejaban en sus aguas.

-Barcas de pesca -reconoció incorporándose-. El "loutis" nos había prometido una y viene con varias... Hubiera preferido, sin embargo, lo primero.

-¿Temes algo, Tabriz? -preguntó Hossein, que parecía salir de un sueño.

-Nunca he tenido relaciones con los pescadores del Amú, señor, de manera que no puedo decirte si son bue­nas o malas gentes.

-Si son bandidos es poco lo que podrán robarnos, por­que los bukanos del emir me sacaron hasta el último "thomán".

-Como a mí -ratificó el coloso.

Los puntos luminosos aumentaban a los vistos y comen­zaban a delinearse las siluetas de las embarcaciones; pron­to se distinguieron a los remeros que se esforzaban por vencer la correntada: eran seis unidades tripuladas cada una por cinco personas. En la proa y a la extremidad de un largo palo había una especie de bola hecha con alambre de cobre entretejido dentro de la cual ardía un hachón impregnado en petróleo. No sin cierto estupor, los dos ob­servadores notaron posados sobre las bordas, uno al lado del otro, numerosos pájaros de patas más bien largas, que parecían en libertad.

-¿Pero estos hombres se dedican a la pesca o a la caza? -exclamó Tabriz-. ¿Qué hacen allí esos avechuchos?

En ese momento una voz conocida se hizo oír desde la flotilla:

-¡Aquí estoy, mis señores! ¡Llego en buena hora!

-¡El "loutis"! -gritaron a un tiempo Hossein y Tabriz.

Con pocos golpes de remo la chalupa en que venía atracó en el sitio donde ardía él fuego y el bandolero saltó a tie­rra anunciando:

-Somos huéspedes de estos pescadores, muy buena gen­te de la que no tenemos nada que temer.

-¿Nos trasladarán al otro lado del río?

-Sí señor, pero a la madrugada, porque ahora van a emprender la pesca de la "garitsa". Por otra parte, para encontrar un lugar en que efectuar el desembarco tendre­mos que navegar río abajo bastantes millas, pues en la ribera de enfrente la pared rocosa se extiende a larga dis­tancia y detrás hay una vasta zona petrolífera. Vengan a bordo y asistirán a una pesca muy divertida.

-¿Con el vientre vacío?

-No; ya he pensado en ello. Preparé una canasta con pescado cocido, galletas de maíz, un frasco de "cumis" y pipas.

Saltaron a la barca que era la mayor de todas y los re­meros la hicieron avanzar ofreciendo la popa a la corriente.

-Dime un poco, "loutis" -lo interrogó el gigante sin dejar de comer-. ¿Qué hacen aquí esos pajarracos?

-Sirven para pescar la "garitsa", señor. Son somorgujos del mar de Aral, buceadores infatigables amaestrados para esta pesca, que se realiza especialmente en las noches oscu­ras como la de hoy.

Las seis barcas se habían colocado formando dos líneas en mitad del río y los hombres movían los remos hacia atrás para atenuar la rapidez de la corriente. En el mar de Aral y los cursos fluviales que desembocan en él, así como en los de China y del Japón, los pescadores utilizan aquellos palmípedos para obtener pesca abundante, del mismo modo que en las estepas se valen de los halcones para la caza. Ello hace a ambas operaciones además de productivas in­teresantes.

Los somorgujos, ávidos comedores de peces, tienen una habilidad excepcional para sacarlos porque pueden mante­ner mucho tiempo la cabeza bajo el agua. Bien amaestrado, cada uno de ellos puede proporcionar el sustento a una familia de pescadores. Se emplean raramente de día porque las horas más propicias son las de la noche. Los peces son atraídos por la luz que colocan en los fanales de las cha­lupas y cuando se muestran a flor de agua, obedeciendo a un silbido las aves se arrojan sobre ellos. Las más atrevidas son las jóvenes: se zambullen, aferran la presa y la llevan a su patrón, el cual podría esperarla en vano si no les hubiese puesto en el cuello un apretado anillo de bronce que les impide tragarla. Son tan estúpidas y obedecen de tal modo a su instinto, que a pesar de no poder aprovechar su trabajo, lo prosiguen hasta el fin. Reciben como recom­pensa las entrañas de las víctimas que devoran hasta el hartazgo. Un somorgujo produce por excursión de quince a veinte kilogramos de pescado, que multiplicados por los que lleva cada barca representa una respetable ganancia para su propietario.

La flotilla se deslizaba río abajo y las aves pescadoras iban y venían trayendo en cada vuelo una "garitsa" que la tripulación destripaba seguidamente. Fuera de esa tarea, sólo tenia la de renovar las antorchas de los fanales. Cuan­do llegó a una parte del río tan ancha que formaba un lago sembrado de pequeñas islas boscosas, dijo Karawal a Tabriz:

-Aquí van a realizar la gran pesca, porque es el punto donde la "garitsa" se reúne en mayor cantidad.

Empero, en las chalupas que avanzaban se produjo un hecho inesperado: los somorgujos apenas tocaban el agua se apresuraban a regresar a bordo y se negaban obstina­damente a volar de nuevo. Entre los tripulantes comenzó a manifestarse entonces cierta agitación: escrutaban el agua, olfateaban el aire, detenían la marcha. De pronto partió un clamor de la primera:

-¡Huyamos!. .. ¡Huyamos!.. . ¡La nafta! ...

Y al mismo tiempo se veía una inmensa llama que avan­zaba sobre la superficie del agua.

 

 

 

CAPÍTULO 9

ENTRE EL AGUA Y EL PETRÓLEO

 

 

Toda la región que se extiende entre el Caspio y el Aral no es más que un inmenso depósito de petróleo, extra­ordinario, inagotable, que un día proporcionará millares de millones a quien sepa explotarlo. Desde hace siglos los. habitantes de esas comarcas habían notado ciertos fenó­menos para ellos inexplicables, como la aparición impro­visa de lampos de fuego que salían de las rocas y de grietas que manaban una sustancia oleosa y de fuerte olor. Era el petróleo que, como se ha comprobado en estos últi­mos años por las numerosas perforaciones realizadas, se encuentra a poca profundidad, sobre todo en las proximi­dades del mar Negro, donde se levanta la ciudad de Bakú, sagrada para los adoradores del fuego a causa de la peren­ne llama que brota del intersticio de un peñasco.

Toda esa extensa zona ha permanecido infructuosa hasta nuestros días, pues recién en 1870 atrajo la atención de los hombres de ciencia y de los industriales, que vislumbraron su incalculable riqueza. De los pozos que se cavaron en la parte meridional, el mineral líquido brotó en cantidad tan grande que no pudieron contenerlo con ningún medio y un verdadero torrente fue a perderse en el mar Caspio poniendo en serio peligro a las naves que circulaban por él. Y de un día al otro, el precio del petróleo bajó a ¡un céntimo por litro! ...

Pero no solamente en las cercanías de esos mares existen yacimientos de ese combustible: todo el Turquestán sep­tentrional es uno de ellos, enorme, inacabable donde se le encuentra bajo los cauces de los ríos y lo trasudan las rocas. A veces, por un sacudimiento sísmico u otras causas ignoradas, se desprenden de hendeduras y grietas columnas de gas que forman en la superficie del agua millones de burbujas. Bastaría un fósforo encendido para provocar llamitas parecidas a las que producen los picos del alumbrado y ofrecer un espectáculo fantástico y poco peligroso para los navegantes. Pero si con el fluido se ha deslizado el aceite, ¡ay de ellos! porque se verían los barcos envueltos en un mar de fuego del que difícilmente lograrían salir.

Al grito de angustia lanzado por los tripulantes de la primera chalupa siguieron los de las otras: el petróleo ardía y amenazaba de muerte espantosa a los pescadores; los somorgujos, asustados, habían levantado el vuelo hacia las islas. Tabriz y Hossein, lo mismo que Karawal, voceaban como los otros:

-¡A los remos! ¡A los remos!

Un momento de retardo hubiese significado el fin para todos. Así lo comprendió el jefe de la flotilla, quien or­denó:

-¡A las islas...! ¡Coraje!...

Las seis barcas se pusieron en movimiento aprovechando que el agua delante de ellas todavía no se había incendiado y mientras los remeros les imprimían la mayor velocidad, los timoneles se apresuraban a apagar las teas de los fa­nales. El cuadro que ofrecía el lago era impresionante: se había convertido en un infierno de fuego y las llamas, de varios metros de altura, corrían detrás de las embarcacio­nes e iluminaban con luz intensa, enceguecedora, las islas y la costa; el agua bullía crepitante como si un volcán se hubiese abierto en el fondo. Los pescadores, después de un cuarto de hora de esfuerzos, pudieron ganar la mayor de las superficies de tierra que sobresalían en el lago, ya que el incendio les impedía llegar a la ribera. Desembarcaron a toda prisa, arrastraron al seco las barcas y se dejaron caer bajo los altos juncos que allí crecían.

-¡Linda aventura! -exclamó Tabriz echándose entre Hossein y Karawal-. ¿Cómo terminará?

-Confío que bien -contestó el "bailamonos"-. Espe­raremos a que el petróleo acabe de arder e iremos a des­ayunarnos a la aldea de los pescadores con algunas doce­nas de "garitsas".

-¡Al diablo con tus peces! -le espetó el gigante-. ¡A causa de ellos casi nos asamos vivos! -No es mía la culpa, señor.

-Si lo hubiese sido ya no tendrías la cabeza unida al tronco...

El fuego en lugar de amenguar parecía ir en aumento; un torrente descendía por el río y su resplandor iluminaba

todo el espacio visible. Tabriz contemplando los peces co­cinados que arrastraba la corriente, comentó:

-¡Que lástima no poder meter la mano ahí dentro! ¡Hay comida como para quinientas personas!

Hossein no contestó: observaba preocupado las llamas que circundaban la isla y hacían crepitar las cañas y juncos de los bordes. Los pescadores sin embargo, no se mostraban impresionados: ese fenómeno de apariencias tan terribles no debía ser nuevo para ellos y conocerían su duración. Tendidos entre las hierbas y protegidos del calor y del humo por las plantas, miraban con todo sosiego las altas llamaradas que la corriente empujaba hacia la desemboca­dura del lago. Unas horas después el, fuego comenzó a decrecer, la luz a mermar y pronto las sombras recuperaron de nuevo su imperio.

-No creía que esto terminase tan satisfactoriamente -declaró el gigante a su joven señor-. Tenía miedo de terminar mis días asado como un carnero.

Hossein acogió sus palabras con una leve y triste sonrisa.

-Patrón -prosiguió él coloso- nunca te he visto tan preocupado. Deberías pensar que sólo estamos a algunos centenares de pasos de nuestra estepa.

-Calla, Tabriz -le pidió el cuitado.

-¡Es una gran verdad que uno nunca está contento en este mundo...! -rezongó el abnegado servidor.

Aunque el peligro ya había desaparecido, los pescadores esperaron a que se hiciera de día para volver a poner en el agua sus embarcaciones y apenas lo hicieron, los somor­gujos ocuparon en ellas sus’ puestos. La flotilla atravesó el lago y al cabo de una milla de navegación atracó frente a una aldehuela defendida por una especie de reducto artillado con falconetes, sobre el cual flameaba el estan­darte verde del emir. Cuando los dos turquestanos lo vie­ron, se cruzaron una mirada llena de aprensión.

-Dime "loutis" -le preguntó Tabriz al bandido con aire amenazador-. ¡Adónde nos has conducido?

-A una aldea de pescadores, señor -contestó el inter­pelado.

-¿Y esa bandera?

-Son súbditos del emir, señor, pero estoy seguro que no nos darán ningún fastidio. No formaban parte de la cara­vana ni habrán sabido todavía, seguramente, la caída de Kitab.

-¿No hay usbekis en aquel reducto?

-¿Qué puede importarles si algunos viajeros les solicitan que les dejen cruzar el río?

-Puede que tengas razón -admitió el coloso un tanto tranquilizado por las palabras del bandolero.

Desembarcó con Hossein esperando poder cruzar a la otra orilla una vez descargadas las barcas de la pesca.

-Vamos a desayunarnos en la choza de un amigo mío -propuso Karawal-. Antes de una hora no concluirán de vaciar las chalupas y en ese tiempo podremos saborear alguna sartenada de peces.

-Siempre que no perdamos mucho tiempo -aceptó el gigante-. Las emociones nocturnas me han abierto el ape­tito. ¿Vamos, señor?

Hossein, siempre taciturno, los siguió y entraron en una tapera con las paredes de barro y el techo de paja en la que se encontraba un joven no mayor de veinte años ocupado en freír pescados en una sartén de cobre llena de grasa de camello.

-Patrón -le dijo Karawal cambiando con él una rápida mirada- sírveles algo a estos señores.

-Tengo listas algunas docenas de "garítsas" -mani­festó el cocinero, que no era otro que Dinar-. Están a punto y las preparaba para el comandante del fuerte.

-Le cocinarás otras más tarde -le dijo el "loutís"-. Te vamos a pagar.

El jovenzuelo colocó bastantes peces en un plato de creta y los puso delante de los huéspedes, que se habían acomodado alrededor de una tosca mesa, la única del local.

-Señores -propuso Karawal después de haber comido un poco de la fritura- si ustedes quieren, mientras termi­nan de comer yo iré a contratar la barca y así, dentro de un cuarto de hora estaremos en el otro lado de la frontera.

Los consultados asintieron y continuaron saboreando las "garítsas" con gran apetito. Cuando hubieron vaciado el plato, dijo el coloso a Hosseín:

-Ese bribón de "loutís" tenia razón en alabar a estos excelentes pobladores del Amu-Darja, señor. Nunca había comido un pescado tan sabroso y engulliría con gusto al­gunos más.

-Encárgalos si ’lo deseas -le contestó el joven-. Le haremos pagar a nuestro acompañante y después lo resar­ciremos de todo.

-¡Eh, buen hombre! -gritó el coloso-. ¡Fríenos otro tanto!

-Cuando me hayan dicho quiénes son y dónde van - respondió una voz que no era la ya conocida del cocinero.

El gigante y Hosseín se volvieron rápidamente y advir­tieron que en lugar de aquél, que había desaparecido, se hallaba en el umbral de la puerta un hombre barbudo, de aspecto poco tranquílízador, que llevaba un verdadero ar­senal de armas en la cintura. Detrás de él se veían una media docena de usbekís tan pertrechados como su jefe.

-¿Quién eres tú y qué quieres? -le preguntó Tabríz levantando el pesado escaño en que estaba sentado.

-Un oficial del emir de Bukara -contestó el intruso con soberbia, desnudando uno de sus "cangiares".

-Entonces mándame al cocinero para que nos prepare otra sartenada de "garítsas" y te permitiremos que las saborees en nuestra compañía.

. --¿Yo con ustedes? -exclamó el oficial haciendo un ges­to despreciativo.

-¡Eh, tú, el hombre! ... ¡Aprende que este señor que está conmigo es el sobrino de uno de los "begs" más fa­mosos de la estepa... ! ¡Abajo la gorra!.

-¡Ustedes son dos bandidos buscados por mi señor! - replicó el oficial-. ¡Entréguense o los hago pedazos!

Pero no pudo seguir hablando. El gigante, asaltado de un improviso acceso de ira, le había descargado la silla en la cabeza con tal fuerza que lo tumbó al suelo sin sentido. Los que le seguían trataron de irrumpir en la choza con los "yataganes" en alto, pero Hosseín con un movimiento fulmíneo alzó la mesa y la arrojó contra la puerta obs­truyéndoles el paso.

-¡A ellos con los "cangiares", Tabríz! -gritó luego.

Los usbekís, detenidos de golpe, espantados por la im­ponente mole del coloso y viendo agitarse sobre ellos las dos cortantes hojas, creyeron oportuno escapar dejando abandonado el cuerpo de su jefe.

-¡Hemos sido traicionados, señor! -vociferó Tabríz posesionada de una terrible cólera-. ¡El "loutís" nos ha vendido!

-¡El miserable! -lo secundó Hosseín-. ¡Si me cae en las manos le voy a cortar la cabeza!. . .

-¡Y Yo le arrancaré el corazón!... ¡Canalla!

-Tenemos una buena presa, Tabríz: el oficial...

-¡Va a ser un buen rehén...! ¡Ven conmigo, amiguito!

El coloso alargó los brazos por encima de la tabla, aferró al caído por la casaca y lo levantó como si fuera un fantoche.

-Con esto reforzaremos nuestra barricada -dijo po­niéndolo delante-. Veremos si los usbekis se atreven a fusilar a su comandante.

-No creo que mejore mucho nuestra situación, Tabriz -opinó Hossein-. ¿Cómo podremos resistir sin municio­nes?

-¿Y estas pistolas, señor? -indicó el servidor reco­giendo las que llevaba el barbudo. Cuatro balas son algo cuando se las sabe emplear... ¡Ah, "loutis" bandido!... ¡Y nos aseguraba que ésta era una aldea de pescadores...! ¡Si le pongo la mano encima...!

Dos docenas de soldados del emir habían aparecido a breve distancia armados de mosquetes: los mandaba un individuo de mediana edad, con un turbante verde en la cabeza y que tenía el aspecto de un santón.

-¿Quién será ese mamarracho? -exclamó Tabriz que espiaba por la abertura entre el borde de la mesa y el dintel de la puerta-. ¡Si confías en tu turbante para sal­varte de nuestros tiros.. . ! ¿Comenzamos, patrón?

-Esperemos que se acerquen más -dijo Hossein que se había arrodillado detrás de la tabla.

-Procuraremos dar una buena lección a estos asaltantes.

 

 

CAPÍTULO 10

DOS CONTRA VEINTICUATRO

 

 

Los usbekis que habían fugado ante la decisión y el co­raje de los turquestanos, volvían reforzados y deliberaban a unos cincuenta pasos sobre la mejor manera de apo­derarse de los recalcitrantes. Luego, temiendo alguna ino­pinada descarga, se habían tendido detrás de una mata de arbustos.

-¡Uhm!... -murmuró el gigante-. ¡No me parecen muy corajudos estos soldados del emir! ¡Con dos docenas de hombres yo habría tomado a esta hora, de asalto, su reducto!

-¡No te adelantes, Tabriz! La partida no ha comenzado todavía. Has olvidado que en el reducto hay falconetes y que esta tapera tiene las paredes de barro. .. -lo amo­nestó el joven, que no participaba de su optimismo.

En el mismo instante partió de la mata un tiro de fusil que fue a incrustarse en la mesa que les servía de barri­cada. El coloso dio un salto y se puso al reparo detrás de la puerta.

-Por lo visto se han decidido -dijo sonriendo-. ¡Son más prudentes que conejos.:.!

-¡Calla, Tabriz, y trata de no exponerte!

-No temas, señor. Voy a dejar que derrochen sus muni­ciones. También yo tengo apego a la vida, al menos hasta el día en que te vea vengado.

Una descarga siguió a su discurso: las balas penetraron en la tabla, en las paredes y en el techo.

-Patrón, tengo una idea que me parece buena. No te asustes si me oyes gritar, al contrario, imítame.

Resonó una segunda descarga: el gigante lanzó un ala­rido como si hubiese sido herido de muerte.

-¡Grita también tú, patrón! ... ¡Fuerte! ¡Fuerte!. . .

Aunque Hossein todavía no había captado la intención de su servidor, profirió un aullido salvaje.

-Ahora, silencio -le susurró Tabriz-. Finjámonos muertos.

Los sitiadores al oír los gritos se habían levantado con los fusiles humeantes; permanecieron quietos algunos mi­nutos y al no percibir ningún rumor procedente de la choza, alentados por el tipo del turbante verde, avanzaron algunos pasos; luego como los ocupantes no dieran señales de vida, creyeron que ya no la tenían y decidieron retirar sus cadáveres del interior. Eso hizo que no tomaran la pre­caución de cargar sus mosquetes.

-¡Atención, patrón! -murmuró el gigante, que se man­tenía oculto detrás del batiente de la puerta-. Cuando sea el momento, cáeles encima saltando por arriba de la mesa.

El que iba a la cabeza del pelotón se había adelantado blandiendo una descomunal cimitarra y cuando estuvo a tres o cuatro pasos de la tapera empezó a gritar:

-¡Ríndanse!... ¡Ríndanse!...

Como no obtuviera ninguna respuesta, esperó todavía un rato y luego declaró volviéndose a sus hombres:

-Están verdaderamente muertos. No esperaba de uste­des que tirasen tan bien...

Los veinticuatro soldados avanzaron valientemente, pero cuando estaban por remover la mesa, Hossein y el inmenso Tabriz la salvaron de un salto y cayeron sobre ellos ha­ciendo resonar el grito de guerra de su tribu:

-¡"Uran"! .. ¡"Uran"!.. .

El ataque fue tan inesperado que produjo un desbara­juste: los dos primeros golpes de "cangiar" derribaron a la pareja de usbekis más adelantada con las cabezas par­tidas; el coloso con su sola presencia inspiraba pánico. Los atacantes, convertidos en atacados, se pusieron a disparar como liebres en pos de su jefe que marcaba el tiempo de la velocidad.

-Creo que por el momento tienen bastante -consideró Tabriz-. Pero pronto habrá que cuidarse mucho de las balas, pues van a caer como lluvia sobre nosotros.

-Mientras sean de fusil no me preocupan -expresó el joven- lo malo sería que se sirviesen de los falconetes que tienen en el reducto.

-Hasta ahora no han pensado en ellos; si llegaran a tener esa ocurrencia, no podríamos resistir mucho. -¿Qué hacen ahora esos poltrones?

-Nos están espiando y cambian ideas... ¡Parece que les agrada más parlotear que combatir! ... No, me enga­ñaba: van a consumirle más pólvora al emir.

Salieron algunos tiros de la mata que sólo produjeron ruido y humo, ya que las balas de esos viejos mosquetes no lograban atravesar las paredes de barro ni la mesa de un espesor poco común.

-¡Adelante! ¡Música! -voceaba el gigante que parecía divertirse enormemente-. ¡Hace falta algo más que vues­tros ruidosos fusiles para vencernos, estúpidos! ¡Vengan a desalojarnos con los "cangiares", si se atreven!...

De súbito pegó un salto hacia la mesa sin cuidarse de las balas.

-¿Qué haces, Tabriz? -le gritó Hossein.

-¡El miserable...! ¡Allí... ! ¡El " loutis"... ! ¡Está allí...!

-¿Con los usbekis?

-Sí, patrón... se oculta... ¡El canalla! Pero lo tendré de ojo...

-¡Sal de ahí...!

-Tienes razón, señor. Soy un idiota en exponerme así... ¡Algunos centímetros más abajo y mi cabeza estallaba...!

Una bala le había hecho saltar su alto gorro persa y desde ese momento tanto él como su joven amo se guar­daron bien de asomarse, pues la fusilería continuaba sin pausa. Cesó media hora después, como si los sitiadores se hubiesen convencido de que estaban haciendo un desper­dicio inútil de municiones.

-¿Vendrán al asalto ahora, Tabriz? -preguntó Hossein.

-No parece que tengan esa intención -contestó el co­loso-; al menos por el momento.

-¿Irán a buscar los falconetes?

-¡Eh, no lo sé, señor... ! ¡Pero no me siento muy tran­quilo...!

-¿Cuál será el fin de esta aventura...? Ya no los veo, ¿los ves tú?

-Desaparecieron todos... Habrán ido a desayunarse. Vamos a ver si encontramos nosotros también algo de comer. Mientras tú vigilas, yo hurgo.

En la mezquina habitación había algunos cajones contra las paredes y un baúl carcomido sobre el que yacía un jergón que debía servir de lecho al ocupante de la choza. Tabriz buscó en su interior y tuvo suerte de hallar varias galletas de maíz y un cacharro con pescado frito conser­vado en grasa de camello. En un ángulo encontró también un vaso de "cumis".

-Por un par de días tenemos víveres asegurados -dijo Tabriz después de realizada la inspección- y en ese tiempo pueden suceder muchas cosas... ¿Volvieron, patrón?

-No veo a nadie; se diría que han abandonado la em­presa.

El gigante no contestó; estaba muy ocupado en mover algo que se hallaba en la base de una de las paredes. Se trataba de una tabla de encina encajada en el barro.

-¿Qué haces? -quiso saber el joven.

-Algo debe de haber detrás de esto. .. -contestó el servidor tirando de la madera. ¡Es resistente! ¡Ya vas a ceder, querida; nada resiste a los músculos de Tabriz!

En uno de los fuertes tirones cedió el obstáculo y dejó al descubierto una abertura de más de un metro de cir­cunferencia que debía comunicar con alguna caverna sub­terránea o por lo menos con algún sótano.

-Señor, cuida la puerta en tanto yo hago una explo­ración.

Se deslizó y desapareció mientras su compañero tomaba posición detrás de la mesa; pero no descubría a ningún usbeki. Seguramente estarían deliberando sobre algún plan para apoderarse de los duros combatientes. En esto pensa­ba el sobrino del "beg" cuando vio penetrar en la choza un objeto humeante que lo obligó a apartarse bruscamente. Alguien había lanzado un hachón encendido.

-¡No parece que se hayan retirado...! -murmuró Hossein.

Un acceso de tos le impidió continuar. Había caído otro cuerpo junto a la puerta del cual se desprendía un humo acre y hediondo.

-¡El "alfek"! ... ¡La hierba repugnante de los pantanos amargos! ¡A eso sí que no podremos resistir...! ¡Nos van a asfixiar...!

-¡Por todos los diablos del infierno! -gritó detrás de él el gigante, que acababa de salir del pozo y se había puesto a toser-. ¡Llego bien a tiempo!

-¡Nos van a agarrar, Tabriz! El viento sopla de aquel lado y dentro de poco la choza estará llena de humo.

-Sígueme, señor. Antes de que adviertan nuestra fuga estaremos lejos...! ¡Verás qué linda jugada...!

El coloso reía despreocupadamente, lo que demostraba que no había ningún peligro. Sin pedir explicaciones, Hossein se puso detrás de su fiel servidor, quien después de haberse llenado los bolsillos de galletas y pescado había redescendido por la abertura.

-Aférrate a mi casaca, señor -le dijo- ya que no tic nes como yo ojos de gato.

-¿Adónde vamos?

-No te preocupes; corre siempre tras mío antes de que ese humo pestilente nos asfixie.

El coloso caminaba de prisa con los brazos extendidos hacia adelante: parecía que , viese realmente, porque no hesitaba ni un segundo en su avance. El joven, en cambio, andaba a ciegas por aquel corredor tenebroso en el que no se filtraba un solo rayo de luz. El suelo, al principio des­cendía, pero aproximadamente a los cien metros se empi­naba sin que la oscuridad se atenuase. Un rato después anunció Tabriz:

-Ya llegamos. He aquí el aire fresco de la colina que empieza a acariciarnos. Todavía quince o veinte pasos y haremos trabajar a los falconetes.

-¿Los falconetes? ¿Te has vuelto loco, Tabriz?

-¡Ya verás, patrón! ¡Los tomaremos por la espalda! ¡Los vamos a ahogar a todos en el río, incluso al "loutis’! ... ¡Alto! Ya estamos en la salida.

El coloso se había parado de golpe; sus manos tantearon una superficie metálica y al dar con una manija, la empujó con fuerza. Una gran claridad iluminó el corredor.

-¡Una puerta de hierro! -exclamó Hossein-. ¿Adónde lleva?

-¡Nunca podrías adivinarlo!

-¡No me impacientes, Tabriz!

-¡Ven!

Cruzaron la puerta y se hallaron en una suerte de depó­sito lleno de cajones y barriles, que recibía la luz por dos estrechas troneras.

-¿Dónde estamos? -repitió el joven.

-En un polvorín: esos barriles están llenos de pólvora, ya los inspeccioné antes.

-¿Será el reducto que vimos desde la barca?

-El mismo, señor.

-¿De modo que nos encontramos en la guarida de los lobos de Bukana? Esperemos que no nos hagan pedazos.

-No lo creo. Por lo pronto cerraremos la puerta de co­municación que es sólida y se atranca con baras de hierro. Los usbekis no entrarán en el corredor antes de que pasen varias horas.

-¿Estás seguro de que no hay nadie en el reducto?

-Cuando estuve no oí rumor alguno. Es indudable que toda la guarnición se encuentra en la orilla del río espe­rando que salgamos de la choza.

Atravesaron el depósito y pasaron a una caballeriza en

la que se hallaban cuatro hermosos corceles persas. -¡Ya tenemos con qué vadear el río! -exclamó Tabriz. -¡Son soberbios! -admiró el sobrino del "beg".

-¡Calla! ... ¿No has oído crujir una puerta? -¿Serán los soldados que vendrán a proveerse de mu­

niciones?

-¡Esto es lo que nos faltaría!.. .

En un ángulo había un montón de heno lo suficiente­mente alto como para ocultarlos y se colocaron detrás. Un paso pesado y cadencioso se hizo notar a lo largo de un pasaje cubierto que conduciría sin duda al reducto. Unos segundos después, un viejo bukaro armado de fusil entraba en la caballeriza y se dirigía al depósito de municiones. El gigante había hecho un movimiento para incorporarse, pero fue retenido por Hossein.

-Déjalo estar -le susurró-. Podría dar la voz de alar­ma. Cuando se haya munido de pólvora y balas retornará al río.

Es lo que sucedió: el hombre, a su regreso llevaba con­sigo dos bolsas de regular tamaño y se marchó sin haber notado nada. Al apagarse el ruido de sus pasos los dos esteparios se pusieron de pie.

-¡Rápido, patrón! -apremió el, gigante.

Salvaron rápidamente el recinto cubierto y salieron al aire libre donde estiba la batería de cuatro falconetes afirmada sobre un terraplén. No había ningún centinela. El comandante, seguro de que a nadie se le ocurriría llegar hasta allí, había llevado a presenciar el asedio de la ’’hoza a todos sus hombres. Tabriz buscó la puerta de salida del reducto al descampado y la atrancó con una gruesa viga.

 

 

CAPÍTULO 11

LA DERROTA DE LOS USBEKIS

 

 

El fortín que defendía los vados del Amú-Darja en ese punto de la frontera estaba situado sobre una pequeña co­lina, posiblemente la única altura de la estepa occidental. Aunque no era muy recio, ofrecía cierta importancia por­que estaba formado por un grupo de construcciones de adobe en un terraplén munido de almenas y contaba con cuatro falconetes que disparaban balas de una libra.

Desde allí los turquestanos dominaban el río en un largo trecho y a toda la aldea. Divisaron en seguida la choza que acababan de abandonar, la cual estaba aislada de todas las demás en la extremidad meridional. Delante de ella ardían hachones de leña fétida que expandían nubes de humo negro y a poca distancia se hallaban en acecho los soldados del emir fusil en mano, preparados a recibir con una descarga a los presuntos asilados. Eran unos cuarenta y a ellos se habían agregado algunos pescadores, más por curiosidad que para prestarles ayuda. Tabriz exclamó de pronto:

-¡El "loutis"! ... ¡Allá! ... ¡Atraviesa el río en una barca llevando dos caballos!

-¿Huye?

-¡Lo apostaría! Ha de haber recibido el precio de su traición y ahora trata de ponerse en salvo.

-¡No debemos dejarlo escapar, Tabriz! ¡Quiero tener a ese hombre en mis manos, pues sospecho que es uno de los "águilas" pagados por Abei!

-Espera, entonces; voy a tratar de destrozarle la barca.

-¡Te dije que lo necesito vivo!

-Haré lo que pueda por complacerte. Tú dispara contra los usbekis; yo miraré a ese perro y a su compañero, que me parece es el que nos cocinó el pescado.

Examinaron los falconetes y vieron que estaban todos cargados. Apuntaron con la mayor exactitud las dos piezas que se hallaban en las extremidades- de la batería y encen­dieron las mechas.

-¡Allá va! -anunció Hossein.

Una fuerte explosión sacudió el aire y el proyectil fue a caer en medio de los usbekis, derribando a dos de ellos. El coloso hizo fuego a su vez y la bala dio en la popa de la chalupa en que huían los dos bandoleros. Entre los soldados del emir se produjo indescriptible estupor y se desparramaron en todas direcciones profiriendo aullidos y blasfemias.

-¡A las otras piezas! -urgió Tabriz-. ¡No hay que darles tiempo de reponerse!

-Sabremos aprovechar los tiros... ¡Mira!. .. ¡La barca se hunde.

-¡Por Mahoma! ... ¡Esos miserables están ganando la costa a caballo! ... Ah, pero a lo menos nos enseñan dónde está el vado! ¡Lo aprovecharemos!

Karawal y. Dinar, al ver que la chalupa se iba a pique, se habían tirado resueltamente al agua, obligando a hacer lo mismo a los caballos y como los separaban pocos metros de la ribera, llegaron rápidamente a ella y se perdieron en la espesura. El gigante, al verlo, exclamó con acento lamentoso:

-¡Ah, señor! ¿Por qué no me permitiste matarlos?

Hossein no tuvo tiempo de contestarle: furiosos alaridos y algunos disparos de mosquete habían explotado al pie de la colina. Los usbekis se habían decidido a atacar cuando se dieron cuenta de quiénes eran los que habían ocupado el reducto.

-Patrón -sugirió Tabriz-, descarga los otros falconetes mientras yo voy a buscar más munición.

-Trae también fusiles y ten prontos dos caballos a la salida -completó el joven-. Estemos listos para huir.

Mientras el gigante se alejaba corriendo, el sobrino del "beg" se puso a buscar el sitio donde se habían ocultado los enemigos. Estos, reparados por las rocas, habían alcan­zado la base del sendero y avanzaban aguijoneados por la voz de su jefe.

-Los voy a tomar de enfilada -musitó Hossein-. Se me ofrecen en profundidad y dos balas bien dirigidas van a producir un descalabro.

Sin preocuparse del fuego de arcabuz que le hacían, res­guardado como estaba por las almenas, puso en posición las dos piezas apuntando a lo largo del sendero y las des­cargó una tras otra. La primera bala le sacó limpia la cabeza, con turbante y todo, al que comandaba la tropa, y la segunda derribó, como si se tratase de un juego de bolos, a media docena de soldados. Los demás se detuvieron un instante, indecisos entre continuar subiendo o salir disparando. La muerte de su jefe hizo que optaran por lo último: descendieron desordenadamente la vereda y gana­ron el río, donde se encontraban varias barcas ancladas. Cuando Tabriz estuvo de vuelta con las municiones, ya se habían embarcado y remaban desesperadamente.

-Te perdiste lo mejor -le dijo Hossein-. Somos due­ños de la aldea.

-¿Escaparon?

-Ya no se les ve; han de ir a buscar refuerzos. Pero no vamos a ser tan torpes como para esperarlos.

-Los caballos están listos: elegí los dos mejores.

-,Y los fusiles?

-Colgué dos de cada silla; había bastantes en el arsenal.

-Entonces, vámonos antes de que regresen y tratemos de vadear el río.

Traspusieron corriendo el declive del terraplén y alcan­zaron la puerta detrás de la cual se hallaban las cabalga­duras; atravesaron una especie de rastrillo tendido sobre un precipicio, montaron de un salto y descendieron el sendero a todo galope. La aldehuela había sido abandonada por sus habitantes ante el temor de ser ametrallados por la batería del fortín.

-Si no nos salvamos ahora, no lo haremos nunca más -sentenció el coloso-. Mahoma y Alá nos protegen.

-Así lo creo -concordó Hossein-. Y lo hacen para que yo pueda castigar al infame que engañó a mi tío, me robó a Talmá y trató de asesinarnos... ¡Al vado, Tabriz! ¡Nos espera nuestra querida estepa turana!

Los caballos no opusieron ninguna resistencia para en­trar en el agua; el fondo se tocaba a poco más de un metro y avanzaron con toda seguridad. Un cuarto de hora más tarde ponían el pie en la ribera opuesta que no era muy escarpada.

-Sigamos las huellas del "loutis" y su compañero, Tabriz.

-Dejaron un pasaje entre estas hierbas, de modo que no nos será difícil hacerlo. Estarán lejos, pero no nos llevan más de una hora de ventaja.

-¡Acelera!

Se habían internado apenas en la arboleda cuando sin-

tieron resonar un tiro de arcabuz y una voz que intimaba:

-¡Alto! ¡Son prisioneros!

-¡Prepara el "cangiar", Tabriz, y carguemos! -gritó Hossein.

Por fortuna la amenaza no tuvo consecuencia, pues con gran sorpresa, los fugitivos pudieron continuar camino sin ser molestados y penetrar en la inmensa estepa de los filiados.

-¡Esta es la libertad! -exclamó el gigante.

-¡Y la venganza! -agregó Hossein-. ¿Ves las trazas del "loutis", Tabriz?

-Sí, patrón; por aquí pasaron los dos granujas: las hierbas no se han enderezado todavía.

-¿Se habrán resignado los usbekis con su derrota o nos perseguirán?

-No creo que se atrevan a invadir la frontera...

La soberbia, verdeante llanura, donde las hierbas esta­ban constantemente en movimiento, como las olas del mar, se abría ante ellos. El sol tramontaba envuelto en un nim­bo de oro y púrpura, pero pronto la luna aparecería en todo su esplendor. En la vasta planicie no se distinguía una tienda, un animal, ni tampoco vestigios de los bandi­dos. A pesar de ello, los jinetes no perdían la esperanza de alcanzarlos.

-Antes de que lleguemos a orillas del mar Negro o a los confines de Persia, les caeremos encima -sostenía Tabriz-. Es imposible que monten caballos mejores que los nuestros.

-¿Hacia dónde crees que se dirigen?

-Lo más probable es que busquen pasar a territorio irano.

-En ese caso tendrán que cruzar la estepa de los sartos... ¡Tengo necesidad de ese hombre, Tabriz! ¡Es un testimonio precioso!

-Que yo preferiría torcerle el cuello antes que llevár­selo a tu tío.

-Cometerías un gran error, Tabriz...

-¡Mira! -lo interrumpió éste-. Dos puntos negros en el horizonte.

-¿Nuestros hombres?

-Podrían ser también dos liebres, señor. Esperemos a que salga la luna.

Hossein detuvo su montura y estudió con atención las dos manchitas que se veían en lontananza.

-Lobos no son -estimó-, más bien parecen caballos.

Reanudaron la carrera en el momento en que el sol des­aparecía por completo sumiendo la estepa en profunda os­curidad.

-Atenuemos un poco la marcha, señor, y esperemos la salida de la luna que no tardará en producirse -propuso el coloso.

-Entonces los alcanzaremos de noche.

-Sería lo mejor. En alguna parte habrán de detenerse; sus caballos no son de hierro y tendrán necesidad de un poco de reposo.

Pusieron los animales al paso a la espera ’de que una cla­ridad en el horizonte les anunciase la aparición del astro nocturno. Tabriz no apartaba los ojos de la línea marcada por los perseguidos, bien visible entre las altas hierbas. No habían transcurrido veinte minutos cuando surgió de la ex­tremidad de la planicie un gran disco de cobre inflamado que proyectaba grandes fases de luz rosa, la cual se trans- formaba rápidamente en azulada.

-Ya tenemos ahí la luna que acude en nuestra ayuda -dijo el gigante-. Vamos a ver cómo en pleno día y en este mar de verdor, los caballos de nuestros bandidos se destacarán nítidamente.

-Deben de haber hecho alto en alguna parte, porque no los percibo -observó Hossein-. También es posible que habiéndose dado cuenta de que son perseguidos, hayan forzado la marcha para ganarnos alguna milla.

-No lo creo, señor; sus animales no pueden competir con los nuestros. Lo más posible es que estén escondidos en algún sitio, de modo que hay que proceder con la mayor cautela. Pueden ser buenos tiradores, aunque nunca oí que lo fuera un "loutis" o un cocinero.

-Ya te dije que el "bailamonos" sospecho sea un "águila de la estepa".

-En ese caso la cosa cambia. Pongamos al trote los ca­ballos y seamos prudentes.

-Tengamos también prontos los fusiles.

Moderaron el paso y se alzaron sobre los estribos para abarcar con la vista mayor extensión en busca de un pun­to luminoso que descubriese el campamento de los dos pillastres.

-No se ve nada -rezongó el coloso- y no obstante siento, como los lobos cuando olfatean su presa, que nos han preparado una celada. En guardia y tratemos de ser nosotros los que los sorprendamos a ellos, ya que hay que tomarlos vivos.

Continuaron andando durante otro cuarto de hora hasta que Tabriz, que iba delante, tiró violentamente de las riendas.

-¡Alto, patrón!

-¿Hemos llegado?

-¡Encabrita tu caballo!

Un relámpago iluminó el espacio seguido del estruendo de un grueso mosquete. El animal de Tabriz, que al recibir un vigoroso golpe de talón se había empinado sobre sus patas traseras, cayó arrastrando a su jinete. Hossein dispa­ró el fusil disparando al acaso a ras de tierra. Se oyó un grito estridente:

-¡Karawal... me han muerto! ...

-¡En cambio yo estoy vivo! -replicó el vozarrón del gigante.

Con toda habilidad, en el momento de derrumbarse su montura, había estirado las piernas y abandonado los es­tribos, de tal modo que fue a parar algunos metros más lejos. Mientras se incorporaba un hombre salía de las hier­bas y huía con la velocidad de un gamo. Era el "loutis" que, sin tiempo para saltar en su cabalgadura, había cifrado su salvación en su agilidad para mover los pies. El coloso lo vio y se lanzó tras él, "cangiar" en mano, mientras Hossein lo corría a caballo. Pero cuando éste había avanzado unos pocos metros, salía volando por el aire: su montura había tropezado contra una cuerda tendida y rodado al suelo. Por fortuna las hierbas allí tenían más de un metro de alto y la caída no tuvo mayores consecuencias. Tabriz, en tanto, perseguía encarnizadamente al fugitivo, al que gritaba sin pausa:

-¡Párate, bandido, o te abro "el cráneo! ¡Es Tabriz, el gigante, quien te corre! ¡Me basta un puño para anonadarte!

El falso domesticador de monos, loco de terror, bufando como una foca, trataba de ganar distancia: parecía tener alas en los talones y la agilidad de los veinte años. Pero el coloso, con sus largas piernas, no le permitía la más peque­ña ventaja y se le acercaba cada vez más. De pronto, el mi­serable dio un tropiezo y cayó. Tabriz le estuvo rápidamente encima y tomándolo por el cuello lo levantó como a un mu­ñeco.

-¡Estás en mis manos, canalla! -bramó.

-¡Gracia, señor...! -jadeó el bandolero, sin atreverse a oponer resistencia.

-La obtendrás si hablas. Por lo pronto dame tu "can­giar" y el arcabuz y esperemos al patrón.

-¿El señor Hossein?

-¿Cómo? ¿Lo conoces? -aulló el gigante, apretándole el cuello con más fuerza, hasta hacerle salir un palmo de lengua-. ¡Ajá! ... ¡Te has traicionado! ¡No andaba tan errado mi señor!

-¡Gracia! ... ¡Me estrangulas! ...

-No lo haré ahora, ¡pero como no hables! ...

Le quitó las armas, las colocó delante suyo y le advirtió con acento terrible:

-¡Si haces un movimiento, te aplasto de un puñetazo! ...

¡Y es bueno que sepas que me bastó uno para matar un día a un camello! ¿Me has entendido?

-Sí, señor Tabriz; no soy sordo -contestó el pillastre con voz temblorosa.

En ese momento una voz que venía de detrás de la mata preguntó:

-¿Lo has apresado?

Era la de Hossein que avanzaba trayendo por las bridas su caballo y los de los bandoleros.

-Aquí lo tengo, señor, y no se escapará, te lo aseguro. El joven ató juntos a los tres animales y los hizo acostar

en el suelo; luego, armado de su "cangiar" se acercó al pri­sionero y le enrostró colérico:

Miserable! ¡Después de lo que has hecho, la muerte entre los mayores tormentos no sería suficiente para ti!

-¡Gracia, señor! -imploró el infeliz-. ¡Yo no he obra­do por cuenta propia!...

-¿Quién te pagó? ¡Habla!

-Si por mí hubiese sido, no los habría traicionado... Por otra parte no deben negar que merezco un poco de re­conocimiento, ya que sin mí no hubiesen salido vivos de la estepa del hambre.

-Es más astuto que el diablo el bribón éste –murmuró Tabriz.

-¿Por cuenta de quién has obrado? ¿Del jefe de los "águilas"?

-No, señor. Después que Talmá fue liberada por tu primo Abei, no he vuelto a verlo y creo que todavía igno­raba que ustedes se hubiesen salvado.

-¿De quién, entonces?

El malhechor vaciló un momento antes de responder.

-¡Si no lo dices te haré asar a fuego lento!

-De tu primo.

-¡De Abei!... -rugió el joven. -Sí; me había tomado a su servicio para que volviese a

Kitab a verificar si tú y Tabriz habían muerto. Quería estar seguro.

-;Ah, el infame! ... ¿Y por qué necesitaba esa compro­bación?

-Sin alguien que pudiese atestiguar tu muerte, ¿cómo habría de poder casarse con Talmá?

-¡El miserable!...

-Una palabra, patrón -terció el coloso; y volviéndose

a Karawal-: Tú debes saber quién fue que nos baleó a traición cuando hacíamos frente a los moscovitas.

-Sí; me han dicho que fue Abei.

-¡Ese vil quería a mi prometida y le era necesaria mi vida! ... Continúa: ¿Qué órdenes tenías que cumplir en Kitab?

-De ser posible, llevar los cadáveres a la estepa; en caso de que sólo estuviesen heridos, tratar de ponerlos en manos del emir, pues te había colocado encima documen­tos comprometedores.

-Ya ves, -patrón, que no me había engañado -apuntó Tabriz.

Hossein permaneció algunos segundos silencioso; luego dijo al bandido:

-Tengo derecho a matarte, pero te perdonaré la vida si declaras delante de mi tío la infame misión que te había encomendado mi primo.

-Estoy pronto a hacerlo -exclamó Karawal, respirando a pulmones llenos.

-Tabriz, ata los brazos a este hombre y colócalo a caba­llo. Partiremos al instante... ¡Tengo sed de venganza! ...

El gigante amarró sólidamente al falso "loutis"’ y los tres emprendieron la marcha al trote corto de los animales a través de la interminable llanura.

 

 

CAPÍTULO 12

LA JUSTICIA DEL "BEG"

 

 

Giah Agha, sentado en los cojines de seda de su espaciosa tienda, fumaba silenciosamente su narguile; los siervos en­traban y salían para trasmitir las órdenes que daba a los conductores del innumerable ganado que pacía en las férti­les tierras de los sartos. Esa tarde no se le veía tan se­reno como le era habitual, trabajado tal vez por algún mis­terioso presentimiento. De tanto en tanto se ponía de pie y separaba casi con rabia la boquilla de ámbar de la boca, como si el tabaco hubiese perdido de improviso su delicioso perfume y sus ojos se detenían en los cuatro halcones de Abei que gemían posados sobre los bastones en cruz. Al exterior fuertes ráfagas de viento se sucedían una u otra y agitaban el armazón de cristal, cuando se oyeron a los dos perros de guardia emitir largos y lúgubres aullidos.

-¿Quién se acerca, Karen? -preguntó el "beg".

-No distingo a nadie, señor; los mastines deben de haber olido algún animal -respondió el servidor.

-No -replicó el anciano-; si eso fuera no ladrarían así y se habrían lanzado en su busca. Sal a ver.

Karen, una suerte de mayordomo que había tomado el puesto de Tabriz, se internó en las altas hierbas aunque es­taba convencido de que patrón y perros se habían equivo­cado. Pero cuando había recorrido unos trescientos metros, llegó a su oído el galope de varios caballos. Temiendo que una banda de ladrones estuviese por irrumpir en. el campa­mento, regresó aceleradamente a la tienda para informar a su dueño:

-¿Será Abei que vuelve de casa de Talmá? –preguntó éste.

-Nunca se deja acompañar, "beg" -observó el mayor­ domo-. Además, los perros lo conocen y no harían ese alboroto.

En eso se oyeron los gritos de los cuidadores de gana­do que gritaban:

-¿Quién vive?

Una voz, tan retumbante como un trueno, contestó desde las tinieblas:

-¡Buscamos al "beg" Giah Agha, nuestro señor!

Minutos después tres hombres que montaban caballos ne­gros cubiertos de espuma, desmontaban delante de la tien­da del viejo jefe voceando:

-¡Paso a los amigos!

Aquél había dejado caer el tubo de su narguilé y se ha­bía puesto pálido.

-¿Me engañan mis sentidos o resucitan los muertos? -murmuró.

-No, tío -respondió una voz-; son vivos los que re­gresan.

Una mano levantó el paño de la entrada y un joven avanzó hasta el centro de la tienda. El "beg" profirió un alarido.

-¡Hossein!

-Sí, padre, soy yo -expresó el joven que se había puesto blanco como la creta- y vengo a pedir justicia al "beg" de la estepa turquestana.

-¡Y también yo estoy aquí! -detonó la voz de Tabriz.

Giah Agha había quedado inmóvil de sorpresa; luego, con un movimiento que le hubiese envidiado un adolescente, se puso de pie.

-¡Hossein! ¡Tabriz! -exclamó-. ¿De dónde vienen? ¿Del otro mundo?

-No, padre. No hemos salido de éste, como te había hecho creer mi primo, ya que sus balas no fueron mortales.

-¡Hossein! ¿Qué quieres decir? -gritó el anciano.

-¡Digo que Abei, mi primo, nos ha hecho fuego por la espalda, a Tabriz y a mí, mientras luchábamos desesperada­mente contra los rusos! ¡Lo acuso de haber pagado a los

0 "águilas" para que robasen a Talmá; de haber ocultado en mi faja escritos para que me fusilen los moscovitas o el emir y contratado un asesino para atentar contra mi vida por segunda vez! ... ¡Padre, pido venganza! ¡La pido al beg!

-Y yo, patrón -expresó Tabriz, dando un paso adelan­te- confirmo todas las acusaciones de tu sobrino y presen­to otro testimonio: el del hombre pagado por Abei para ase­sinarnos... ¡Adelante, Karawal! ¡Habla!

El bandido, que hasta entonces se había mantenido en la sombra, se adelantó.

-Todo cuanto estos hombres te han dicho -declaró­es la verdad. ¡Lo juro por Allah y por Mahoma su Pro­feta! Yo fui contratado por tu sobrino Abei para suprimir­los o entregarlos al emir de Bukara. Me adelantó cien "thomanes" que debía dividir con el compañero que Tabriz mató. Que traigan el Corán y pondré mi mano sobre él.

Un rugido que parecía haber salido, de la garganta de un león, escapó de los labios del "beg.

-¡Basta! -dijo-. ¡Las pruebas son suficientes! Por otra parte yo tenía mis sospechas. ¡Allah sea alabado! ¡Te haré justicia!

Estrechó con frenesí a Hossein contra su pecho y vol­viéndose al mayordomo que se hallaba en la puerta le or­denó con gesto majestuoso:

-Ve a casa de Talmá y dile a Abei que venga inmedia­tamente.

-Es inútil, señor: oigo el galope de su caballo –informó Karen.

-Hossein. Tabriz, salgan y llévense a ese bandolero.

Vuelvan cuando esté aquí Abei.

-Una pregunta antes, padre: ¿Se casó con Talmá? -No; no se lo prometí porque no pudo presentarme prue­bas de tu muerte.

-¡Gracias, padre!

Después que salieron, el "beg" se reacomodó en los coji­nes, encendió con calma, más aparente que real, su nargui­le y acarició el mango de su cimitarra de Damasco con feroz sonrisa. En ese momento el galope del caballo de Abei se oía netamente.

-¡La justicia del "beg" será tremenda! -murmuró.

El animal se detuvo a la entrada de la tienda y Abei, de blanca casaca con alamares de oro entró saludando:

-¡Buenas noches, padre!

El anciano movió apenas la cabeza, retiró de su boca el tubo del narguilé y preguntó con acento indiferente:

-¿Cómo está Talmá?

-Llora siempre, padre -respondió el joven con ira en la voz-. Parece que no es capaz de olvidar al pobre Hossein.

-Quizá dude de que haya muerto...

-Lo vi caer con mis propios ojos, justo con Tabriz, bajo el plomo de los rusos... ¿Qué espera todavía?

-¿Estás bien seguro de que han muerto?

-¿Dudarías de mí? -protestó Abei, palideciendo.

-Acércate y escúchame.

El traidor, ocultando su inquietud, obedeció.

-Vuelve ahora la cabeza.

Con indescriptible espanto miró a su tío, en cuyos ojos brillaba una mirada terrible.

El malvado jovenzuelo giró la-cabeza y lanzó un aullido.

-¡Vuélvete! -repitió éste en un bramido. El malvado jovenzuelo giró la cabeza y lanzó un aullido de horror; Hossein, Tabriz y Karawal se hallaban en fila a la entrada de la tienda.

-¿Los ves? -gritó el "beg".

Con rápido gesto extrajo su larga cimitarra, un lampo fulguró en el aire y Abei se desplomó con la cabeza casi separada del tronco.

-¡Esta. es la justicia del "beg" de la estepa turquestana! -proclamó con voz tonante-. ¡Hossein! ¡Ya estás ven­gado!

Karawal, el falso "loutis", loco de terror, se había lanza­do fuera de la tienda, pero Tabriz, que no lo perdía de vista, lo siguió. Se oyeron dos detonaciones y al rato regresó con las dos pistolas humeantes en las manos.

-Patrón -dijo a Hossein que contemplaba horrorizado el cuerpo de su primo-; tú le habías prometido perdonarle la vida al bandido, pero no yo. Traidores hay demasiados y sobran en la estepa...

Giah Agha se acercó y con voz tranquila dispuso:

-La ley de la tribu fue cumplida. Ahora, hijo mío, toma mi mejor caballo y ve a reunirte con tu prometida, que desde que tía vuelto no hace más que llorarte. -Luego or­denó a Tabriz, indicándole el cuerpo de Abei-: Entierra a este hombre en la estepa. No es mi sobrino, sino un mise­rable... ¡Anda... sácalo de mi vista!...

 

 

FIN

1 Moneda persa de oro.

2 Especie de juglar turquestano, que narra leyendas regionales acom­pañándose con su instrumento.

3 Jefe de tribu; título principeesco.

 

4 Sacerdote musulmán.

5 ¡Alerta! ... Retumbe mi palabra en nombre del Dios santo e inexorable.

6 ¡Mira! ¡Mira!

Bienvenido

L

IBROdot. com

Charles Dickens

OLIVER TWIST

CAPÍTULO UNO

LOS PRIMEROS AÑOS

DE OLIVER TWIST

Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad

de Inglaterra, unos transeúntes hallaron a una joven y

bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y

pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la

llevaron al hospicio, una institución regentada por la

junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los

necesitados. AE día siguiente nació su hijo y, poco

después, murió ella sin que nadie supiera quién era ni

de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.

En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros

meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta

parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la

ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más.

Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la

señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a

apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a

cada niño para su manutención. De modo, que

aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre,

y la mayoría enfermaba de privación y frío.

El día de su noveno cumpleaños, Oliver se

encontraba encerrado en la carbonera con otros dos

compañeros. Los tres habían sido castigados por

haber cometido el imperdonable pecado de decir que

tenían hambre. El señor Blumble, celador de la

parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho

que sobresaltó a la señora Mann. El hombre tenía por

costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo

que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa

y asear a los niños, ocultando así las malas

condiciones en las que vivían los pobres muchachos.

-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó

horrorizada la señora Mann.

Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:

-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y

lávalos inmediatamente.

-Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-.

Hoy cumple nueve años y ya es mayor para

permanecer aquí.

-Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo

de la habitación.

Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado;

nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que

poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato,

el celador y el niño abandonaban juntos el miserable

lugar

Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que

allí nunca había recibido un gesto cariñoso ni una

palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de

él. "¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he

tenido nunca?", se preguntó. Y, por primera vez en su

vida, sintió el niño la sensación de su soledad.

Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado

ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que

era el director, se dirigió a él.

-¿Cómo te llamas, muchacho?

Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un

fuerte pescozón que le hizo echarse a llorar, había

sido el celador que se encontraba detrás de él.

-Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.

-¡Chist! -ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver,

dijo-: Hasta ahora, la parroquia te ha criado y

mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que

hagas algo útil. Estás aquí para aprender un oficio.

¿Entendido?

-Sí. Sí, señor-contestó Oliver entre sollozos.

En el hospicio, el hambre seguía atormentando a

Oliver y a sus compañeros: sólo les daban un cacillo

de gachas al día, excepto los días de fiesta en que

recibían, además de las gachas, un trocito de pan. Al

cabo de tres meses, los chicos decidieron cometer la

osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suertes,

le tocó a Oliver hacerlo. Aquella noche, después de

cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al

director y dijo:

-Por favor, señor, quiero un poco más.

-¿Qué? -preguntó el señor Limbkins muy enfadado.

-Por favor, señor, quiero un poco más -repitió el

muchacho.

El chico fue encerrado durante una semana en un

cuarto frío y oscuro; allí pasó los días y las noches

llorando amargamente. Sólo se le permitía salir para

ser azotado en el comedor delante de todos sus

compañeros. El caso del "insolente muchacho" fue

llevado a la junta parroquial; ésta decidió poner un

cartel en la puerta del hospicio ofreciend c¡nco libras a

quien aceptara hacerse cargo de Oliver.

El señor Gamfield era un hombre de rasgos groseros

y gestos rudos, deshollinador de profesión. Una

mañana iba paseando por la calle, pensaba cómo

podría pagar sus deudas; al pasar frente al hospicio,

sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.

-¡Sooo! -ordenó el señor Gamfield azotando a su

burro.

El hombre del chaleco blanco estaba en la puerta, y

al momento entendió que Gamfield era el tipo de amo

que le hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al

señor Limbkins. Éste salió inmediatamente y, al ver el

interés que manifestaba el deshollinador por el

muchacho, se frotó las manos y dijo con aire

apesadumbrado:

-Usted quiere al chico para realizar un oficio

peligroso; así que cinco libras nos parece mucho

dinero.

-Entonces, ¿cuánto me darán si me lo quedo?

-preguntó Gamfield.

-Tres libras y diez chelines -contestó el director.

-No seas tonto -dijo el señor del chaleco blanco-,

llévatelo. Es exactamente el muchacho que necesitas.

Unos cuantos palos le vendrán bien y no te preocupes

por su manutención: no está acostumbrado a llenar su

estómago, ¡ja, ja, ja!

El trato quedó inmediatamente cerrado. A

continuación, se ordenó al señor Bumble que llevara

aquella misma tarde a OI¡ver ante el juez para que

aprobara y firmara el contrato. El magistrado se

encontraba en una estancia enorme sentado detrás de

un escitorio. Bumble colocó a Oliver frente a él y dijo:

-Éste es el muchacho, señoría.

El anciano se puso las gafas y sus ojos toparon con el

rostro pálido y aterrorizado de Oliver.

-¡Muchachito! -dijo el anciano-. ¿Por qué estás

asustado?

Oliver, desconcertado por el tono suave y benévolo

del juez, cayó de rodillas y, juntando las manos,

suplicó:

-¡Por favor, señor! Mándeme al cuarto oscuro...

máteme de hambre si quiere...; pero no me obligue a

it con este hombre.

Tras unos instantes de silencio, el juez dijo en tono

solemne:

-Me niego a firmar este contrato. Llévese al

muchacho de nuevo al hospicio, y trátelo bien. Creo

que lo necesita.

A la mañana siguiente, el cartel en el que se ofrecían

cinco libras a quien quisiera llevarse a Oliver, estaba

otra vez colocado en la puerta del hospicio. El primero

en interesarse por el negocio fue el señor Sowerberry,

encargado de la funeraria parroquial. Era un hombre

escuálido que siempre vestía un traje negro y raído.

Después de revisar minuciosamente al muchacho,

decidió quedárselo.

La junta parroquial decidió que Oliver se fuera con él

aquella misma noche. Pero de camino a casa de su

nuevo amo, el chico no pudo reprimir las lágrimas.

-Eres el muchacho más desagradecido que he visto

en mi vida -le dijo el señor Bumble.

-No, no señor No soy desagradecido; pero es que me

siento tan solo -contestó Oliver entre sollozos-. Por

favor, señor, no se enfade conmigo.

Cuando llegaron a la funeraria del señor Sowerberry,

Bumble ordenó a Oliver que se secara las lágrimas.

-Aquí estoy con el muchacho.

-¡Dios mío! -exclamó la señora Sowerberry-. s muy

pequeño.

-Sí, es bastante pequeño, pero no se preocupe,

señora -dijo el señor Bumble-, ya crecerá.

-¡Claro que crecerá! -contestó la mujer

malhumorada-. ¿Y quién lo va a pagar? Mantener a los

niños de la parroquia cuesta más de lo que se obtiene

de ellos. ¡Menudo ahorro!

Y dirigiéndose a Oliver añadió:

-¡Venga, talego de huesos.

La mujer del dueño de la funeraria abrió una

pequeña puerta y empujó a Oliver por una empinada

escalera. Al final de ella, se encontraba la cocina, que

era un sótano de piedra húmeda y oscura. Allí sentada

estaba una muchacha sucia y desastrada.

-Charlotte -ordenó la señora Sowerberry-, dale a este

muchacho algunas de las sobras que hemos apartado

para Trip.

Los ojos de Oliver se iluminaron al ver llegar el

cuenco de comida y se lanzó sobre unos restos que

hasta el perro habná desdeñado, Cuando hubo

acabado de comer, la señora Sowerberry llevó a Oliver

hasta la tienda bajo cuyo mostrador había puesto un

viejo colchón.

-Dormirás aquí. Supongo que no te molestará estar

entre ataúdes. Y si te molesta, te aguantas. No hay

otro sitio.

Solo ya en la funeraria, Oliver sintió un escalofrío, el

hueco donde estaba el colchón también parecía un

sepulcro. Oliver lo miró y, por un momento, deseó que

aquélla fuera de verdad su tumba; así podría dormir

eternamente y descansar en el camposanto, con la

hierba acariciando su cabeza.

CAPÍTULO DOS

EN LA FUNERARIA

Por la mañana, unas violentas patadas en la puerta

de la tienda despertaron a Oliver

-¡Abre de una vez! -gritó una voz detrás de la puerta.

-Ya voy, señor -contestó Oliver vistiéndose a toda

prisa.

-Supongo que eres el mocoso del hospicio -siguió la

voz-. ¿Cuántos años tienes?

-Tengo diez, señor

Oliver abrió la puerta con manos temblorosas, pero

sólo vio a un muchacho de la inclusa que estaba

sentado en un mojón comiendo una rebanada de pan

con mantequilla.

-Perdone -dijo sliver-, ¿es usted el que ha llamado?

-Soy el que ha dado patadas -rectificó el muchacho-.

Veo que no sabes con quién estás hablando. Soy el

señor Noah Claypole, y tú eres mi subordinado.

Diciendo esto, propinó a Oliver una patada, y entró

en la tienda pavoneándose. Y es que, Noah era un

acogido de la inclusa, pero tenía padre y madre

conocidos. Llevaba años aguantando sin replicar los

insultos de los muchachos del barrio, y ahora que la

fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin

nombre, pensaba tomarse la revancha.

Llevaba Oliver casi un mes en la funeraria, cuando al

señor Sowerberry se le ocurrió una idea:

-Querida -le dijo a su mujer-, he pensado que Oliver

sería perfecto para acompañar los entierros de los

niños. Con la edad aproximada del muerto, causará

una gran sensación.

A la mañana siguiente, el señor Bumble entró en la

tienda.

Vengo a encargar un ataúd y un funeral para una

pobre mujer de la parroquia. Aquí tiene la dirección.

-Ahora mismo voy -contestó el de la funeraria-.

Oliver, ponte la gorra y ven conmigo.

Caminaron por calles sucias y miserables. Cuando

llegaron a la casa indicada, subieron hasta el primer

piso y el señor Sowerberry llamó con los nudillos. Una

muchacha de unos trece años abrió la puerta y ambos

entraron. Dentro de la casa, el espectáculo era

estremecedor: agachado frente a una chimenea sin

lumbre, había un hombre flaco y pálido; a su lado, una

vieja sentada en un taburete; más allá, unos niños

harapientos mirando hacia el cadáver que yacía en el

suelo cubierto con una manta. Cuando el señor

Sowerberry hizo intención de acercarse al cuerpo sin

vida para realizar su trabajo, el hombre flaco se

levantó como una centella gritando:

-¡Que nadie se acerque a mi esposa!

No obstante, el encargado de la funeraria sacó de su

bolsillo una cinta métrica y se arrodilló junto al cuerpo

sin vida.

-¡Ah! -gimió el hombre hincándose de rodillas junto a

la difunta-. ¡La han matado de hambre! Fui a mendigar

para ella y me metieron en la cárcel.

Al día siguiente, se celebró el entierro. Cuando el

señor Sowerberry y Oliver, volvían a la funeraria, el

hombre preguntó:

-Bueno, muchacho, ¿te gusta este oficio?

-La verdad es que no mucho, señor-contestó.

-Ya verás, todo es cuestión de acostumbrarse.

Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a ser

aprendiz oficialmente. A Noah le corroía la envidia de

ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se

propuso hacerle la vida imposible. Cierto día en que

ambos se encontraban en la cocina, el jovenzuelo

empezó a tirarle del pelo y, al no conseguir sacarle

una sola lágrima, recurrió al insulto.

-Hospiciano -dijo Noah-, ¿y tu madre?

-Murió -contestó Oliver un poco crispado-. Preferiná

que no hablaras de ella delante. de mí.

-¿De qué murió?

-De pena -respondió Oliver con los ojos cargados de

lágrimas-. No me hables más de ella, será mejor para

ti.

-¿Mejor para m? Seguro que tu madre era una

cualquiera.

Rojo de furia, Oliver agarró a Noah por el cuello, lo

zarandeó violentamente y le asestó un puñetazo con

tanta fuerza que lo derribó al suelo.

-¡Charlotte! ¡Ama! -se puso a gritar Noah-. ¡El nuevo

me está matando! ¡Socorro!

Las dos mujeres acudieron inmediatamente a la

cocina. Entre los tres propinaron a Oliver una buena

paliza: Noah lo inmmovilizó, la criada lo golpeó y el

ama le arañó la cara. Luego lo encerraron en el

sotanillo de la basura.

-Noah -ordenó la señora Sowerberry-, corre a buscar

al señor Bumble y dile que venga de inmediato.

Obedeciendo las órdenes de su ama, Noah echó a

correr y no paró hasta llegar a la puerta del hospicio.

-¡Señor Bumble! ¡De prisa, venga a la tienda! Oliver

Twist se ha vuelto loco. Intentó matarme, y luego

intentó matar a Charlotte y también a la señora

Sowerberry.

-Me ocuparé de ello -dijo el señor Bumble.

Cuando él y Noah llegaron a la funeraria, Oliver

seguía dando patadas a la puerta del sotanillo.

-¡Oliver! -llamó el celador en voz baja.

-¡Sáquenme de aquiil -gritó Oliver.

-Soy el señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi

voz?

-No -respondió Oliver valientemente.

-Debe haberse vuelto loco -intervino la señora

Sowerberry-. Ningún muchacho en su sano juicio se

atrevená a contestarle de ese modo.

-No es locura, señora-dijo el celador-, es comida.

-¿Cómo? -exclamó la señora Sowerberry.

-Comida, señora, comida. Usted le ha dado

demasiado de comer, y ahora tiene fuerza y energía.

-Esto me pasa por ser tan generosa -dijo

hipócritamente.

Cuando llegó el señor Sowerberry, le contaron lo

ocurrido con tantas exageraciones, que el hombre,

indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a

rastras a su rebelde aprendiz agarrándole por el cuello

de la camisa. Oliver tenía las ropas desgarradas, el

pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a

pesar de todo, seguía mostrando indignación en su

rostro, y miró valientemente a Noah.

-Dijo cosas de mi madre -explicó Oliver a su amo.

-¿Y qué, si lo que dijo es cierto? -repuso la señora

Sowerberry.

-No lo es -contestó Oliver rabioso.

-Sí, sí lo es.

El niño pasó todo el día arrinconado, sin más comida

que una rebanada de pan. Al llegar la noche, lo

mandaron subir a su cama; entonces Oliver rompió a

llorar Cuando se calmó, envolvió lo poco que poseía en

un pañuelo y se sentó a esperar el amanecer

Con los primeros rayos de sol, escapó calle arriba.

Pasó por delante del hospicio y vio a uno de sus

antiguos compañeros trabajando en el jardín.

-¡Hola, Dick! -susurró Oliver-. ¿Hay alguien

levantado?

-Sólo yo -contestó el niño.

-No digas que me has visto. Me he escapado porque

me odian y me maltratan. ¡Y tú qué pálido estás,

amigo!

-He oído decir al médico que me voy a morir, Oliver

-dijo el niño con una leve sonrisa-. Estoy muy

contento de verte, pero no te entretengas. ¡Vete ya!

-Quería decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!

-Cuando muera, lo seré. Dame un beso -pidió el niño

trepando sobre la puerta y echando a Oliver los brazos

alrededor del cuello-. ¡Que Dios te bendiga!

CAPÍTULO TRES

FAGIN Y COMPAÑÍA

Oliver decidió ir Londres, aunque la gran ciudad se

encontraba a más de setenta millas. Anduvo una

semana sin comer apenas, al cabo de la cual, llegó al

pequeño pueblo de Barnet, cubierto de polvo y con los

pies ensangrentados. Agotado, se sentó a descansar

en un portal, y allí permaneció inmóvil y silencioso. De

pronto se fijó en muchacho de su misma edad, sucio y

desaseado, que no paraba de mirarle desde el otro

lado de la calle. El desconocido, con las manos

metidas en los bolsillos de su pantalón, cruzó y,

plantándose delante de Oliver, le dijo:

-¿Qué haces aquí,

coleguilla? ¿Tienes problemas?

-Tengo hambre y estoy muy cansado -contestó Oliver

sin poder contener el llanto-. Llevo siete días

andando.

-¡Siete días

o pata! -exclamó el jovencito-. ¡Madre

mía! Tú lo que necesitas es una buena jola. Yo

también ando

pelao pero algo conseguiré.

El muchacho compró jamón y pan en una tienducha y

Oliver hizo una larga y abundante comida.

-Me llamo Jack Dawkins, pero todos me llaman et

P¡llastre. Seguro que vas a Londres, ¿a que sí?

-Eso pretendo -contestó Oliver-, pero no tengo

dinero, ni sé dónde me podré alojar.

-No te comas el coco con eso, sé dónde te darán

alojamiento gratis. Si te parece, haremos el resto del

camino juntos.

-¡Sería estupendo! -exclamó Oliver sorprendido-.

Llevo sin dormir bajo techo desde que salí de la casa

de mi amo.

Jack y Oliver llegaron a Londres avanzada la noche.

Caminaron por calles sucias y miserables hasta una

casa donde el P¡llastre entró con decisión..

-¿Quién es? -gritó una voz desde el interior.

Jack dijo algo parecido a una contraseña. En ese

momento, la cabeza de un hombre asomó por la

barandilla.

-Vengo con un nuevo compinche -anunció.

-¡Sube, anda! Dime, ¿de dónde lo has sacado?

-De la inopia -contestó Jack mientras subían la

escalera.

Los dos entraron en una habitación de paredes

negras y sucias donde un viejo judío de aspecto

repugnante estaba friendo salchichas. Alrededor de la

mesa estaban sentados varios muchachos que

tendrían más o menos la edad del P¡llastre. Todos

fumaban en pipa y bebían cerveza,

-Este es Fagin -dijo Jack Dawkins señalando al

anciano-; y éste, mi amigo Oliver Twist.

-Espero que seamos amigos -dijo el hombre

estrechándole la mano-. Siéntate a cenar con

nosotros.

Oliver no salió de aquella habitación durante varios

días. Observaba lo que sucedía a su alrededor con

gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no

lograba comprender cómo se ganaban la vida aquellos

chicos; por qué salían por la mañana y regresaban por

la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que

entregaban a su protector. Tampoco entendía por qué

Fagin los mandaba a la cama sin cenar cuando volvían

a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el

motivo por el cual vivía en aquel antro sucio y

desolado un hombre tan rico.

Un día, el señor Fagin reunió al P¡llastre, a uno de los

chicos llamado Charley Bates y a Oliver, y les dijo:

-Este jovencito saldrá hoy a trabajar con vosotros. Es

hora de que vaya aprendiendo el oficio.

Iban los tres caminando por la calle cuando, de

pronto, el P¡llastre se paró en seco y dijo en voz baja:

-¿Veis al viejo que está en el puesto de libros? ¡A por

él!

Oliver observó horrorizado cómo sus compañeros se

colocaban detrás del respetable anciano; luego, el

P¡llastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un

pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y

cerrar de ojos. Fue entonces cuando Oliver entendió

que había estado viviendo con una pandilla de

ladrones. El terror y la confusión se apoderaron de él y

no supo hacer otra cosa que echar a correr. La mala

suerte quiso que, en aquel momento, el anciano se

diera cuenta del hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo

tomó por el ratero. Así es que salió en su persecución

gritando: "¡Al ladrón! ¡Al ladrón!" Pronto, decenas de

personas empezaron a perseguirlo y, aunque OI¡ver

corrió y corrió, finalmente lograron alcanzarlo.

-¿Es éste el muchacho? -preguntaron al caballero.

-Sí, me temo que sí -contestó el anciano.

En aquel momento, llegó un agente y agarró a Oliver

por e¡ cuello de la camisa.

-¡No he sido yo! ¡Se lo prometo! -dijo Oliver juntando

las manos en tono suplicante.

-¡Levántate de una vez, demonio! -ordenó el agente.

Oliver se incorporó a duras penas a inmediatamente

se vio arrastrado por el policía.

-Aquí traigo a un joven cazapañuelos -dijo el agente

al entrar a la comisaría.

-Señores -dijo el caballero víctima del robo-, no estoy

seguro de que este muchacho haya sido el ladrón. Yo

prefiriría dejar este asunto...

Sin hacer caso de sus argumentos, el anciano fue

conducido a una sala donde se encontraba el juez

Fang. Tenía aspecto de hombre autoritario y estaba

sentado detrás de una mesa situada sobre un estrado.

Al lado de la puerta, había una jaula de madera y, en

ella, estaba encerrado Oliver.

-¿Quién es usted? -preguntó el señor Fang.

-Mi nombre es Brownlow, señor -contestó el

anciano-. Y antes de prestarjuramento roganá a su

señoná que me permitiera decir algo...

-¡Cállese! -ordenó bruscamente el juez.

-¿Cómo? -preguntó el señor Brownlow rojo de ira.

Pero comprendió que se tenía que dominar para no

perjudicar al pobre Oliver Cuando llegó su turno,

expuso su caso y concluyó diciendo:

-Ruego a su señoría que traten a este muchacho con

indulgencia. Me temo que se encuentra muy mal.

-¿Cómo te llamas, pequeño ratero? -preguntó el juez

Fang.

Oliver se sentía incapaz de responder porque todo le

daba vueltas y más vueltas. Entonces, Fang se dirigió

a un anciano que estaba de pie junto al estrado y

preguntó:

-Oficial, ¿cómo se llama este pilluelo?

Éste, al ver que iba a ser imposible sacarle una

palabra al muchacho, improvisó un nombre:

-Se llama Tom White.

En aquel punto del interrogatorio, Oliver, con un hilo

de voz, suplicó que le dieran un poco de agua.

-¡Cuidado, se va a caer! -gritó el señor Brownlow al

ver a Olivertambalearse. Al instante, Oliver cayó al

suelo.

-Ya se levantará cuando se canse -dijo el juez-.

Queda condenado a tres meses de trabajos forzados.

¡Despejen la sala!

De repente, un anciano, de digna aunque pobre

apariencia, irrumpió en la sala y avanzó hasta el

estrado.

-¡No se lleven al muchacho! -gritó-. Yo soy el dueño

del puesto de libros donde sucedió el robo. Lo vi todo

y juro que él no es el ladrón.

El juez miró con cara de desconfianza a todos los que

se encontraban en la sala y dijo con indiferencia:

-El muchacho queda absuelto.

El señor Brownlow, ayudado por el librero, montó a

OI¡ver en su coche y lo llevó a su casa; allí, por

primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y

bondad.

CAPÍTULO CUATRO

EN LA CASA DEL SEÑOR BROWNLOW

Mientras Oliver era llevado a casa del señor

Brownlow, el Pillastre y Charley Bates regresaban a

casa de Fagin.

-¿Dónde está Oliver? -preguntó el hombre.

Como no recibió respuesta, cogió al P¡llastre por el

cuello de la camisa y, zarandeándolo, gritó:

-¡Habla o te ahorco!

-La

pasmo lo ha trincao -contestó el P¡llastre

asustado.

En aquel momento, entró gruñendo un hombre

corpulento, mal vestido y de sucia apariencia, llamado

Bill Sikes.

-¿Qué mosca te ha picado? -gritó dirigiéndose a

Fagin-. ¿Qué es eso de maltratar a los muchachos,

bellaco avaricioso?

Los chicos le contaron el relato de la captura de

Oliver Entonces, Sikes dijo con aire preocupado:

-Alguien debería averiguar lo que ha pasado en esa

comisaría.

Entre todos decidieron encargarle la misión a Nancy,

una de las muchachas que vivía también bajo la

"protección" de Fagin.

Nancy salió de la casa y, al rato, regresó diciendo:

-Se lo ha llevado un viejales a su

queli de Petonville.

-Hay que encontrarlo como sea -dijo Fagin

preocupado.

Mientras tanto, en otra zona de la ciudad, Oliver se

reponía al cuidado de una viejecita maternal y muy

dulce, la señora Bedwin, que era el ama de llaves del

señor Brownlow. A los tres días, Oliver, aunque seguía

muy débil, pudo levantarse de la cama y pasar un rato

en un sillón junto al fuego. Fue entonces cuando los

ojos del chico se clavaron en un retrato que estaba

colgado en la pared.

-¡Qué cara más bonita y más dulce tiene esa señora!

-exclamó el muchacho!-. ¿Quién es?

-No lo sé, querido -contestó la viejecita-. Nadie que

tú y yo conozcamos.

-¡Es tan hermosa! Parece que me está mirando. Al

mirarla, siento cómo mi corazón palpita más rápido.

-¡Dios mío! No hables así, querido. Deja que le dé la

vuelta al sillón para que no la veas. No te conviene

nada alterarte en tu estado.

En aquel momento, entró el señor Brownlow.

-¡Pobre muchachito! -dijo mirando a Oliver con

ternura-. ¿Cómo te encuentras hoy?

-Muy feliz, señor -contestó Oliver-. Nunca nadie me

había tratado tan bien. Le estoy de veras muy

agradecido, señor

-¡Buen chico, Tom!

-No me llamo Tom, señor, me llamo Oliver, Oliver

Twist.

-¿Por qué dijiste entonces que te llamabas Tom

White?

-Yo nunca dije tal cosa, señor-contestó Oliver

perplejo.

-Bueno, habrá sido algún error... ¡Dios mío! ¡Mire

eso, señora Bedwin! -exclamó muy agitado el señor

Brownlow señalando el retrato y luego, la cara del

muchacho.

Y es que, el parecido entre la señora del retrato y

Oliver era impresionante. Pero Oliver no llegó a saber

la causa de aquella súbita exclamación porque,

segundos antes, se había desmayado.

A la mañana siguiente, el muchacho se despertó,

restablecido de su desvanecimiento. Después de

desayunar, se sentó de nuevo en el sillón y vio,

decepcionado, que se habían llevado el cuadro.

-¿Dónde está el retrato? -preguntó a la señora

Bedwin.

-El señor Brownlow se lo llevó para que no te

alteraras, Pero te prometo que en cuanto te pongas

bien lo volveremos a colgar

Los días de su recuperación fueron para Oliver los

más felices de su vida. Se encontraba rodeado de

atenciones, dulzura y buenas palabras. Aquella casa le

parecía el paraíso. Una tarde, el señor Brownlow lo

llamó a su despacho.

-Acércate a la mesa y siéntate -pidió el caballero-.

Quiero que prestes mucha atención a lo que te voy a

decir

-¡Por favor, señor Brownlow! -exclamó horrorizado

Oliver-. No me diga que me va a echar de su casa. Le

suplico que no me envíe de nuevo a vagabundear por

las calles. Déjeme ser su criado.

-¡Querido chiquillo! -dijo el señor Brownlow

enternecido por el pánico que advertía en el

muchacho-. No te vamos a abandonar; sólo quiero que

me cuentes la verdadera historia de tu vida; te

aseguro que no te faltará mi amistad.

Cuando el chico estaba a punto de empezar su relato,

llegó el señor Grimwig, un viejo amigo del señor

Brownlow. Era un anciano de gestos duros pero de

corazón muy noble.

-¿Quién es este jovencito? -preguntó mirando a

Oliver

-Es Oliver Twist, el muchacho del que estuvimos

hablando -contestó el señor Brownlow-. Es muy

guapo, ¿no te parece?

-¿Qué sabes tú de él? ¿De dónde ha salido? ¿Quién

es?

El señor Grimwig estaba dispuesto a admitir que la

apariencia y las maneras de Oliver eran enormemente

atractivas, pero a él le gustaba llevar la contraria, y

había decidido desde un principio no dar la razón a su

amigo.

La fortuna quiso que la señora Bedwin apareciera en

aquel momento. Traía un paquetito de libros

encargados por el señor Brownlow al librero que había

salvado a Oliver de tres meses de trabajos forzados.

-¡Llame al chico que ha traído los libros! -ordenó el

señor Brownlow-. Hay que pagarle éstos y devolverle

los que nos dejó la semana pasada.

-¡Oh! Ya se ha marchado --contestó la señora

Bedwin.

-Si usted quiere -intervino Oliver-, se los puedo llevar

yo mismo. Iré corriendo, señor Me gustaría mucho ser

útil.

-Está bien, amiguito. Tienes que devolverle estos

libros -contestó el señor Brownlow tendiéndole un

paquete- y pagarle las cuatro libras y diez chelines

que le debo. Aquí tienes cinco libras.

-Confíe en mí. No tardaré ni diez minutos, se lo

prometo.

Mientras tanto, en un tugurio llamado Los Tres

Patacones, que estaba en la zona más sucia de la

ciudad, Fagin entregaba a Bill Sikes un puñado de

monedas envuettas en un viejo pañuelo.

-Esto es más de lo que te debo -le dijo-, pero sé que

me devolverás el favor en otra ocasión...

-Corto el rollo -replicó el ladrón- y llama al camarero.

Fagin obedeció la orden de Sikes, a inmediatamente

apareció el tabernero, un judío llamado Barney, más

joven que Fagin pero con un aspecto igual de

repugnante y ruin. Sikes se limitó a señalar su jarra

vacía, y el joven la llenó de inmediato. Al poco rato,

Nancy llegó a la taberna, se sentó con los dos

hombres y los tres bebieron unos tragos. Después,

Nancy salió a la calle acompañada de Sikes.

Muy cerca de allí, Oliver caminaba sin imaginar que

se encontraba a dos pasos de toda aquella gente. De

pronto, a pocos metros, escuchó unos gritos que lo

sobresaltaron:

-¡Ay, hermanito mío! ¡Por fin te encuentro!

Inmediatamente dos brazos lo agarraron por el

cuello.

-¿Qué ocurre? -preguntó Oliver-. ¿Por qué me

detienen?

-¡Bendito sea Dios! -siguió diciendo la joven entre

lágrimas-. ¿Dónde te habías metido, granuja?

-No sé quién es usted. Yo no tengo hermanas, ni

padre, ni madre -gritaba Oliver debatiéndose

torpemente.

Entonces, reconoció a Nancy, y vio cómo Sikes

intervenía en su secuestro.

-¡Socorro! ¡Ayúdenme! -gritaba Oliver haciendo

grandes esfuerzos por soltarse de las poderosas

garras de aquel hombre.

-¡Yo sí que te voy a ayudar! -dijo Sikes-. ¿Qué son

estos libros? ¡Dámelos! -ordenó, arrancándoselos y

pegándole un fuerte golpe en la cabeza.

Débil por la reciente enfermedad y atontado por los

golpes, Oliver comprendió que era inútil resistirse, y

un momento después se vio arrastrado por un

laberinto de callejuelas estrechas y oscuras.

CAPÍTULO CINCO

DE NUEVO ENTRE LADRONES

edia hora después, Oliver y los dos delincuentes

entra- - ron en una casa en ruinas. El P¡llastre los

recibió con una vela de sebo en la mano y los condujo

hasta un cuarto bajo que olía a tierra, donde se

encontraban Charley Bates y Fagin.

-¡Buenas noches, amiguito -dijo éste a Oliver,

haciendo una serie de reverencias a modo de burla.

-¡Caramba! -exclamó el P¡llastre sacando del bolsillo

de OI¡ver el billete de cinco libras-. ¡Si hasta trae

pasta a casa!

-Eso es mío -dijo Fagin cogiendo el dinero.

-¡Que te lo has creído! -contestó Bill Sikes

arrancándole el billete de las manos.

-Ese dinero es del anciano que me cuidó -se atrevió a

decir Oliver retorciéndose las manos con

nerviosismo-. Déjenme aquí encerrado toda la vida si

quieren, pero, por favor, devuélvanle el dinero y los

libros. No me gustaría que pensara que yo se los he

robado.

-Eso es exactamente lo que va a pensar todo el

mundo -dijo el anciano judío.

Al oír aquellas palabras, Oliver se puso de pie de un

salto, miró como enloquecido a derecha a izquierda, y

salió disparado de la habitación lanzando gritos de

socorro. Al instante, el perro de Sikes, llamado

Certero, echó a correr detrás de Oliver

-¡Sujeta a ese perro, B¡ll! -gritó Nancy, cerrando el

paso a Sikes y al chucho-. ¡Va a despedazar al

muchacho!

-Le estaría bien empleado -contestó él-. ¡Quítate de

en medio, maldita, si no quieres que te rompa el

cráneo!

-Pues tendrás que matarme si quieres que tu perro

acabe con el muchacho.

El ladrón mandó de un empujón a Nancy al otro lado

de la habitación, justo cuando el judío y los dos

muchachos volvían arrastrando a Oliver

-De modo que quenías escaparte, ¿eh? -dijo el judío

agarrando un garrote de la chimenea-. Si no me

equivoco, hasta llamabas a la policía, ¿no es cierto?

Y en ese momento, le asestó un garrotazo en la

espalda que hizo desplomarse a Oliver Nancy arrancó

al judío el garrote de la mano cuando estaba a punto

de lanzar el segundo golpe.

-Ya tenéis al chico. ¿Qué más queréis? -gritó la

joven-. ¡Ojalá que me hubiera caído muerta esta

noche antes de traerlo de nuevo aquil A partir de

ahora, el pobre está condenado a ser un ladrón y un

mentiroso. ¿No te basta, Fagin? Yo he robado para ti

cuando no era la mitad de pequeña que Oliver y llevo

doce años a tus órdenes. Tú me arrojaste a las calles

frías y miserables, y tú me vas a mantener en ellas día

y noche hasta que me muera. Esto mismo es lo que le

espera al chico. ¿No tienes bastante?

La muchacha, en un arrebato de cólera, se lanzó

contra el judío. Sikes la agarró las muñecas y ella,

agotada por la tensión, se desmayó.

-Es lo malo de tener que tratar con mujeres -dijo

Fagin-. En fin, Charley, enséñale a Oliver su cama.

Charley Bates condujo a Oliver a una cocina contigua,

le quitó la ropa nueva y se la cambió por unos viejos

harapos. Al rato, Oliver se quedó dormido,

terriblemente triste, no tanto por verse otra vez

atrapado entre indeseables, como por la idea que el

señor Brownlow se estaría forjando de él.

Oliver no podía imaginar siquiera lo que estaba

sucediendo en casa de su protector. El señor Bumble

había tenido que venir a la capital para arreglar unos

asuntos de la parroquia y el destino había querido

que, al abrir un periódico, sus ojos toparan con el

siguiente anuncio:

"CINCO GUINEAS DE RECOMPENSA."

"Se ofrecen cinco guineas a quien ofrezca noticias

acerca de Oliver Twist, en paradero desconocido

desde

el pasado jueves, así como a quienquiera que facilite

datos sobre su pasado, por el que el anunciante

siente

gran interés."

El señor Bumble, movido por posibilidad de ganarse

las cinco guineas, se presentó en casa del señor

Brownlow.

-¿Qué sabe usted de él? -le preguntó sin más

introducción el anciano caballero.

-No sé qué interés tiene usted en ese muchacho,

pero sí le quiero advertir que tenga cuidado con él.

Ese chico nació en el hospicio de la parroquia del que

yo soy celador; es hijo de unos padres ruines y

despreciables, como se puede usted figurar Durante

los años que pasó con nosotros, no tuvo ni un gesto

de agradecimiento, y sólo demostró maldad y

falsedad. Más tarde se le dio la oportunidad de

aprender un oficio en una casa de pompas fúnebres,

pero no se le ocurrió nada mejor que atacar

violentamente a toda la familia que amablemente le

había acogido. Tras lo cual, desapareció sin más ni

más, y no hemos vuelto a tener noticias suyas.

-Me temo que lo que dice es verdad -dijo

apesadumbrado el señor Brownlow.

Cuando el señor Bumble se hubo marchado con su

recompensa en el bolsillo, el señor Brownlow llamó a

la señora Bedwin y le contó todo lo que le había dicho

el celador

-No puede ser -dijo la viejecita-, nunca lo creeré. Yo

sé mucho de niños, y le puedo asegurar que Oliver

Twist es un muchacho agradecido y cariñoso.

-No vuelva a pronunciar nunca más su nombre

delante de mí, ¿me oye? No quiero volver a saber de

él.

Hubo muchos corazones tristes aquella noche, y

entre ellos el de Oliver que, en la otra punta de la

ciudad, dormía en su miserable cuartucho. Allí

permaneció encerrado durante una semana, al cabo

de la cual Fagin le permitió salir y hablar con los

demás muchachos.

A ti te han criado mal, colega -le dijo un día el

Pillastre-. Deja que lo eduque Fagin. Lo quieras o no,

terminarás siendo ladrón.

-¡Muy cierto! -lijo el judío, que entraba en aquel

preciso momento. Iba acompañado de Nancy y de un

muchacho de unos dieciocho años llamado Tom

Chitling, recién salido de la cárcel y al que Oliver no

había visto nunca.

Los siguientes días, los ocuparon todos los miembros

de la banda en aleccionar a Oliver, dándole

instrucciones sobre su futuro trabajo a intentando que

se familiarizara con su nueva condición. Una noche

estaban reunidos Nancy, Fagin y Bill Sikes en casa de

éste, discutiendo de negocios.

-¿Qué pasa con esa queli de Chertsey? -dijo el

anciano judio-. ¿Cuándo será el robo? Una vajilla como

la que hay en esa casa no se encuentra todos los días.

-Toby Crackit lleva quince días intentando camelar al

mayordomo y a la criada -respondió Sikes-, pero no

hay nada que hacer, no se quieren pringar O sea, que

desde dentro es imposible. Pero podríamos hacerlo

desde fuera...

-¡Trato hecho! -concluyó él judío.

-Pero necesitamos un muchacho que sea pequeño.

-¿Qué te parece Oliver Twist? -propuso Fagin.

-¿Ése? -preguntó Sikes sorprendido.

-Acéptalo, Bill -intervino Nancy-. Para abrir una

puerta no necesitas a un experto, y ese muchacho es

de fiar.

-Está bien. Pero como haga algo

chungo durante el

robo, no volverás a verlo vivo. ¿Entendido?

-No te preocupes, Bill: en cuanto consigamos

convencerlo de que es un ladrón, será nuestro.

¡Nuestro para siempre!

En aquella reunión, decidieron que el robo se haría

dos días más tarde.

CAPÍTULO SEIS

EL ROBO

Cuando Oliver se despertó a la mañana siguiente,

vio, sorprendido, que sus viejos zapatos habían

desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros

nuevos y lustrosos. No tardó mucho en entender tal

cambio.

-Esta noche irás a casa de Sikes -le dijo Fagin.

No le dio ninguna explicación más y Olivertampoco

se atrevió a hacer preguntas. Pero antes de marcharse

dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le

dijo:

-Ahí tienes un libro para que lo leas mientras vienen

a buscarte.

Oliver cogió el libro; en él se contaban las vidas de

grandes malhechores; eran relatos de espantosos

crímenes que helaban la sangre, de asesinatos

secretos y cadáveres escondidos. En un ataque de

pavor, arrojó el libro lejos de él, se hincó de rodillas y

empezó a rezar

-¡Oh, Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de

crímenes tan espantosos!

Estaba todavía en aquella postura, con la cabeza

hundida entre las manos, cuando se sobresaltó al oír

un leve ruido.

-Tranquilo, Oli, soy yo, Nancy -dijo la muchacha con

un susurro.

-¿Qué te pasa, Nancy? Estás muy pálida.

-¡Esta habitación es tan húmeda! -disimuló la

muchacha, abrigándose con su manto-. Vamos. Te

tengo que llevar a casa de B¡ll.

Sin decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y,

tras un breve pero profundo silencio, Nancy respiró

hondo y dijo:

-Mina, Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha

sido en vano. Ahora no es el momento de escapar Te

libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer

pero esta vez debes portarte bien. Si no, sólo

conseguirás perjudicarte a ti mismo, y también a mí.

Luego, enseñándole unos cardenales que tenía en el

cuello y en los brazos, añadió en voz muy baja:

-¡Mira, Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si

pudiera ayudarte, lo haría, pero no tengo los medios.

Nancy apretó con fuerza la mano de Oliver y salieron

juntos. Se subieron a un coche de alquiler y pronto

llegaron a casa de Sikes.

-¡Buenas noches! -saludó Sikes, que había salido a

recibirles con una vela en la mano.

Una vez dentro de la casa, el hombre se acercó a

Oliver y, apoyándose en el hombro del muchacho

como si estuviera muy cansado, tomó una silla y se

sentó. A continuación, atrajo al muchacho hacia sí y,

mostrándole una pistola, le preguntó:

-iSabes qué es esto?

-Sí, señor-contestó Oliver.

-Bien -dijo el ladrón, apoyando el cañón de la pistola

en la sien del muchacho-. Pues si dices una sola

palabra, una bala entrará en tu cabeza sin previo

aviso. ¿Entendido?

-Sí, señor-contestó Olivertemblando como una hoja.

A las cinco y media de la mañana, Sikes despertó a

Oliver

-¡Arriba! -le gritó el ladrón-. Es tarde y no hay tiempo

que perder O espabilas o te quedas sin desayunar

¡Elige!

Oliver se arregló y desayunó en un momento. Luego,

se agarró de la mano del ladrón y juntos salieron a la

calle.

Las calles estaban desiertas y las ventanas de las

casas permanecían cerradas. Pero conforme se

acercaban al centro de la ciudad, el bullicio se iba

haciendo cada vez mayor. Era día de mercado:

campesinos, carniceros, verduleros, charlatanes,

mirones, ladrones y maleantes se mezclaban en aquel

lugar Sikes fue abriéndose paso a codazos entre la

gente, hasta que dejaron atrás aquel tumulto. Poco

después, habían salido de la ciudad.

Caminaron durante casi todo el día. A veces, un

carretero amable les subía en su carro y les ahorraba

un buen trecho. Cayó la noche y, cuando dieron las

siete, Oliver divisó las luces de un pueblo cercano;

pero no llegaron a entrar en él y se detuvieron frente

a una casa en ruinas que estaba aparentemente

deshabitada. Oliver y Sikes avanzaron sigilosamente

haste el portal; el hombre levantó el picaporte y la

puerta cedió.

En el interior, los recibió Barney, el camarero judío

de Los Tres Patacones, que los condujo a una

habitación baja, oscura y destartalada. Sobre un sofá

estaba tumbado un hombre alto y pelirrojo llamado

Crackit que llevaba un montón de vulgares sortijas en

sus mugrientos dedos.

-¿Quién es éste? -preguntó sorprendido al ver a

Oliver.

-Es uno de los muchachos de Fagin.

-¡Pues menuda facha tiene!- exclamó Crackit.

Descansaron un poco y, a la una y media de la

madrugada, los hombres empezaron a prepararse: se

cubrieron con grandes bufandas oscuras y enormes

abrigos.

-¿Lo lleváis todo? -preguntó Sikes-. ¿Las pipas, los

verdugos, las llaves, los taladros, los garrotes?

-Está todo -contestó Barney.

Salieron de la casa y, en poco tiempo, atravesaron el

pueblo que habían visto antes. A esas horas y con la

niebla espesa que lo invadía todo, la aldea estaba

completamente desierta. Tan sólo algún ladrido

rompía de cuando en cuando el silencio de la noche.

Subieron por un camino y se detuvieron frente a una

casa aislada rodeada por una gran tapia. Toby Crackit

trepó a ella en un abrir y cerrar de ojos.

-Ahora, que suba el muchacho -dijo desde lo alto.

Sikes aupó a Oliver, y pronto se encontraron los tres

al otro lado del muro. Se deslizaron cautelosamente

hacia la entrada de la casa y fue entonces cuando

Oliver comprendió, con angustia y pavor, que iba a

participar en un robo y, quizá, en un crimen. Un sudor

frío empezó a caer por sus sienes y un grito se escapó

de su boca. Cayó al suelo de rodìllas a imploró:

-¡Por el amor de Dios, tengan piedad de mil Déjenme

marchar. ¡Les juro que no diré nada!

-¡Arriba! -gritó S¡Ikes sacando la pistola de su

bolsillo y apuntando al muchacho-. Levántate si no

quieres que tus sesos queden ahora mismo

desparramados por el suelo.

En aquel momento, Toby Crackit le arrancó a su

compañero la pistola de las manos y, tapándole a

Oliver la boca, lo arrastró hasta la entrada de la casa.

-¡Venga, B¡ll! -dijo-. Fuerza el postigo.

Sikes obedeció y pronto se abrió un ventanuco con

celosía que se encontraba a unos cinco pies del suelo.

El hueco era muy pequeño, pero Oliver podía entrar de

sobra por allí.

-Ahora escucha, granuja -le ordenó Sikes

enfocándole la cara con una linterna- vas a entrar por

este hueco y nos vas a abrir la puerta de entrada de la

casa.

En el poco tiempo que tuvo para reaccionar, Oliver

había decidido que, aunque le costara la vida, daná la

voz de alarma. Pero cuando ya se había metido por el

hueco y estaba dispuesto a llevar a cabo su plan, oyó

a Sikes gritar:

-¡Vuelve! ¡Vuelve!

Sorprendido y asustado por los gritos, Oliver dejó

caer la linterna al suelo y se quedó paralizado. Una luz

se dirigía hacia él; vio las siluetas de dos hombres

medio desnudos en lo alto de la escalera; sonó un

disparo; se produjo una nube de humo y el muchacho

retrocedió tambaleándose. Sikes lo agarró por el

cuello, disparó y tiró para arriba de él.

-¡Rápido, dame una bufanda! -gritó Sikes : ¡Le han

dado, le han dado! ¡Dios mío, cómo sangra!

Oliver oyó luego el repiqueteo de una campanilla,

disparos y gritos. Sintió que se lo llevaban a paso

rá.pido. Poco a poco, los ruidos fueron haciéndose

cada vez más lejanos, y una sensación de frío mortal

se apoderó de él. Luego, ya no vio ni oyó nada.

CAPÍTULO SIETE

UN EXTRAÑO PERSONAJE

Al día siguiente, en casa de Fagin, estaban el

P¡llastre y sus colegas rateros, absortos en una larga

y controvertida partida de naipes. El judío permanecía

inmóvil, sentado frente al fuego, cabizbajo y

visiblemente preocupado. Había leído en los

periódicos que el robo había fallado, pero no tenía

noticias de Sikes, ni de Toby, ni, sobre todo, de su

estimado pupilo.

-¡Han llamado a la puerta! -gritó de pronto el

P¡llastre.

Cogió la luz y fue a ver quién era.

-Es Toby Crackit -susurró al oído de su amo.

-¿Qué? -gritó el judío-. ¿Está solo?

-Si -contestó el P¡llastre.

-D¡le que entre -ordenó Fagin-. Los demás, ya os

podéis largar de aquí discretamente.

La orden fue obedecida por todos, de modo que

cuando el P¡llastre volvió con Crackit, Fagin se

encontraba solo en la habitación.

-¿Qué tall -saludó Toby Crackit con aire desenvuelto.

Fagin no decía nada. Miraba ansioso al ladrón, a la

espera de alguna noticia.

-No me mires así, hombre -lijo Toby-. ¿Crees que

puedo hablarte del curro con el estómago vacío?

Toby se puso entonces a comer y a beber,

aparentemente sin prisa por iniciar la conversación;

sólo cuando se sintió satisfecho, preguntó:

-¿Cómo está Bill?

-¿Qué? -gritó Fagin sin dar crédito a lo que estaba

oyendo-. ¿Qué cómo está Bill?

-No me digas que no sabes nada de... -respondió el

otro con aire misterioso.

-No sé nada de nada -gritó Fagin pateando furioso el

suelo-. Así es que ya puedes empezar a contármelo

todo.

-Nos falló el golpe -dijo Toby con voz tenue y

cabizbajo.

-Eso ya lo he leído en los periódicos. Quiero saber

más.

-Dispararon y un tiro alcanzó al chico -siguió Toby-.

Todo el vecindario salió armado detrás de nosotros,

con perros y todo. Escapamos campo a través como

pudimos.

-¿Y Oliver?

-Bill lo llevaba a cuestas. Nos pisaban los talones y el

chico estaba frío como un témpano. Así es que nos

separamos y dejamos al muchacho en una zanja. No

sé si estaba vivo o muerto.

El judío no quiso escuchar más y, lanzando un grito

que hizo temblar las paredes, salió de su casa como

una exhalación. Anduvo largo rato por estrechas a

inmundas callejuelas hasta llegar a Los Tres

Patacones.

-¿Está él aquí? -susurró of oído del dueño del local.

-¿A quién se refiere? ¿A Monks? -preguntó el

tabernero.

-Sí -contestó Fagin-, pero hable más bajo.

-Todavía no -contestó el hombre-, pero ya tenía que

haber llegado. Si se espera diez minutos..

-No, no -contestó Fagin aliviado-. Dígale que venga a

mi casa mañana. He de hablar con él.

El judío salió de aquel antro y, sin más, cogió un

coche de alquiler y se dirigió a casa de Bill Sikes y

Nancy. Fagin súbió las escaleras de la casa y, sin

demasiados miramientos, irrumpió en la habitación de

la joven, que se encontraba visiblemente borracha con

la cabeza apoyada sobre la mesa. El ruido que hizo

Fagin al entrar la sobresaltó por un instante,

circunstancia que aprovechó el judío para explicarle lo

sucedido con el pequeño Oliver y Sikes. Cuando hubo

terminado, Nancy retomó su postura inicial, sin decir

una sola palabra.

-¿Dónde crees que podná estar Bill? -preguntó Fagin.

-¡Y qué sé yo! -dijo ella llorando.

-¡Pobre chiquillo! -suspiró Fagin mirando a Nancy, al

acecho de cualquier cambio en su rostro que la

pudiera delatar

Fagin había comprendido que la muchacha sentía

simpatía y compasión por el pequeño Oliver; por eso

pensó que quizá sabría algo de él. Pero ella tan sólo

exclamó:

-¿Pobre chiquillo? Está mucho mejor ahora que

cuando estaba entre nosotros. ¡Ojalá se haya muerto!

-¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca?

-En el fondo me alegro de lo que le ha ocurrido. Lo

peor ya ha pasado para él. Además, no podía

soportarlo cerca de mí.

Me hacía sentir asco de mí misma y de todos

nosotros; de todo lo que somos...

-¡Bah! -dijo el judío-. ¡Estás borracha! Ahora, déjate

de tonterías y escucha bien: si tu Bill vuelve y ha

dejado atrás al muchacho, si él ha salido vivo de esto

y no me devuelve a Oliver, mátalo tú misma si quieres

evitarle la horca.

-¿A qué viene esto? -gritó ella.

-Mira, pellejo -continuó Fagin furioso-, Oliver es mi

mejor negocio, y no lo voy a perder por culpa de los

caprichos de una pandilla de borrachos. Además, ese

hijo de Satán al que estoy atado tiene suficiente poder

para... para...

En aquel instante, el judío comprendió que había

hablado demasiado a hizo un esfuerzo por contener su

ira. Sin decir ni una palabra más, se dejó caer,

exhausto, en una silla, temblando ante el temor de

haber revelado parte de su secreto. No tardó en

comprobar que Nancy se encontraba tan borracha que

seguramente no se había enterado de nada. Entonces

salió de aquella casa, dejando a la muchacha tal y

como la había encontrado en el momento de su

llegada.

Al llegar a la esquina de su calle, se detuvo unos

instantes para buscar la llave de la puerta. De pronto,

una sombra salió de la profunda oscuridad de un

porche cercano y se acercó sigilosamente hasta él.

-¡Fagin! -le susurró una voz cerca de la oreja.

-¡Ah! -gritó el judío, sobresaltado-. ¿Eres Monks?

-Sí -le contestó la sombra-. Llevo dos horas

esperándote. ¿Dónde te habías metido?

-Entremos en mi casa. Hablaremos más tranquilos.

Cuando aquel extraño personaje se quitó el embozo

que le cubría parte de la cara, dejó ver un rostro lleno

de maldad; una mirada profunda y negra de crueldad

que revelaba un egoísmo sin límites.

-El chico -dijo él- tenía que haberse quedado aquí,

con los demás. ¿Por qué no haber hecho de él un

simple ratero? Dentro de unos meses lo habrían

cogido y lo habrían expulsado de! país para toda la

vida. Para eso lo contraté.

-Escucha, Monks -dijo Fagin-, a ese muchacho era

imposible convertirlo en un ladrón. En todo el tiempo

que ha estado aquí, no he conseguido ennegrecer su

alma ni un poquito siquiera.

-¡Maldito antro! -gritó Monks-, ¿qué es eso?

-¿Qué es qué?

-¡Allí! -gritó el hombre, señalando la pared opuesta-.

¡Una sombra! ¡He visto la sombra de una mujer!

Los dos hombres salieron de la habitación a toda

prisa y recorrieron la casa de arriba abajo. Pero no

vieron ni oyeron nada; reinaba un profundo silencio.

-Es sólo tu imaginación -lijo Fagin despectivamente.

-Te juro que la vi -insistió Monks.

-Pues ya ves que no hay nadie en la casa, excepto los

muchachos, y ellos están bien seguros. Mira -dijo

sacando una llave de su bolsillo-, los encerré para que

no hubiera intromisiones inesperadas en nuestra

entrevista.

Aquel testimonio consiguió hacer vacilar a Monks.

Pero, a pesar de todo, se negó a seguir hablando

aquella noche y se marchó.

CAPÍTULO OCHO

EN CASA DE LA SEÑORA MAYLIE

Toby Crackit no mentía: él y Bill Sikes habían

abandonado a Oliver, herido, en una zanja. Al

amanecer, el niño seguía allí, inconsciente. Se

despertó sobresaltado al oír un quejido que salió de

sus propios labios y reunió las pocas fuerzas que le

quedaban para incorporarse. Temblando de frío y de

dolor, se puso en pie y comenzó a caminar

lentamente, con la cabeza caída sobre el pecho.

Llegó a un camino. Al fondo había una casa y hacia

ella dirigió sus pasos. Sólo cuando la tuvo delante, se

dio cuenta de dónde se encontraba. "¡Dios mío!",

pensó, "¡Es la casa de anoche!" El miedo se apoderó

de él y decidió huir Pero no sabía a dónde dirigirse y

se encontraba muy débil. Entonces, atravesó el jardín

de la casa sin a penas tenerse en pie, subió los

escalones y, en un último esfuerzo, llamó a la puerta.

En aquel momento, se derrumbó contra una de las

columnas del porche.

Dentro de la casa reinaba una gran tensión. La noche

había sido larga y agitada. El mayordomo, el señor

G¡les, se sentía ya un gran héroe, y así lo hacía saber

a todo el personal de aquella mansión. ¿Quién, sino él,

había tenido el coraje de enfrentarse a los ladrones?

Así estaban los ánimos cuando oyeron llamar a la

puerta Nadie se atrevió a moverse. Se miraban los

unos a los otros preguntándose quién iná a abrir

Finalmente, Brittles, el mozo de la casa, se dirigió a la

puerta. Todos, mayordomo, cocinera y doncella, lo

acompañaron. Cuál sená su sorpresa cuando, al abrir

la puerta, tan sólo vieron a un pobre niño enfermo que

pedía ayuda.

-¡Tengan piedad de mil -suplicó con voz

entrecortada.

Sin mucha delicadeza, G¡les agarró a Oliver por una

pierna y un brazo, lo arrastró hasta el salón y allí lo

dejó tendido en el suelo. Después, se puso a gritar:

-¡Señora! ¡Señorita! ¡Hemos cogido a uno de los

ladrones! ¡Yo le disparé! ¡Yo le disparé!

En medio de aquel bullicio, se oyó una voz femenina

tan suave, que al instante hizo reinar la paz.

-¡G¡les!

-Aquí estoy, señorita Rose. No se preocupe, no estoy

herido, el ladrón no opuso gran resistencia.

Aquella dama de voz delicada tenía un rostro

angelical. Contaba tan sólo dieciséis años pero, a

pesar de su juventud, la inteligencia brillaba en sus

ojos azules. Todo en ella era dulzura y buen humor.

-¡Pobrecillo! -exclamó-. ¿Está herido?

-Herido de gravedad -contestó el mayordomo.

-Llévenlo con mucho cuidado a la habitación de

arriba, y que Brittles vaya a buscar a un médico.

Más tarde, en el comedor, G¡les servía el desayuno a

la señorita y a su tía, la señora Maylie. Era ésta una

persona ya mayor; sin embargo, mantenía su erguida

figura, y los años no habían apagado el brillo de sus

ojos. De repente, se oyó frente a la entrada de la casa

un cabriolé que se detenía. De él, se bajó el señor

Losberne, cirujano de la vecindad y amigo de la

señora Maylie. Era un solterón gordo y famoso por su

buen humor. El doctor irrumpió en el comedor

exclamando:

-¡Dios mío! Querida señora Maylie, ¿cómo ha podido

suceder? En fin, ¿se encuentran ustedes bien?

-Bien, muchas gracias, señor Losberne -contestó

Rose-. Pero hay un herido arriba que requiere sus

cuidados.

-¡Oh, claro! -contestó el doctor-. Obra suya, G¡les,

según me han contado. Vamos, indíqueme el camino.

El doctor pasó largo rato en la habitación con Oliver

y, cuando volvió a bajar, se presentó ante las damas

con aire circunspecto.

-¿Qué ocurre? -preguntó Rose ansiosa.

El doctor adoptó una actitud de misterio y, antes de

contestar, cerró cuidadosamente la puerta.

-¿Han visto ustedes al ladrón? -preguntó.

-No -contestó la señora Maylie-. Aún no.

En efecto, el mayordomo no se había atrevido a

confesar que su víctima era tan sólo un muchacho

indefenso.

-Creo que deben ustedes verlo. Les aseguro que su

aspecto les va a sorprender -dijo el doctor, subiendo

las escaleras hacia el dormitorio donde se encontraba

Oliver.

Cuando entraron en la habitación, vieron,

asombradas, que en la cama yacía un muchachito

agotado por el dolor, en vez de un peligrosísimo

delincuente como ellas esperaban.

-¿Qué es esto? -preguntó la señora Maylie-. Este

chiquillo no puede ser el ladrón.

-Los seres más jóvenes y más bellos -repuso el

doctor- son a veces las víctimas preferidas del crimen

y del vicio.

-Suponiendo que tenga usted razón -dijo la señorita

Rose-, es también posible que este muchachito no

haya conocido nunca el amor de una madre ni el calor

de un hogar y que el hambre le haya forzado a

asociarse con lo peor de la sociedad. Y tú, querida tía,

considera todo esto antes de permitir que se lleven a

este pobre niño a la cárcel. Gracias a ti, jamás he

echado de menos el amor de unos padres, pero podná

haberme ocurrido, y hoy estaría tan desamparada

como este niño. ¡Oh, tía! ¡Ten piedad de él!

-Cariño -contestó la anciana abrazando a Rose-, yo

ya soy mayor y mis días tocan a su fin. Espero que, a

la hora de mi muerte, Dios se apiade de mí como yo

me he apiadado del prójimo. ¿Qué puedo hacer para

salvar a este niño, doctor?

-Si permite usted asustar un poco a G¡les y a Brittles,

creo que podré arreglarlo -contestó el señor

Losberne-. Pero con una condición: cuando el

muchacho despierte, yo mismo lo interrogaré. Y si de

lo que él diga, deducimos que es un malvádo

irreductible, lo entregaremos a la justicia.

Era ya de noche cuando Oliver por fin despertó. Se

encontraba débil, pero estaba tan ansioso por revelar

su secreto, que el médico le dio la oportunidad de

satisfacer su deseo. Así fue cómo Oliver pudo contar

su triste historia.

Entonces, llamaron a la puerta.

-¿Quién será a estas horas? -preguntó el doctor.

-Son agentes del cuerpo especial de policía-dijo

Brittles.

-¿Qué? -gritó el doctor aterrado.

-Sí -contestó Brittles-, yo mismo los llamé para que

vinieran.

Gracias al señor Losberne y al testimonio de G¡les

quien, aleccionado por el doctor, negó que Oliver

fuera el muchacho contra el que había disparado, los

policías hicieron su trabajo de investigación rutinaria,

pero se marcharon al cabo de unas horas sin

sospechar del muchacho.

Durante los días que siguieron, Oliver fue

recuperándose gracias a los cuidados de la señora

Maylie, de Rose y del doctor Losberne. Estaba aún

muy débil, pero no dejaba de manifestar su

agradecimiento a las dos damas, con las que se sentía

profundamente unido. Un día, Rose le dijo:

-Oliver, vamos a it a pasar una temporada al campo y

mi tía quiere que vengas con nosotros. El aire puro te

pondrá bien.

-¡Oh, muchas gracias, señorita Rose! Allí podré

trabajar para ustedes. ¡Tengo tantas ganas de

corresponder a su bondad!

En el campo, todo fue calma y paz para Oliver Acudía

todas las mañanas a casa de un entrañable anciano

que le ayudaba a progresar en la lectura y la escritura.

El resto del día lo pasaba al aire libre, disfrutando de

la naturaleza. Para él, que había vivido siempre en

casas inmundas, aquellos tres meses pasados en e!

campo, rodeado de cariño y comprensión, supusieron

el descubrimiento de la auténtica dicha. Había entrado

en el paraíso.

CAPÍTULO NUEVE

LA ENFERMEDAD DE ROSE

Una tarde de verano, tras un largo paseo, Rose

manifestó sentirse mal.

-¿Qué te ocurre, Rose? -le preguntó preocupada la

señora Maylie.

-Creo que estoy enferma, tía -contestó ella llorando.

Rose se alejó, pálida como el mármol, hacia su

dormitorio. La anciana señora, cuando se encontró a

solas con Oliver, no pudo reprimir su angustia

-¡Oh, Oliver! -exclamó sollozando-. Me temo lo peor

¡Mi querida Rose! ¿Qué haría yo sin ella?

-Estoy convencido de que Dios no la dejará morir-dijo

Olives entre sollozos.

A la mañana siguiente, Rose tenía una fiebre muy

alta.

-Olives -dijo la señora Maylie-, hay que mandar

urgentemente esta carta al doctor Losberne. Llévala a

la posada de la aldea y échala al correo.

Oliver corrió hasta llegar a la posada. Una vez

enviada la carta, salió del establecimiento y tropezó

con un hombre de ojos grandes y negros que iba

envuelto en una capa.

-Perdone, señor-se disculpó el muchacho.

-Pero, ¿qué es esto? -gritó el hombre-. ¡Serás capaz

de salir de tu tumba para ponerte en mi camino!

Oliver, asustado por la loca mirada de aquel

individuo, salió corriendo. Cuando llegó a casa, Rose

estaba delirando.

-Sería milagroso que se recuperara -le confesó en

voz baja el médico del lugar a la señora Maylie.

Aquella noche, nadie durmió y, a la mañana

siguiente, llegó el doctor Losberne, quien confirmó la

gravedad de la muchacha.

-Es muy duro y muy cruel -dijo-. Tan joven y tan

querida por todos... pero hay muy pocas esperanzas.

Rose se sumió después en un profundo sueño del que

saldría, bien para vivir, bien para decirles adiós. Oliver

y la señora Maylie permanecieron inmóviles durante

varias horas a la espera de que el doctor Losberne les

diera la tan temida noticia. Éste salió por fin de la

habitación y se acercó a ellos.

-¿Cómo está Rose? ¡Dígamelo enseguida! -gritó la

señora Maylie-. ¡Déjeme verla, por Dios! ¿Ha muerto?

-¡No! -exclamó el doctor-. ¡Cálmese, por favor! Rose

vivirá para hacernos felices muchos años.

La anciana cayó de rodillas llorando de emoción.

También Oliver quedó como atontado al recibir la feliz

noticia. No podía ni hablar, ni llorar, ni expresar lo que

sentía en aquellos momentos. Aturdido, salió a pasear

Cuando volvía a la casa cargado de flores para la

enferma, un coche pasó como un rayo junto a él y se

detuvo de golpe. Por la ventanilla asomó la cabeza del

señor Giles y Oliver corrió hasta el coche. Abrió la

portezuela para saludar al mayordomo y vio, sentado

junto a él, a un caballero de unos veinticinco años que

preguntó ansioso:

-¿Cómo está la señorita Rose?

-¡Mejor, mucho mejor! -se apresuró a responder

Oliver-. El doctor Losberne dice que ya está fuera de

peligro.

El caballero se bajó entonces del coche y ordenó:

-G¡les, sigue tú hasta casa de mi madre. Yo prefiero

caminar

Al llegar a la casa, la señora Mayl¡e y el joven

caballero, madre a hijo, se fundieron en un fuerte

abrazo.

-¡Madre! -dijo el joven-. ¡Gracias a Dios! Si Rose

hubiera muerto, yo no habría vuelto a ser feliz.

-No empieces otra vez con eso, Harry -contestó su

madre-. Ella necesita un amor profundo y duradero y

tú...

-¿Todavía crees que soy un niño caprichoso?

-Creo que eres joven, y que los jóvenes suelen tener

impulsos ciertamente generosos pero poco duraderos.

Creo, además, que tienes delante de ti un porvenir

brillante que los oscuros orígenes de Rose podrían

echar por tierra. En un futuro se lo podrías reprochar.

-Pero entonces yo sería un egoísta -replicó Harry-.

¡Por el amor de Dios, madre! Te estoy confesando una

pasión muy profunda. ¿Por qué no dejas que sea Rose

la que decida?

-Como quieras -aceptó la madre-. Ahora debo volver

junto a ella. ¡Qué Dios lo bendiga, hijo!

A medida que pasaban los días, Rose se recuperaba

con asombrosa rapidez. Pero un extraño

acontecimiento vino a romper la tranquilidad que se

vivía en la casa.

Oliver se encontraba haciendo los deberes en un

cuartito de la planta baja que daba al jardín. Llevaba

allí mucho rato, se encontraba cansado y se quedó

medio dormido. Durante su duermevela, el aire se

volvió de repente denso, y Oliver, horrorizado, creyó

encontrarse de nuevo en casa de Fagin.

-¡Mira! -oyó decir al judío-. ¡Es él!

-¡Ya te lo había dicho! - respondió otro hombre.

Fue entonces cuando Oliver despertó, sobresaltado y

presa del pánico. Miró por la ventana y allí, muy cerca

de él, estaba el judío mirándole fijamente. La sangre

se le heló, se vio momentáneamente paralizado de

espanto. Junto a él se encontraba, además, aquel

hombre violento que le había abordado a la salida de

la posada. La visión duró tan sólo unos instantes, y los

dos hombres desaparecieron en un abrir y cerrar de

ojos. Aterrorizado, Oliver saltó al jardín por la ventana

y se puso a gritar pidiendo soconro.

Los habitantes de la casa corrieron al jardín, donde

encontraron al muchacho muy agitado, que señalaba

hacia los prados y gritaba: "¡Era el judío!" Harry, a

quien su madre había contado la historia de Oliver,

saltó por encima del seto y salió en su persecución a

gran velocidad. Pero la búsqueda resultó inútil.

Tiene que haber sido un sueño -dijo Harry a Oliver

cuando estuvieron de vuelta.

-¡Oh, no, señor! -insistió Oliver-. De veras que yo los

vi.

De nada sirvieron los rastreos que se hicieron en la

zona hasta el anochecer. A los dos hombres se los

había tragado la tierra. El susto le duró a Oliver unos

días más y, poco a poco, se fue olvidando de aquel

espantoso episodio.

Mientras tanto, Rose se había recuperado del todo y

ya salía de su habitación. Una mañana, Harry Maylie

entró en el comedor donde Rose se encontraba sola.

-¿Puedo hablar contigo unos minutos? -le preguntó.

Rose palideció pero no dijo nada. Así que Harry

continuó:

-Llegué aquí hace unos días angustiado ante la idea

de perderte sin que supieras que te amo. Te he visto

pasar de la muerte a la vida y, ahora, quiero ganar tu

corazón. Rose, dime que mis esfuerzos por merecerte

no son vanos.

-Harry -contestó ella llorando-, debes tratar de

olvidarme. Seré tu más fiel amiga, pero no debo ser el

objeto de tu amor.

-¿Por qué?

-No tengo amigos, Harry, no tengo dote, pero sí

tengo una mancha sobre mi nombre. Os debo

demasiado a tu madre y a ti como para obstaculizar

con mis orígenes tu brillante carrera.

-Deja el deber a un lado y contéstame: ¿me amas?

Te habría amado si no... pero, ¡basta ya! ¡Adiós,

Harry! Nunca más nos volveremos a ver como nos

hemos visto hoy.

-Sólo una palabra más, Rose. Contéstame: si yo fuera

pobre, enfermo y desvalido, ¿me querrías?

-Sí, Harry -contestó Rose con un hilo de voz.

El joven tomó entonces la mano de su amada, se la

llevó al pecho y, tras darle un beso en la frente, salió

del comedor

Al día siguiente, por la mañana temprano, Harry se

marchó a Londres, no sin antes encargarle a Oliver

que le escribiera con frecuencia contándole cosas de

su madre y de Rose.

CAPÍTULO DIEZ

EL MATRIMONIO BUMBLE

El señor Bumble estaba sentado en un salón del

hospicio donde nació Oliver Twist. Se encontraba

pensando con melancolía lo mucho que había

cambiado su vida desde hacía dos meses: había

ascendido a superintendente y se había casado con la

gobernanta del hospicio; aunque esto no había sido

precisamente por amor Dada su pasión por el dinero,

se había dejado deslumbrar por algunas de las

pertenencias de la que entonces todavía se llamaba

señora Corney y por la posibilidad de tener vivienda y

calefacción gratis.

Recordaba perfectamente la tarde en que había

decidido pedirle que se casara con él. Estaban los dos

coqueteando en la habitación de ella, cuando una

anciana vino a anunciar que la vieja Sally se estaba

muriendo. La pobre moribunda aseguraba que no se

iná tranquila de este mundo sin revelar un secreto a la

gobernanta. Ésta salió entonces maldiciendo a los

pobres del hospicio, que no la dejaban nunca en paz.

El señor Bumble aprovechó entonces su ausencia para

registrar cajones, armarios y alacenas ya que deseaba

asegurarse de que la señora Corney era un buen

partido.

Sumido en sus recuerdos, el séñor Bumble, creyendo

que estaba solo, dijo en voz alta:

-Mañana hará dos meses que estamos casados, y me

parece un siglo. Reconozco que me vendí, aunque

demasiado barato.

-¿Barato? -gritó una voz al oído del superintendente.

El señor Bumble se dio la vuelta y se encontró con el

poco agraciado rostro de su esposa, que seguía

gritando:

-¿Piensas quedarte ahí roncando todo el día?

-Pienso hacer lo que me dé la gana, señora Bumble

-contestó el hombre envalentonado.

El señor Bumble se colocó entonces su sombrero y su

abrigo con la intención de salir, pero la señora Bumble

le quitó el sombrero de un manotazo, lo agarró por el

cuello, lo golpeó, lo arañó y lo sentó en una silla de un

empujón.

-No me vuelvas a contestar de ese modo -gritó-.

Ahora levántate y lárgate de aquí.

El señor Bumble recogió su sombrero del suelo y

salió a la calle como una flecha. Iba tan enfadado, que

tardó un rato en darse cuenta de que estaba lloviendo

con fuerza; entonces decidió refugiarse en una

taberna. Allí había sólo un cliente; era un forastero

alto y moreno que llevaba una amplia capa negra

sobre los hombros. Ambos se miraron varias veces de

reojo. Pero el forastero, de repente, rompió el silencio.

-No sé si se acordará de mí, pero usted y yo nos

conocemos. He venido hasta aquí buscándole y, por

una de esas casualidades de la vida, he dado con

usted a la primera. ¿Continúa usted con su

acostumbrado amor por el dinero?

El señor Bumble hizo intención de hablar, pero el

forastero, haciendo un gesto con la mano, prosiguió.

-No, no diga nada, ya ve que te conozco bien.

Además, comprendo que el sueldo de los funcionarios

parroquiales no es muy alto; seguro que le vendrá

bien una propinilla.

-¿En qué puedo ayudarle? -preguntó el

superintendente.

-Voy a ser muy claro: necesito información. Por

supuesto, no pretendo que me la dé a cambio de nada;

para demostrar mi buena fe, aquí tiene un adelanto

-dijo, poniendo un par de soberanos delante de su

interlocutor-. Veamos, haga memoria: un invierno de

hace doce años nació en el hospicio un muchacho

paliducho que más tarde fue aprendiz de un fabricante

de ataúdes y que luego se fugó a Londres...

-¡Oliver Twist! No he conocido un muchacho más

terco.

-No es él quien me interesa. Me gustaná saber algo

sobre la vieja que atendió a su madre la noche en que

murió.

-Sí, la vieja Sally... Murió el invierno pasado.

El forastero enmudeció como hundido por aquella

inesperada noticia, pero pronto salió de su

ensimismamiento. Luego hizo ademán de levantarse,

pero el señor Bumble lo retuvo.

-Sé que antes de morir, la vieja Sally se encerró en

una habitación con una mujer para revelarle un

secreto.

Con la intención de sacar provecho de la información

de que disponía, el señor Bumble continuó:

-Tengo motivos para pensar que ella le puede ayudar

en sus pesquisas -concluyó el señor Bumble.

-¿Cómo? ¿Cuándo podná verla?

-¿Le parece bien mañana?

-Bien, a las nueve de la noche, vayan a esta dirección

-dijo, entregándole un pedazo de papel-. Pregunten

por el señor Monks.

Al día siguiente, el matrimonio Bumble se encaminó

al lugar que Monks había indicado. Era un pequeño

barrio a orillas del río, famoso por ser refugio de

ladrones y criminales. Estaba formado por unas

cuantas casas en ruinas, entre las cuales se elevaba

un edificio grande, cuyos pilares estaban muy

deteriorados por las ratas, la carcoma y la humedad.

Frente a él se detuvieron los Bumble.

-¡Hola! -gritó una voz procedente del segundo piso-.

Esperen, ahora mismo les abro.

Instantes después, Monks les abrió la puerta.

Subieron hasta una estancia del piso superior y

cerraron tras de sí. A continuación, los tres se

sentaron alrededor de una mesa.

-Dígame, señora -dijo Monks-, ¿estaba usted con la

tal Sally cuando murió? ¿Le dijo algo acerca de la

madre de Oliver?

-Sí. Pero yo no he venido aquí para dar información

gratis. Déme veinticinco libras en oro y le diré todo lo

que sé.

-Aquí las tiene -repuso Monks, poniendo las monedas

una a una encima de la mesa-. Ahora, dígame lo que

sabe.

-Cuando la vieja Sally murió, estábamos ella y yo

solas en la habitación. Me habló de una joven que

había dado a luz un niño hacía doce años y que, al día

siguiente, había muerto en la misma cama en la que

ella estaba agonizando.

-¡Dios mío! -exclamó Monks.

-Parece ser que la joven, antes de morir, le entregó a

Sally algo con el encargo de dárselo al niño cuando

llegara a la edad adulta; pero ella se lo quedó. La vieja

no dijo nada más, cayó para atrás y murió.

-¿Eso es todo? Creo que me está ocultando algo.

-No dijo más -contestó la gobernanta impasible-.

Solamente me agarró del vestido con una mano.

Cuando cayó muerta, retiré su mano con fuerza y vi

que en ella guardaba un viejo trozo de papel. Era una

papeleta de empeño.

-¿Y cuál era el objeto empeñado? -interrogó Monks.

-Era una alhaja. Así que fui y la desempeñé.

-¿Y dónde se encuentra ahora esa joya? -preguntó el

hombre inmediatamente.

-¡Aquil -contestó la mujer, arrojando sobre la mesa

una bolsita.

La bolsa contenía un pequeño guardapelo de oro. En

su interior, había dos mechoncitos y una alianza. La

sortija tenía grabado el nombre de "Agnes" y una

fecha correspondiente al año anterior del nacimiento

de Oliver

-¿Qué se propone hacer con eso? ¿Va a utilizarlo

contra m? -preguntó la señora Bumble.

-Ni contra usted ni contra nadie -contestó Monks,

arrastrando la mesa a un lado y abriendo una

trampilla que se encontraba junto a los pies del señor

Bumble-. Miren ahí abajo.

Las turbias aguas del río corrían velozmente bajo

ellos. Monks sacó la bolsita, la ató a un pequeño peso

de plomo que estaba en el suelo y la tiró al agua.

-¡Hecho! -exclamó Monks aliviado-. ¡Prueba

destruida! Ahora, lárguense de aquí cuanto antes.

CAPÍTULO ONCE

EL CORAJE DE NANCY

Al día siguiente, Nancy fue a casa de Fagin para

recoger un dinero que el judío le debía a Bill Sikes.

Allí, coincidió con Monks.

-He de decirte algo a solas -le dijo Monks a Fagin.

Los dos hombres subieron a una habitación de la

planta superior y se encerraron para hablar en

privado. Nancy, con la intención de espiar la

conversación, se quitó los zapatos, subió de puntillas

las escaleras y se plantó en la puerta del cuarto donde

Monks y Fagin se habían reunido. Al rato, la muchacha

volvió a bajar con aspecto de encontrarse fuertemente

impresionada. Segundos más tarde, Monks se marchó.

A continuación, Fagin le entregó a Nancy el dinero que

había venido a buscar y ambos se despidieron.

Ya en la calle, Nancy se sentó en un portal, incapaz

de seguir caminando, y rompió a llorar. Finalmente,

cuando se encontró más tranquila, volvió a su casa.

Había tomado una decisión: iba a dar un gran paso

aquella misma noche, en cuanto Sikes, que estaba

enfermo, se hubiese dormido.

A la hora en la que el ladrón debía tomar su

medicina, Nancy la preparó como siempre y añadió un

potente somnífero. En breves instantes, el enfermo

cayó en un profundo sueño, momento que la

muchacha aprovechó para marcharse.

Después de andar más de una hora, llegó al barrio

más rico de la ciudad y se dirigió a un pequeño hotel.

Cuando llegó a la puerta, vaciló un momento y entró.

-Quiero ver a la señorita Maylie -dijo Nancy al

recepcionista,

-iQué puedes querer tú de una dama? -preguntó en

tono despectivo el empleado al ver su aspecto-.

¡Vamos, lárgate!

-¡Tendrán que sacarme a la fuerza! -gritó la

muchacha-. Necesito dar un mensaje con urgencia a la

señorita Maylie.

El recepcionista subió a regañadientes; le

preocupaba tener un problema si el mensaje era en

realidad algo importante. Al poco rato, volvió a hizo

una seña con la cabeza a Nancy para que lo siguiera.

El hombre la acompañó hasta una pequeña

antecámara donde se encontraba Rose. La joven había

adelantado unos días su regreso del campo y esperaba

la llegada de su tía y de Oliver de un momento a otro.

Rose miró a la muchacha que se encontraba frente a

ella y le dijo dulcemente:

-Soy Rose Maylie. ¿Deseaba usted verme?

Nancy, ante tanta dulzura, rompió a llorar

-¡Ay, señorita! -exclamó-. ¡Cuánto le agradezco que

haya querido recibirme! Mi nombre es Nancy.

-¿En qué puedo ayudarla? -prosiguió la joven dama.

-Supongo que Oliver les habrá contado su historia.

-Por supuesto. ¿Y bien?

-Les habrá dicho también que fue raptado mientras

hacía un recado para el señor Brownlow, con quien

vivía en Petonville. Bueno, pues yo soy la persona que

lo raptó.

-¿Usted? -exclamó Rose.

-Sí y lo llevé a casa de un miserable, llamado Fagin,

que obliga a muchachos indefensos a robar para él

-gimió Nancy-. Y si ellos se enteraran de que he

venido, me matarán.

-No se preocupe, querida, no sucederá nada -dijo

Rose, mientras estrechaba dulcemente la mano de la

afligida muchacha.

-¿Conoce usted a un tal Monks? -continuó Nancy.

-No, no lo conozco -contestó Rose.

-Pues él a usted sí la conoce -repuso Nancy-. Y sabe

que está hospedada aquí. Yo he podido localizarla

porque he escuchado una conversación entre ese

hombre y Fagin en la que se nombraba este lugar y se

mencionaba su nombre.

-¿Y de qué hablaron? -preguntó interesada Rose.

-Las primeras palabras que le oí decir a Monks

fueron: "Las únicas pruebas de la identidad del

muchacho están en el fondo del río, y la vieja que las

recibió de la madre está criando malvas". Parece ser

que Monks vio a Oliver por casualidad el día que lo

capturó la policía. Enseguida se dio cuenta de que era

el muchacho que él mismo andaba buscando. Le

propuso entonces a Fagin que recuperara al chico a

hiciera de él un ladrón; a cambio, recibiná una

sustanciosa recompensa.

Rose, sorprendida por la historia, preguntó a Nancy:

-¿Y qué interés puede tener un hombre como Monks

en un desvalido muchacho?

-Eso es lo más sorprendente: Monks dijo que si

Olivertrataba de aprovecharse de su nacimiento, lo

mataría. Y, al final, muy satisfecho, le preguntó a

Fagin: "¿Qué te parece la trampa que le he preparado

a mi hermanito Oliver?"

-¡Su hermano! -exclamó Rose-. ¿Y qué puedo hacer

yo?

-No lo sé. No puedo ayudarla más; ahora tengo que

marcharme. Si necesita algo de mí, podrá

encontrarme cada domingo por la noche, entre las

once y las doce, en el puente de Londres.

La muchacha se marchó llorando, mientras Rose,

abrumada por aquellas revelaciones, buscaba el modo

de ayudar a Oliver

A la mañana siguiente, Rose decidió consultar a

Harry. Se disponía a escribirle cuando Oliver, que

llegaba en ese momento de la mansión del campo,

entró en la habitación.

-¡He visto al señor Brownlow! ¡Bendito sea Dios!

-¿Dónde lo has visto? -preguntó Rose.

-Bajaba de un coche -contestó Oliver llorando de

alegría-. Él no me vio a mí, y yo no me atreví a

acercarme. Pero G¡les ha averiguado su dirección.

Mire, aquí está.

-¡Vamos para allá inmediatamente! -le dijo Rose.

Cuando llegaron a la casa del señor Brownlow, Rose

pidió a Oliver que esperara en el coche mientras ella

preparaba al anciano para que lo recibiera. La joven

entró y contó en pocas palabras todo lo que le había

ocurrido a Oliver.

Cuando el señor Brownlow se enteró de que Oliver se

encontraba fuera, salió y, lleno de alegría, se precipitó

hacia el interior del coche para abrazar al muchacho.

Cuando entraron en la casa, el señor Brownlow llamó

a la señora Bedwin. Y cuando ésta entró en el salón,

Oliver se echó a sus brazos entre lágrimas:

-¡Bendito sea Dios! -dijo la anciana-. ¡Si es Oliver

Tw¡st!

El señor Brownlow condujo entonces a Rose a otra

sala y allí escuchó el relato de la entrevista con Nancy.

-En este asunto hay que ser extremadamente

prudente -dijo pensativo el anciano caballero.

-Yo quisiera que el doctor Losberne, el médico de mi

tía, supiera todo esto. Seguro que nos podná ayudar

-Déjeme que yo esté presente cuando hable usted

con él. Esta noche, a las nueve, podemos vernos en el

hotel. Su tía tiene que estar al tanto de todo lo

ocurrido.

Tal y como habían convenido, el señor Brownlow y

Rose revelaron la historia de Nancy al doctor.

-¿Qué diablos hay que hacer entonces? -gritó el

doctor Losberne lleno de ira.

-Debemos proceder con mucho cuidado -contestó el

señor Brownlow-. Lo importante es descubrir quién es

realmente Oliver y devolverle la herencia de la que ha

sido despojado. Pero antes, debemos averiguar de

Nancy los nombres de los lugares donde suele it ese

tal Monks.

Aquella noche, convinieron poner al tanto de lo

ocurrido al señor Grimwig y a Harry Maylie y, sobre

todo, dejar a Oliver al margen. También decidieron no

hacer nada hasta el domingo siguiente, cuando se

reunirían con Nancy.

CAPÍTULO DOCE

UN ESPÍA A LAS ÓRDENES DE FAGIN

La misma noche en que Nancy se había entrevistado

con Rose, Noah Claypole y su amiga Charlotte llegaron

a Londres. Ambos jóvenes eran perseguidos por la

justicia ya que habían robado de la caja del señor

Sowerberry una importante cantidad de dinero.

Los dos fugitivos caminaron por calles recónditas,

hasta llegar frente a Los Tres Patacones.

-Aquí pasaremos la noche -anunció satisfecho Noah.

Cuando entraron, vieron a Barney que estaba con los

codos apoyados en el mostrador leyendo un

mugriento periódico.

-Queremos dormir aquí esta noche -dijo Noah.

-Esperen un momento -contestó Barney-, voy a

preguntar si hay sitio.

-Mientras tanto, dinos dónde está el comedor y

tráenos cerveza y fiambre.

Barney los condujo hasta un cuartucho que estaba en

la parte de atrás. Al cabo de un rato, les sirvió lo que

habían pedido y les informó de que podían alojarse

allí.

Poco más tarde, llegó Fagin a la taberna preguntando

por alguno de sus discípulos.

-No ha venido ninguno de tus amigos -dijo Barney-,

pero hay dos forasteros que yo creo que te van a

gustar

El judío escuchó a través del tabique la conversación

que mantenían Noah y Charlotte:

-Vamos a vivir como señores -decía Noah.

-¿Y cómo? -preguntó ella-. ¿Vaciando cajas fuertes?

-¿Cajas? -exclamó Noah-. Se pueden vaciar cosas

más interesantes, como por ejemplo: bolsillos, bolsos,

bancos, diligencias... Se trata de encontrar al

compañero adecuado. Con las veinte libras que

robamos, todo será más fácil.

-No será tan fácil que alguien como nosotros se

pueda deshacer de un billete tan grande -dijo

Charlotte preocupada.

Aquel descubrimiento provocó un vivo interés en

Fagin, que entró en la sala saludando a la pareja y los

invitó a beber

-¡Esta cerveza es de buena calidad! -exclamó Noah.

-¡Sí, pero es cara, muy cara! -contestó Fagin-. Hay

que andar todo el día vaciando bolsillos, bolsos,

bancos y diligencias para poder comprarla.

Noah palideció al oír sus propios comentarios en

boca de aquel hombre.

-No te preocupes -dijo Fagin riendo a carcajadas-.

Has tenido suerte de que sea yo quien te haya oído.

También soy del oficio, has ido a dar en el clavo,

amigo.

Noah se relajó y el judío siguió:

-Tengo un amigo que te puede ayudar ¡Anda, vamos

a hablar ahí fuera!

-No creo que sea preciso movernos de aquí para

hablar en privado -repuso Noah-. Ella -dijo señalando

a Charlotte-, subirá el equipaje mientras nosotros

hablamos de negocios.

Charlotte salió inmediatamente de la habitación

cargada de bultos y cuando se encontraba

suficientemente alejada, Noah preguntó:

-¿Cuánto hay que aflojar?

-Veinte libras.

-Pero eso es mucho dinero -saltó el joven.

-No cuando se trata de un billete del que no te

puedes deshacer.

-¿Y qué obtendré yo?

-Conseguirás vivir como un señor Tendrás comida,

cama, tabaco y alcohol gratis, además de la mitad de

las ganancias.

-Me parece bien.

-Mañana, a las diez, vendré con mi amigo. Pero aún

falta un último detalle: no me has dicho cómo te

llamas...

-Bolter, Morris Bolter -respondió inmediatamente

Noah, ocultando su verdadero nombre.

Después de brindar por su recién creada sociedad,

Fagin se despidió.

Al día siguiente, el judío se presentó solo en la

posada y acompañó a Noah y a Charlotte a su propia

casa.

-¿De modo que no existe el tal amigo? -le dijo Noah a

Fagin.

-No, en efecto, no existe. Pero os he traído aquí para

que veáis cómo vivimos. En esta casa somos como una

gran familia. Ahora estamos muy preocupados por uno

de los nuestros, el P¡llastre, que fue capturado ayer

-¿Por algo serio? -preguntó asustado Noah.

-Lo pillaron tratando de limpiar un bolsillo y le

encontraron además una caja de rapé de plata.

Aunque le puede caer una buena condena, no ha dicho

nada. ¡Bueno es él para cantad

-Bueno, ya lo conoceré.

-No estoy tan seguro. Si encuentran pruebas, es un

caso de "deportación de por vidá.

En ese momento, entró Charley Bates con cara

compungida y dijo:

-Se acabó todo, Fagin. Han encontrado al dueño de la

caja y a dos o tres testigos. Lo mandarán al

extranjero. ¡Y todo por una cajucha de rapé que no

vale más de tres peniques!

-Piensa en el honor, la distinción, de ser deportado a

tan corta edad - contestó Fagin para consolarlo.

El domingo, Nancy estaba en su casa. Cuando dieron

las once de la noche, se puso su gorrito y su abrigo

para salir

-¿A dónde vas? -le preguntó Sikes.

-A dar una vuelta -contestó ella-. No me encuentro

demasiado bien y necesito tomar el aire.

-Pues te vas a conformar con sacar la cabeza por la

ventana -le contestó el ladrón-. Tú no vas a ninguna

parte.

El hombre se levantó, le quitó el gorro de un

manotazo y la arrojó sobre la cama.

-¡Déjame salir, Bill, te lo suplico! -imploró Nancy.

Fagin, que estaba en casa de Bill en aquel momento,

no movió un dedo por la muchacha. Bill Sikes la

agarró con fuerza, la sentó en una silla y allí la

mantuvo inmóvil durante un buen rato.

Cuando dieron las dote, la muchacha se dio por

vencida y, con los ojos hinchados y rojos, empezó a

mecerse hasta quedar completamente dormida. Fagin

cogió entonces su sombrero y se despidió.

De camino hacia su casa, Fagin empezó a pensar qué

le podía pasar a Nancy. Quizá se hubiera cansado de

Bill Sikes, que la trataba peor que a un perro, y se

hubiera enamorado de otro hombre. Pensó que si era

así, el nuevo amor de Nancy podría ser una buena

adquisición, y aun más con una consejera lista y

experimentada como ella.

-Habrá que echarle el guante -se dijo Fagin a sí

mismo-. Sería una buena manera de quitarme de en

medio a ese odioso Sikes. Y además, mi influencia

sobre la muchacha sería ilimitada si me convierto en

cómplice de su infidelidad.

Fue entonces cuando el judío se dirigió a la posada

para proponerle a Noah Claypole que fuera su espía.

Te necesito -le dijo-, para un trabajo que requiere

discreción y cautela. Sólo se trata de seguir a una

mujer y de saber dónde va, a quién ve y lo que dice.

Te daré una libra.

-tA quién hay que seguir? -preguntó Noah.

-Es una de las nuestras -contestó el judío-. Se ha

echado nuevos amigos y he de saber quiénes son. Ella

no te conoce, por eso eres mi hombre.

-¡Trato hecho! -concluyó Noah.

CAPÍTULO TRECE

TERRIBLES CONSECUENCIAS

Había pasado una semana, llegó el domingo y Nancy

consiguió por fin acudir al puente de Londres. A las

doce en punto, llegaron Rose Maylie y el señor

Brownlow.

-Aléjemonos de aquí -dijo Nancy en voz baja-.

Hablaremos más tranquilos abajo, al pie de la

escalera.

Lo que ella no sabía es que cualquier precaución era

inútil porque Noah Claypole seguía sus pasos y oía sus

palabras.

-Siento no haber podido venir la otra noche, pero Bill

Sikes me retuvo en casa por la fuerza...

-Conozco el contenido de la entrevista que mantuvo

el otro día con esta señorita-dijo el señor Brownlow

señalando a Rose-, y creemos que debemos arrancarle

a ese Monks su secreto como sea. De no ser así, habná

que entregar a Fagin a la policía, ya que él es el único

que conoce la verdad.

-¡Nunca! -exclamó Nancy-. Yo jamás me volveré

contra mis compañeros, porque ninguno de ellos se ha

vuelto contra mí.

-Entonces díganos al menos dónde podemos

encontrar a Monks -repuso el señor Brownlow.

-Darán con él en una taberna llamada Los Tres

Patacones.

-¿Cómo reconoceremos a ese criminal?

-Es moreno, alto y fuerte; parece mayor, aunque no

tiene más de veintiocho años y tiene los ojos negros y

muy hundidos. Sufre frecuentes ataques de nervios

que le hacen tirarse al suelo y morderse las manos y

los labios hasta hacerse sangre. Ah, y otra cosa: tiene

en la garganta...

-¿Una mancha roja como una quemadura?

-interrumpió el señor Brownlow.

-Sí -contestó Nancy sorprendida-. ¿Lo conoce?

-Creo que sí. Pero ya veremos, puede que no sea el

mismo. En cualquier caso, nos ha dado una

información valiosísima. ¿Cómo podríamos

agradecérselo?

-Ya nada pueden hacer por mí, he perdido toda

esperanza. Soy esclava de mi propia vida, y es muy

tarde para dar marcha atrás. Ahora, por favor,

márchense, es lo mejor que pueden hacer.

-Déjenos ayudarla: aún está a tiempo de cambiar su

vida...

-No insistan, se lo ruego. Buenas noches, señor

Buenas noches, señorita Maylie.

Rose y el señor Brownlow se alejaron y Nancy

marchó a su casa. Cuando los tres estaban ya lejos,

Noah echó a correr para contar a Fagin lo que había

descubierto.

Antes de que amaneciera, Fagin ya estaba al tanto de

todo lo ocurrido. Se encontraba en su casa, preso del

pánico, acurrucado ante la chimenea, con el corazón

lleno de odio. Llegó entonces Bill Sikes a entregarle un

paquete.

-¿Qué te pasa? -le preguntó éste al verle la cara

completamente desencajada.

Fagin le contó lo que había descubierto Noah. Sikes,

entonces, fuera de sí, salió a la calle; caminó a paso

rápido hasta su casa, sin pararse ni un momento a

pensar en lo que iba a hacer. Subió de prisa las

escaleras, entró en la habitación, cerró la puerta con

llave y fue hacia la cama donde Nancy estaba

durmiendo.

-¡Arriba! -la despertó Sikes a gritos.

-¿Qué te pasa? -le preguntó ella, todavía medio

dormida.

Sin decir una palabra, el ladrón la agarró por el

cuello y la arrastró hasta el centro de la habitación.

-¡Bill! ¡Bill! -gritó la muchacha-. ¿Qué he hecho?

-Anoche lo espiaron. Ahora lo sé todo.

-Entonces, perdóname la vida como yo he perdonado

que tú me hayas arrastrado a mí a esta existencia

infame -dijo la muchacha aferrándose a él-. Piensa un

poco, Bill. Ahórrate este crimen. ¡Juro que te he sido

fiel, Bill!

El ladrón, sordo ante las súplicas de Nancy, agarró

una pistola y golpeó con ella a la muchacha una y otra

vez hasta que ésta cayó al suelo cegada por la sangre,

que fluía de una profunda brecha en su cabeza. La

muchacha consiguió no obstante ponerse de rodillas y,

juntando las manos, se puso a rezar El ladrón cogió

entonces un garrote y la remató de un solo golpe en la

cabeza.

Cuando los primeros rayos de sol iluminaron la

habitación donde yacía el cadáver de Nancy, Sikes

quemó las ropas que llevaba, ya que estaban

manchadas de sangre. Luego, escapó de allí con su

perro; una sola idea ocupaba su mente: huir Anduvo

tan rápido que, al cabo de una hora, estaba fuera de

Londres.

Caminó durante todo el día por campos, prados y

bosques sin hallar un lugar seguro donde esconderse,

porque en todas partes se hablaba del horrible crimen.

Al anochecer, tomó la decisión de volver a la ciudad.

-No hay mejor lugar para esconderse. Mis amigos me

ayudarán -pensó.

Mientras tanto, en una chabola de un mísero barrio a

orillas del Támesis estaban escondidos Toby Crackit,

Chitling y un expresidiario llamado Kags.

-¿Es cierto que han cogido a Fagin? -preguntó Toby

Crackit.

-Sí, esta tarde -contestó Chitling-. Charley Bates y yo

conseguimos escapar por la chimenea; a Bolter lo

trincaron

 

a la vez que a Fagin. Imagino que Charley

estará a punto de llegar Ya no hay lugar donde

esconderse; de todos los que acudíamos a Los Tres

Patacones, no ha quedado nadie a salvo. ¡Menuda

redada!

Al caer la noche, los tres hombres seguían sentados,

silenciosos, a la espera de alguna noticia. Un fuerte

golpe en la puerta rompió de pronto aquel denso

silencio; después, los pasos de alguien que subía las

escaleras y, por fin, los tres hombres vieron entrar a

Bill Sikes. Se quedaron boquiabiertos; no les dio

tiempo a reaccionar y, al instante, entró también

Charley Bates quien, al reconocer a Sikes, dio un paso

atrás.

-¡Vamos, Charley! Soy yo -dijo Sikes yendo hacia él.

-No te acerques -contestó el otro-. Me das... asco.

Y, dirigiéndose a los demás, se puso a gritar:

-¡Mirad a este monstruo! ¡Miradlo bien! Merecería ser

quemado a fuego lento por el crimen que ha cometido.

Voy a entregarlo a la policía y vosotros me vais a

ayudar

Llevado por su rabia, Charley Bates se abalanzó

contra Sikes, lo derribó, y ambos rodaron por el suelo.

Pero Sikes era más fuerte que el muchacho, y

consiguió inmovilizarlo sin demasiado esfuerzo.

Estaba a punto de darle el golpe final, cuando se oyó

un tumulto de gente que se acercaba a la chabola; el

rumor de que el asesino estaba allí, se había

extendido por el barrio y una multitud se acercaba

para lincharlo. Toby Crackit sugirió a Sikes que

escapara por una de las ventanas.

El asesino soltó a su víctima y miró a su alrededor

desconcertado. Charley Bates se incorporó, corrió

hacia la otra ventana, la abrió y se puso a gritar:

-¡Socorro! ¡El asesino está aquiil ¡Suban, suban

rápido!

Bill Sikes agarró al muchacho, lo arrastró hasta la

habitación contigua y allí lo dejó encerrado con llave.

Luego, cogió una larga cuerda, subió al desván y, tras

levantar un tragaluz, salió al tejado. Desde arriba, vio

a la multitud encolerizada que gritaba exigiendo su

muerte, y oyó cómo la gente intentaba entrar en la

casa. Ató un extremo de la cuerda a una chimenea y

en el otro hizo un nudo corredizo para intentar

descender hasta la calle. Pero en el mismo instante en

que se pasaba el lazo por la cabeza para deslizarlo

luego hasta las axilas, algo extraño le ocurrió: levantó

la vista al cielo y creyó ver el rostro ensangrentado de

su víctima. El pánico se apoderó de él, lanzó un grito

de terror y perdió el equilibrio cayendo al vacío, donde

quedó colgando sin vida.

CAPÍTULO CATORCE

LA CONFESIÓN DE EDWARD LEEFORD

Aquella misma tarde, Monks fue llevado a la fuerza a

casa A del señor Brownlow.

-¿Cómo es posible que el mejor amigo de mi padre

me trate de esta manera? -gritó el canalla, enfadado.

-Sí, Edward -lijo en tono triste el señor Brownlow-, tu

padre era mi mejor amigo y era, además, el hermano

de la mujer con la que me iba a casar si la muerte no

se la hubiera llevado inesperadamente la misma

mañana de nuestra boda. Pero no es de mí de quien

quiero hablar, sino de tu hermano.

-¡Yo no tengo ningún hermano!

-¡Sabes que sib Es cierto que tú eres el único hijo del

infeliz matrimonio que formaron tu padre y tu madre.

Cuando tus padres se separaron, tu padre conoció a

un oficial de marina, retirado y viudo, que vivía en el

campo con sus dos hijas. Una de ellas se enamoró de

tu padre, y él de ella; al cabo de año y medio, estaban

prometidos. Fue entonces cuando tu padre recibió la

herencia de un pariente que vivía en Roma y tuvo que

marcharse para allá; pero la fatalidad quiso que él

cayera gravemente enfermo. Tu madre y tú acudisteis

inmediatamente a su lado y, al día siguiente de

vuestra llegada, él murió sin dejar testamento, de

modo que todos sus bienes fueron a parar a vuestras

manos.

Monks, que había estado reteniendo el aliento

durante todo este tiempo, suspiró entonces

profundamente, manifestando un gran alivio.

-Antes de marchar al extranjero -siguió el señor

Brownlow-, tu padre vino a verme y me entregó un

retrato de su hermana, la que iba a ser mi esposa.

También me habló atropelladamente de la deshonra

que él mismo había provocado a su joven prometida.

Cuando él murió, fui a visitar a esa muchacha que iba

a ser madre, con el fin de acogerla en mi propio hogar,

pero llegué demasiado tarde porque la familia había

abandonado la región.

Monks miró entonces alrededor con una sonrisa de

triunfo.

-Cuando tu hermano se cruzó en mi camino y lo

rescaté de una vida de crimen y miseria, su gran

parecido con el retrato del que te he hablado me dejó

impresionado. Desgraciadamente, lo secuestraron

antes de que pudiera contarme su historia.

Sospechando que tú podías estar detrás de todo esto,

lo busqué por todas partes, pero no lo encontré hasta

hace dos horas... Tienes un hermano, Edward, tú lo

sabes y lo conoces. Había pruebas de ello, pero tú

mismo las destruiste. Así que, si no quieres que te

haga detener por cómplice del asesinato de Nancy,

tendrás que contarlo todo ante testigos y devolverle a

tu hermano lo que le corresponde.

-Haré lo que usted me pida -aceptó Monks, viéndose

sin escapatoria.

Dos días más tarde, Oliver viajaba, junto con la

señora Maylie, Rose y el doctor Losberne, hacia su

ciudad natal. Detrás, seguía el señor Brownlow,

acompañado de Monks.

Se instalaron en un hotel de la ciudad donde les

estaba esperando el señor Grimwig. Pasadas las

primeras horas de ajetreo, el señor Brownlow los

reunió a todos, incluyendo a Oliver, quien no pudo

reprimir un grito de terror al ver entrar a Monks.

-Este niño -dijo el señor Brownlow a Monks

atrayendo a Oliver hacia sí- es tu hermanastro, fruto

de la unión entre tu padre, mi amigo Edwin Leeford, y

Agnes Fleming, que murió en el hospicio de esta

ciudad al dar a luz. Ahora, Edward, quiero que

cuentes, delante de todo el mundo, lo que tan

cuidadosamente has ocultado durante estos años.

-Está bien -contestó Monks-. Cuando mi padre murió

en Roma, mi madre encontró, entre sus papeles, dos

documentos: el primero era una carta de amor dirigida

a Agnes Fleming; el otro era un testamento.

-¿Y qué decía? -preguntó el señor Brownlow.

Como Monks no contestaba, fue el propio señor

Bronwlow quien lo hizo:

-Os dejaba a ti y a tu madre una renta de ochocientas

libras. El grueso de su fortuna lo dividía en dos partes:

una para Agnes Fleming y otra para el hijo de ambos,

es decir, para Oliver

-Mi madre hizo entonces lo que tenía que hacer -gritó

Monks-: quemó el testamento y guardó la carta como

prueba de la falta de mi padre. Cuando Agnes Fleming

le contó la verdad a su padre, éste, avergonzado, huyó

con sus hijas. Poco después, la muchacha abandonó el

hogar, y aunque el padre la buscó por todas partes, no

pudo dar con ella. Convencido de que su hija se había

suicidado para ocultar su vergüenza, el hombre volvió

a su casa y, a la mañana siguiente, apareció muerto

en su cama.

-¿Y qué pasó con el guardapelo y la alianza?

-preguntó el señor Brownlow.

-Los compré -contestó Monks- a un matrimonio. Ellos

los habían recibido de la vieja que atendió a Agnes

Fleming en el hospicio. Luego, tiré los dos objetos al

río.

Fue entonces cuando el señor Grimwig salió de la

habitación para volver instantes después empujando a

la señora Bumble, que tiraba de su cobarde cónyuge.

-¿Conocen ustedes a este hombre? -les preguntó el

señor Brownlow.

-No lo hemos visto en nuestra vida -contestó

impasible la señora Bumble.

-Él mantiene que les compró a ustedes unas

alhajas...

-Está bien -dijo la señora Bumble-: si ese cobarde ha

confesado, yo no tengo nada más que decir. Sí, le

vendimos el guardapelo y la alianza de Agnes Fleming.

¿Y qué?

-Y nada -repuso el señor Brownlow-, sólo que me voy

a ocupar personalmente de que no vuelvan a tener un

puesto de trabajo relacionado con niños.

Después, cuando los Bumble se hubieron marchado,

el señor Brownlow cogió la mano de Rose y dijo:

-Edward Leeford, ¿conoces a esta señorita?

-Sí -contestó Monks-. Agnes Fleming tenía una

hermana pequeña que fue recogida por unos humildes

labradores. La niña llevó una vida miserable hasta que

una viuda que vivía en Chester se apiadó de ella y se

la llevó a su casa. Hoy está aquí, en esta habitación.

Es la señorita Rose.

-¡Pero no por eso va a dejar de ser mi sobrina!

-exclamó la señora Maylie abrazando a la desfallecida

muchacha.

-¡Ahora todo será mucho más fácil! -intervino el

señor Brownlow dirigiéndose a Rose.

Aquella noche, Rose y Oliver hallaron un padre, una

hermana y una madre y, así, cada uno se encontró con

su destino. Inclusive Fagin, quien aquella noche

pasaba las últimas horas de su vida en una celda, a la

espera de que lo ejecutaran al alba.

Rose y Harry se casaron tres meses después en una

pequeña iglesia. La señora Maylie se fue a vivir con

ellos y vivió dichosa los últimos años de su vida.

El señor Brownlow adoptó a Oliver y ambos se fueron

a vivir, con la señora Bedwin, a un lugar cercano a

aquél donde vivían los Maylie.

Monks, tras derrochar su parte de la herencia en

América, volvió a las andadas y pasó largas

temporadas en la cárcel, donde finalmente murió,

víctima de uno de sus habituales ataques.

El señor y la señora Bumble, privados de sus cargos,

fueron sumiéndose poco a poco en la miseria y

murieron en el mismo hospicio donde una vez habían

reinado despiadadamente sobre otros.

FIN